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Veinte cuentos miserables y la estética de la decepción

Por Rodrigo Valenzuela Zura
Profesor de Castellano y Magister en literatura
Texto leído en la presentación del libro realizada el 23 de Junio en el Zócalo de la cultura en Valparaíso


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“En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos.”
(Todos santos, día de muertos – Octavio Paz)


Si pudiera llamar de alguna forma a estos cuentos miserables, lo haría con la nomenclatura de la estética de la decepción, tal vez por dos razones aparentes: En primer lugar, como una ironía a esa postura literaria centrada en el lector que nos lleva a actualizar el texto en el acto de la lectura, un acto no desvestido de la experiencia personal de cada quien, y que complementa los discursos con vivencias personales en un interminable diálogo a través de la obra artística que se presenta ante el espectador lleno de vacíos (o lugares de indeterminación según Roman Ingarden). ¿Quién no ha experimentado la muerte ante un fracaso personal por más pequeño que este sea? Frente a la posible respuesta de esta retórica pregunta, es que cada uno de nosotros puede experimentar, en estos relatos, su propio fracaso.

Por otro lado, puedo también entregarle la categoría de una estética de la decepción que es también bella, y que pone de manifiesto la hermosura oculta en la dignidad de la decadencia de frágiles personajes que deambulan una vida de pequeñas muertes, cargando en cada instante un fracaso inminente y atestado de sentimentalismo liirista y nihilista; éstos, experimentan esa libertad de quien decide su vida y también su muerte, esa libertad del reo condenado, la del pirata o la del don Juan. Estos relatos nos traen a aquellos personajes románticos, pero descontextualizados de ese antirracionalismo de siglos pasados y traídos en conciencia contemporánea a una nueva vida ajetreada y solitaria en medio del gran Valparaíso. Es en este contexto postmoderno o quizás con una postmodernidad ya superada, en que se inscribe el texto Javier Olivares Ojeda, una narrativa que nos vuelve a lo esencial del ser humano tan deshumanizado en la sociedad actual, presentándonos de esta forma a personajes presumbrosos  que caminan como pesados planetas solitarios o como pesadas locomotoras quejumbrosas de sus metales que chocan dolorosamente en cada paso que los encamina directamente al fracaso y con ello a sus pequeñas muertes, tal vez como una especie de ars moriendi actual y minimalista, quizás como una gran muerte fragmentada que sería la muerte de todos y cada uno.

El autor nos sitúa en este tópico clásico del memento mori, citando en su prólogo al filósofo Epicuro, con la finalidad de dejar en claro que la muerte aquí presentada no es el cese de la vida, sino más bien una muerte con minúscula, un racimo de pequeñas defunciones, y es así como nos dice: 

““La muerte no existe para mí; mientras existo, ella no es, y cuando ella sea, yo ya no existiré”. De este modo resolvía el problema el griego Epicuro de Samos, casi trescientos años antes de Cristo. Plausible posición frente a tan importante tema para nuestra cultura; sin embargo, quien escribe estas letras no participa de ella. Lejos del dramatismo judeocristiano, que observa la muerte como el paso de un estado a otro, siempre implicando la pérdida y el dolor, o la visión griega del acontecimiento, que supone el viaje a un inframundo, el autor de estas páginas miserables considera que el ser humano, y toda la creación, en general, habita con la muerte día a día, y esta no supone necesariamente el cese de las funciones vitales, sino que se presenta de distintas maneras y a cada momento: todo fracaso, toda decepción, todo proyecto inacabado, toda traición, son una forma de muerte”

Pero no debe el lector pretender encontrar aquí sólo la desesperanza, pues como dice el mismo escritor, “Y así como convivimos con la muerte, también cohabitamos con la resurrección, afortunadamente”. Resurrección encontrada, tal vez, en el acto bello de exponer el alma sin temor a los miramientos prejuiciosos que trae el mostrarse fracasado en la empresa, esa desnudez de estar de pronto sin vestimentas y parado en medio de la multitud en la mitad del sueño, que debería llevarnos de pronto a la pesadilla.

Pero la muerte en cada historia no camina ajena a la realidad, pues además de este tópico universal que de pronto podría alejarnos del territorio y de la temporalidad, se encuentra un tiempo y un espacio determinado, cohabitado por personas y personajes, por historias y relatos, por veracidades y verosimilitudes, por realidades y ficciones, una simbiosis que mezcla los discursos poniendo en jaque cualquier división estructuralista y teórica. Los relatos aquí presentes se desarrollan en un espacio conocido y temporal, en un Valparaíso que ha sido tantas veces escrito y descrito, un lugar, en términos Marc Augé, aquel espacio con historia y conocido por el escritor, poblado de significados que van construyendo el entorno del sujeto dentro de la historia. La ciudad de la cual Javier Olivares es oriundo y a la que conoce más allá que cualquier simulacro llamado Patrimonio.

Es cierto que uno no puede escribir de lo que no conoce, pero el lector debe tener cuidado en no caer, con la facilidad que se cae, en la falacia genética, aquello de pensar que estos 20 cuentos miserables son un reflejo o representación de la vida del autor, y es por ello que frente a este peligro, Javier Olivares Ojeda nos pone en recaudo advirtiendo:

“Estos veinte cuentos miserables no son necesariamente autobiográficos, como desde una mirada simple podrían entenderse. He recogido una que otra experiencia personal, noticias aparecidas en el periódico, historias que me han contado, el acontecer nacional e incluso hay un par de narraciones que son enteramente ficticias, sin ningún asidero en la realidad, más que la presentación de un mundo por factible, verosímil.”

Wolfgang Kayser, habló una vez del Asunto, es decir, de aquellos elementos del mundo real, que en alguna u otra medida, inspiraban la creación literaria. Aquí Javier Olivares Ojeda, realiza su escritura sobre la base la pura imaginación, pero también toma estos asuntos de historias vívidas y transmitidas de oídas e incluso de otras encontradas en periódicos y que por curiosas y excepcionales, despertaron el interés de rescatarlas y ordenarlas a través de la literatura, me refiero a relatos como Un gran día, en donde el autor reconoce haber leído hace años una noticia que hablaba de la muerte presentada en esta asombrosa forma, en donde la realidad parece muchas veces superar a la ficción. En palabras de José García Landa: La ficción no es en absoluto una mentira: más bien, tiene posibilidades de una afirmación verdadera sobre la realidad[1]. Por otro lado, la visión aristotélica de la ficción, nos diría, en primer lugar, que, por un lado los lectores suelen confundir la ficción (en este caso, la literaria) como falsedad y las referencias a la realidad que la literatura presenta. Tomando los postulados griegos del arte, no hay literatura que no sea mimética, pero el reflejo del espejo nunca será lo reflejado.

Hay aquí historias de personajes cotidianos, moviéndose en el territorio, realizando el valiente acto de vivir, exponiendo sus empresas y sus decepciones con la belleza que caracteriza al fracaso de la manera en que este autor lo presenta. Cuentos que abordan temáticas importantes en la configuración del Yo, tópicos como la muerte, el amor, la traición, el erotismo, el sexo, la esperanza, el trabajo, la vejez,  la desesperanza, la decrepitud, la humildad, la sencillez, la violencia y otra vez, y por último, la muerte presente en cada uno de estos veinte cuentos miserables. 

 

 

[1] García Landa, José Ángel (1989) Los conceptos básicos de la narratología. Zaragoza: Universidad de Zaragoza.


 

 

 

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