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Plegaria por la humanidad
Cuadernos de guerra. Poesía de Raúl Zurita. Ediciones Tácitas, 2009
Por Pedro Gandolfo
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 6 de Diciembre de 2009
La poesía de Cuadernos de guerra posee una coherencia interna que le proporciona una desgarradora solidez. No es la coherencia del sentido común, ni de la gramática ni de la lógica formal o matemática, sino, más bien, el rasgo de una composición musical, de una fuga quizás, en que ciertos motivos se repiten y remiten variados, en secuencias, se persiguen e infiltran unos en otros, se superponen y suman. Así, el último poema del libro -"Cielo abajo"- parece la conclusión de un irrefutable silogismo que obedece a un orden de razones tan inasible como poderoso. Hay una verdad esencial que no es posible desmenuzar, pero que es extrañamente patente y potente. Quizás es en aquel poema final donde aparece, por única vez, la palabra que sirve de eje y clave de su urdimbre lírica: humanidad.
Raúl Zurita elabora en Cuadernos de guerra un discurso poético de gran aliento moral al extender nuestra responsabilidad (con una sutil conciencia, lucidez y amor) a todos los hombres, a los vivos, los muertos y las generaciones futuras, a la naturaleza y al hombre, a los prójimos y a los lejanos: "Son infinidades de niños, mujeres y hombres que saltan abrazándose con/ los ojos enrojecidos, hijo cargando a sus padres/ en las espaldas, generaciones, pueblos enteros/ que avanzan fundiéndose en el río de la barrosa,/ llorada humanidad que emerge gritando".
El tópico clásico ( Homo sum, humani nihil a me alienum puto ) es revitalizado y puesto al día a través de una secuencia de operaciones del lenguaje emotivas, perturbadoras y altamente significativas. La principal, que sustenta al poema produciendo efectos de hermosa perplejidad y vértigo, es "el desdoblamiento" que experimenta el poeta mismo, el cual es Raúl Zurita (con su biografía y su familia) y, a la vez, no es Zurita, es otro, un niño que estuvo en Hiroshima o es el piloto que lanzó la bomba sobre esa ciudad o el habitante de cualquier otro mundo arrasado en cualquier otra época, es el hijo y también el padre. Esta inestabilidad, esa frágil pertenencia de Zurita "a su mundo de acá" es, a su turno, la fisura que lo comunica con el mundo de todos, mundo en permanente éxodo, en fuga, en huida de la catástrofe y de la guerra. Si hubiese un mensaje que este excelente poemario pone de manifiesto es el de la perenne y oculta proximidad y contemporaneidad de todo: Zurita y la niña Yazuhiko, Valparaíso e Hiroshima, Israel, Japón y Chile, usted y yo. El poeta ve, más que "correspondencias", copertenencias en un mismo y trágico destino personal e histórico, en el cual va quedando, por cierto, envuelto también el lector: la poesía de Zurita no sólo dice, sino que también actúa.
En Cuadernos de guerra reverberan transfiguraciones y metamorfosis pero que no se fijan y petrifican, sino que siguen el temblor y fluctuación del texto poético: en "Little boy" (4), el poeta-niño regresa del colegio cruzándose con grupos cada vez más numerosos "con horribles quemaduras y labios derretidos" (porque las bolas de nieve de una inesperada nevazón en Santiago se van convirtiendo en piedras y fuego), pero encuentra su casa en pie -la única- y a su abuela y madre que lo esperan sonrientes: "Me pregunta que cómo estuvo el colegio. Siento en mis ojos el flujo/ inmemorial de las lágrimas y lloro con frío abrazándola". En cambio, al final, el niño, en segunda persona ahora, señala: "Tú también gritas, tú también chillas pegado a la/ ventana de una casa en medio de la tierra/ devastada. Empapado golpeas con desesperación/ los vidrios y los cantos resuenan cada vez más/ fuerte. Tu madre se acerca a la ventana con el/ niño de días en los brazos y mira, sus ojos/ se cruzan con los tuyos. No te ve. No puede mirarte".
Uno de los aspectos que se deben considerar en este poema es su prodigioso ritmo, el cual no sólo se plasma en cada verso (cortes, acentos, alargues y demoras propios de la voz poética de Raúl Zurita y que aquí de nuevo son reconocibles), sino en la composición del poema entero, cuyo orden, reiteración y variación de motivos está dispuesto con precisión y, a la vez, originalidad. Una de las imágenes mayores -un "tropo" interno de la obra- es la del mar que se abre y el posterior éxodo: "las espumeantes murallas/ se elevan dejando ver entre ellas la lejana línea del/ cielo/ y abajo los contornos de la interminable/ multitud que avanza poco a poco, con torpeza,/ como si caminasen sobre los restos de una ciudad/ completamente arrasada". Esta imagen, de origen bíblico, es intensa y gradualmente elaborada en el poema, de modo que se puede ir leyéndolo mecido y estremecido por su universalidad moral y por el vigor de su fuerza expresiva.