El impulso que recorre cada página de estas memorias de Roger Santiváñez (Piura, 1956) no es otro que el de saciarse de la vida, de todo lo que ella implica y pueda traer consigo, hasta la última de las últimas gotas.
Este es un texto que se inscribe en una tradición memorialística donde conviven el Bildungsroman, el proceso de maduración del protagonista, la salida de su infancia, la entrada en la adolescencia y el turbulento paso a la adultez, junto con el reflejo de los acontecimientos más trascendentales de la vida cultural y política peruana, inextricablemente atadas estas últimas por lazos que las constituyen: la una no existe sin la otra, al menos en este relato de “no ficción”, como lo llama el narrador de este libro.
Es bien sabido, para lxs lectores medianamente informadxs de poesía latinoamericana de hoy, que Santiváñez es un poeta peruano, autor de una amplia obra, que no sólo ha recorrido distintos géneros, desde la poesía hasta la narrativa, pasando también por la crítica y el periodismo, sino que también fue miembro fundador del movimiento del Kloaka, animado del underground limeño en la primera parte de los ochenta del siglo recién pasado.
El sentido de la soledad nos lleva desde la infancia piurana de Santiváñez, en el norte del Perú, hasta el momento en que toma la decisión de abandonar su país natal y afincarse en EEUU. Si el arco cronológico que cubren estas memorias es de cuatro décadas (1961-2001), lo ocurrido al interior de ese período parecerían varias vidas en una. El Santiváñez de sus memorias es un Roger imbuido de su afán juvenil e irrenunciable por convertirse en poeta, pero por sobre todo por desprenderse -por vencer- la soledad que lo rodea y que intentaremos explicar más adelante.
Es como si el último hijo de las vanguardias históricas, perdido en las calles de una Lima horrible para algunos, maravillosa para otres, hubiera decidido que la única forma de hacerle honor a sus padres literarios (y madres, porque de fondo siempre está Santa Rosa de Lima, cuidando a esta oveja descarriada) es simpatizando con la guerrilla peruana, metiéndose todo lo que puede meter por el garguero o por las venas y empatarse con cuanta chica o mujer estuviera dispuesta a empatarse con él. La apuesta narrativa de Santiváñez, me parece, es clara, porque a lo largo de estas cuatrocientas y algo páginas (que se leen, sin embargo, de un tirón) vemos el propósito de configurar una especie de sujeto romántico pero tercermundista, imbuido en una soledad adolescente que lo asemeja a un hablante rimbaudiano, pero que en ningún caso lo hace alejarse de la cotidianidad de la vida familiar en el Perú de aquellos años, sino que al contrario, una de las cosas que más nos llamará la atención de este narrador es ese contraste entre el niño y el adolescente rodeado de un ambiente imperturbablemente casero (padres, hermanos, amigos, vecinas, profesores, etc.) y su permanente aislamiento en una soledad que no parece tener escapatoria, salvo el consuelo insuficiente de la escritura: “La niña dorada de mi infancia pasó a ser esa dulcísima memoria con la que ahora he tratado de volver a tenerla aquí conmigo en esta página solitaria” (129). En otro lugar, agrega, transido por la idea de la imposibilidad de cualquier futuro: “Ya no hay nada que hacer, sino conjurar el destino que nos tocó vivir. Quizá por eso concibo estas memorias y las escribo, para dejar testimonio de un tiempo que vendrá –posiblemente solo en nuestros sueños más queridos–, es decir, el de la utopía que nunca jamás alcanzaremos” (95). Resulta paradójico, por decir lo menos, escuchar esta letanía del no future en boca de quien se hiciera parte de no pocos movimientos que hacían precisamente de la idea de futuro (revolucionario, próximo, alcanzable) la esencia de su discurso. Tal vez, tal como dice David Graeber en La tristeza del post-obrerismo (me excuso de inmediato por lo extenso de la cita, pero me parece que viene al calce),
We really do lack a sense of where we stand in history. And it runs well
beyond radical circles: the North Atlantic world has fallen into a
somewhat apocalyptic mood of late. Everyone is brooding on great
catastrophes, peak oil, economic collapse, ecological devastation. But I
would argue that even outside revolutionary circles, the Future in its old-fashioned, revolutionary sense, can never really go away. Our world would make no sense without it. (Las cursivas son mías)
Más allá de las múltiples lecturas que se pueden hacer (y se han hecho) de estas palabras de Graeber, me interesa aquí resaltar el impacto que crea en las y los lectorxs la representación de este universo sin salida que nos quiere entregar el Santiváñez de estas memorias, ese muchacho y ese hombre desesperanzado que evoca los acontecimientos de su vida peruana y no puede despojarlos de una mirada melancólica que, si bien valora aún
en todo su esplendor el vitalismo que se despliega en cada uno de estos capítulos, tampoco puede desprenderse de un aire de derrota, de ilusiones perdidas y de tiempo si no perdido, de seguro irrecuperable.
