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EN LA NOCHE MENTAL
Sobre el libro «Ejercicios contra el Alzheimer» (62 páginas), Virginia Benavides (Perú)
Ediciones Andesgraund, diciembre de 2019

Por Roger Santiváñez



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Leer los «Ejercicios contra el Alzheimer» de Virginia Benavides significa profundizar en la singular experiencia de una poeta que ha venido perfilando un estilo hasta colocarse en un indiscutible sitial de madurez expresiva. En efecto, su poesía se propone, como nos enteramos, desde el texto que abre el libro “resanar una lengua agrietada”. Es decir, componer y superar las grietas que aquejan su voz poética. Y su voz es una clara, rotunda y altamente creativa dimensión del fraseo más agudo y talentoso: “La rosa me abandona de olor azul pero me floripondea con su néctar tanto que ando abeja”. Magnífico manejo de la sinestesia baudeleriana, más coloquialidad limeña esmaltada en vallejiana resonancia.

Los poemas discurren a la manera de prosas o párrafos en los que relumbra nuestra condición metafísica y se autocuestiona el ser de la poesía y del lenguaje con lograda aliteración visionaria: “No estoy. No soy. Entonces estoy y soy. He ahí la resistencia irresistible que roza mi lengua y la electrocuta. He ahí el nudo que me desnuda”. La sinceridad y transparencia de su decir llega a clímax de expectante emotividad como cuando rememora su infancia y la relación sentimental con la autora de sus días: “nuestra vergüenza de abrazarnos en silencio cada vez que nos dolía vivir”.

Porque la poesía de Benavides está cuajada en el dolor, podemos acceder a versos de una intensidad tremenda: “esa cabellera cabellera que se ocultó de tu caricia” nos lleva al borde y límite de la existencia, en la cual nuestra poeta sabe librarse de sucumbir ante la contemplación del mar diciéndonos: “Una ola más y me voy”. Como si fuera posible fugar de este mundo, el intento valida su intenso lirismo y lo vuelve una tarea de reconstrucción y recomposición del Yo Interno. Leamos: “Así, tarrajeo cada tanto este cielo raso y así amo mis grietas”. Y lo hace, practicando un habla que se vincula a la cotidianidad más efectiva y real.

Aunque aquel escape o fuga sea siempre una opción directa: “Busco una manera de no estar” afirma con lucidez. Y es radical en su confrontación consigo misma: “si yo fuera un fruto caído nadie iría a recogerme porque no soy nada dulce, Nadie diría: ‘vamos a buscarla que se va a podrir’ porque tal vez ya estoy podrida”. El pasado y su devenir la persigue al punto de que es capaz de escribir: “Debí quedarme en ese patio para siempre”. Mas la realidad que rodea a la poeta es abrumadora e insoslayablemente comprueba: “Mi país no es mi país. Es un rencor, un dormirse con hambre”. De allí que se vea impelida a actuar por más que la razón metafísica la esté obsediendo: “siempre hacer algo para no morir”.  Y la militancia -poética- es nítida: “convocatoria a tomar las armas de la palabra o el acto de guerrear para que no se caiga la casa”.

Dicha militancia poética es asumida hondamente pero también es cuestionada: “-‘Escribe’ decía, ‘te calmará’ decía”. Y prosigue viajando hacia esa verdadera patria que es la infancia para los auténticos poetas: “Nunca tuve un vestido azul ni zapatos rojos que dijeran que me iba a llevar bien con el mundo de los colores”.

La vida adulta entonces parece convertirse en cierta recompensa de la carencia mediante la creación: “Alguna vez añoré un silbato verdeamarillo y una muñeca negra que encontraba en los sueños. ‘Alguna vez’ dice pero recién lo estoy inventando”. Ficción o realidad, el hecho poético existe. Y la autoconciencia es ardua, dubitativa, contradictoria: “¿Qué es, entonces, esa manera de irse sin moverse ahora?”

Llegamos así al que considero un poema central del libro, el que comienza con “La escena puede contener cabellos escurriéndose en el peine” y que semeja la grabación de un pasaje teatral o en video. El momento culminante es el que cito aquí: “La escena puede contener amanecidas violentas de mundos, poema herida de José Pancorvo, un arpa incendiándose en la noche como una muchacha que se incendia de dolor y canta para sí” aludiendo a la memoria del recordado poeta Pancorvo, lúcido y transparente personaje de la noche en la bohemia de Quilca en el centro de Lima (amanecidas inolvidables en las que participó también quien redacta esta nota introductoria) y que Virginia Benavides define con gracia, fuerza y talento incomparable de la siguiente manera: “Puede contener una manera de vivir quieta, invertida, perseguida, desatada o sonoramente en otra”. Todo un Arte Poética que se cierra abruptamente -como nuestra existencia- así: “¿Qué había que mirar, entonces? ¿No había que mirar? / Corten”. Y para que no quede duda la poeta declara: “Escribo desde el derrumbe de no encontrar cauce que calme este dolor de ser”.

La segunda parte del libro se titula Descierto trabajando con la alusión geológica, lo seco y vacío  y -al mismo tiempo- la negación de lo que es verdad. Estamos ante una sucesión de prosas poéticas (estilo que define a su autora en esta creación) entre dunas, arena, sed y una proficua visionaria que se explaya por ejemplo de este modo: “Arrasa el viento ciudades imaginadas donde nunca viviré”. Y aparece una suerte de personaje denominado Versa que -en primera instancia- sería la emblemática femenina de ‘Verso’ es decir la propia poesía. Lo interesante es que por esta vía Benavides se asoma a una elaboración verbal de alto nivel que la acerca a lo que actualmente se configura -en el moderno ámbito hispánico a ambas orillas del Atlántico-  Poesía del Lenguaje una de las derivas más saltantes del ya asentado Neobarroco latinoamericano. Leamos: “Nublo. Acuíferos ojos redimen sequía en el desertor. Desierto que guarda ríos subterráneos, tesoro antiguo para tu aridez porvenir.” Y en la prosa siguiente: “Beso de aire para tu calor de lumbre dormida. Mentolhado” (Nótese el juego del sabor a menta y el tópico retórico de los hados) “Beso reverso de tu extinción, Huida a los nenúfares o fosa azules”. (Aquí la poeta demuestra su amplio manejo de la mejor tradición occidental, Mallarmé verbigracia). Y continuamos: “Beso converso para tu piedra de descanso. Isla de agua asoma en la canción de la caracola. Beso y reverso esta saciedad de vida, de haberte muerto como una muñeca rusa. Beso de viento dorado para tu sueño de exilio. Beso de caracola en tu oído de mar.”

La sucesión de las doce prosas poéticas con las que Virginia Benavides termina su libro son de lo más hermoso y logrado entre lo que se escribe en la hora actual en el Perú y América Latina. Voy a finalizar esta breve nota -que ha intentado algunos trazos sobre el modus operandi de esta poesía- con uno de estos bellos textos: “Un espasmo. Remolinos del camino. Zahorí es mi corazón. Recuerdos como espirales consolando cactus y añadiendo más fuego a leña. Buscador de sequías. Grita que nadie oye: todo me es alba”.  Efectivamente ya está aquí el alba de la nueva canción. Albricias.


[Orillas del río Cooper, sur de New Jersey, noviembre de 2019]



 

 

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