Su escolaridad en los colegios de la clase media piurense es el primer paso en la creación de una arcadia impoluta, un universo, el de la infancia y la primera adolescencia, donde el Roger aun niño descubriría los juegos infantiles que no son tan infantiles, los primeros asomos de la violencia, los amores enfebrecidos que duraban cinco segundos, el tedio provinciano, las primeras lecturas, el sexo como incógnita, la presencia de la familia como un bastión sagrado de apoyo y calor. Pero lo hace, y esto será clave en la forma en que podamos leer el texto y la forma en que está escrito, a través de un lenguaje sumamente cotidiano, coloquial, al alcance de un lector (y este es otro dato que no me parece menor) que tal vez no esté necesariamente familiarizado con la poesía más exigente –en términos retóricos- del autor. Los peruanismos se suceden con frecuencia, mezclados con una prosa ágil (no por nada Santiváñez pasó mucho tiempo ejerciendo de periodista, lo cual también aprendemos en este libro) que nos lleva de la mano por los acontecimientos de una vida donde se enlazan, de manera intrínseca, los distintos despertares del joven Santiváñez con los acontecimientos que remecían al Perú de unas décadas atrás. Pero este de idioma de Santiváñez, salpicado de anglicismos, casi como una premonición de lo que sería la vida del autor hacia el final de estas memorias.
Vemos, entonces, en ellas, la sucesión vertiginosa todos los amoríos fugaces y otros no tan fugaces del protagonista, su acercamiento temprano al rock (más que una música, una razón de ser que lo acompañará a todo lo largo de este periplo), su llegada a Lima, sus primeros poemas que lo van formando como un autor que poco a poco va encontrando su voz, la inextricable conexión entre poesía y vida –el párrafo sobre el origen del título de uno de sus libros, El chico que se declaraba con la mirada, es sencillamente de antología– que marca casi la totalidad de estas páginas. Me explico: si ya estando en Piura, antes del salto a Lima, Santiváñez había esbozado lo que serían los inicios de su escritura marcados por el abrazo de una poesía conversacional, coloquialista a ratos, será en la UNMSM donde, bajo el alero de Cisneros y Martos, empiece a velar sus primeras armas. Pronto el aprendiz aprendió a caminar solo, si es que no había aprendido desde antes. La bohemia limensis es el lugar donde se forjan los grupos literarios, pero también la literatura, si cabe aquí la distinción. Un desfile de nombres recorre estas páginas, figuras que han hecho de la poesía peruana ese océano infinito que es hoy. Santiváñez pasa por Hora Zero, La Sagrada Familia, hasta llegar a la eclosión de Kloaka, grupo sobre se ha escrito y él mismo ha escrito extensamente.
Años de periodismo y pronto de drogas duras, también son los años que en el Perú se sentía la mano de Sendero, con toda la esperanza que, para algunos, significó en algún momento y todo el horror que trajo después: las calles bajo el asedio de los militares y el temor a los cochebombas también son parte de este relato. Se podría decir que no hay evento que le resulte ajeno al Santiváñez de estas páginas que, en cierta forma, nos recuerdan otras memorias, como La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, y El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa. Pero si el libro del premio Nobel se divide entre su pasión política y su vocación escritural, si Ribeyro relata su aislamiento parisino, la historia que propone Santiváñez, por mucho que se esfuerce en refrendarnos su soledad, aparece llena de personajes y de amores que lo aman y lo rodean, donde su destino literario jamás es puesto en duda.
Resulta llamativo, en este sentido, que dentro de toda esta historia de militancias políticas (por pasajeras que estas fueran), de intensa bohemia, de ascenso y caída en el universo de los paraísos artificiales, pero por sobre todo de conversaciones y colleras donde vemos el ir y venir de la poesía peruana de las últimas décadas por estas páginas, resulta llamativo, decía, la escasa o nula reflexión sobre el hecho poético que exhiben estas memorias. Tal vez fuese innecesario, tal vez de manera consciente Santiváñez prefiere el decurso vital al análisis más detenido. Si esto fuera cierto, no deja de llamarnos la atención que lo más relevante de estas memorias de un muchacho solitario y sin esperanza, sea todo aquello externo a la poesía y no el ejercicio mismo de esta última. Es probable que la respuesta a esta preocupación se encuentre en uno de los postulados que –creo–el autor de este libro nos entrega, aun cuando de manera implícita: no hay, precisamente, nada externo a la poesía, no hay una división, para Roger Santiváñez, entre el ejercicio de la poesía y la vida que le otorgaría “las experiencias” sobre las cuales componer el poema. Para Santiváñez se trata(ría), porque no sé si el Santiváñez de hoy suscribiría lo que digo aquí, de hacer de la vida poesía, convertir la vida en un proyecto no sólo poético, sino también utópico. Para jugar con el título del libro: tal vez ese sea, en última instancia, el sentido de la soledad.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com EL SENTIDO DE LA SOLEDAD
(Roger Santiváñez, Random House, Lima, 2022)
Por Cristián Gómez O.