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Sobre Chile

Raúl Zurita
Revista Qué pasa. Septiembre 2010


Chile es un milagro, o si la palabra no gusta, una cortesía de la naturaleza. Y, en efecto, habría bastado que la cordillera de los Andes estuviese unos kilómetros más al oeste o que la cota del Pacífico fuese unos metros más alta para que esta estrecha cornisa no existiera. Sin embargo existe. Algo o alguien quiso que hubiese un pueblo más sobre la Tierra, una voz más para que dialogase con la pluralidad de los otros pueblos y desde allí con todo lo existente. Es así, somos esa voz, y sin embargo descreo de los discursos patrióticos, de las caracterizaciones nacionales, de los bicentenarios. Los seres humanos no somos mucho más que distintas metáforas de lo mismo y todos, más o menos, somos semejantes en nuestras angustias y miedos, en nuestra necesidad de amor, en nuestra perplejidad frente a la muerte. Más allá de una determinada forma de hablar, ese acento inconfundible que irrumpe abruptamente en la sala de embarque de un aeropuerto extranjero cuando regresamos, no existe un dato común o una identidad, algo equivalente a la escama para los peces, que caracterice aquello que denominamos lo chileno. Las características de las que solemos prevalecemos: la solidaridad, la disciplina, la perseverancia, el valor, son, en el mejor de los casos, construcciones tardías del sueño o de la nostalgia, y en el peor, una suma de slogans estratégicamente adormecedores cuyos fines no son distintos a los que han empleado desde siempre los poderes para borrar toda posibilidad de crítica. En todo caso, sea cual fuere el listado de virtudes y defectos que escojamos para describirnos, esas virtudes o defectos les atañen a individuos particulares con la misma frecuencia o excepcionalidad con que podemos encontrarlos en Argentina, en Turquía o en España. Nuestros héroes como nuestros asesinos no difieren mayormente, y de cualquier forma los cincuenta últimos años de nuestra historia bastarían para desmentirnos de cualquier ilusión respecto a superioridad cívica o democrática. Por otra parte, no se necesita ser un marxista duro para saber que un pobre de Chile se asemeja mucho más a un pobre de México, de Brasil o de Ucrania que a un potentado chileno, como los mineros de Chile y de Bolivia tienen infinitamente más rasgos en común que aquellos que comparten con los dueños de las minas. Esas semejanzas y diferencias retratan la historia de un mundo que, mucho antes que la globalización de Google, conoció la globalización del hambre, mostrándonos que más fuerte que las fronteras entre las naciones es la frontera de las carencias. No es entonces que no exista lo chileno: lo que repugna de los festejos, natalicios, bicentenarios o fiestas patrias son los estereotipos, esas estampas multicolores que quieren inventarnos una alegría que muchos sencillamente no sienten. Una voz o un aliento anclado en lo más profundo de lo humano nos habla de otros territorios, de otros amores, decepciones y esperanzas, más fuertes que todo presente y que es lo que queremos reconocer cuando reconocemos los rasgos difusos de una costa acantilada que se levanta en el horizonte. Entonces comprendemos que no existe la patria, que lo que existe es el amor a la patria, a unos rasgos, a un rostro que reconocemos como nuestro y que nos hace llorar en el exilio y en la distancia.

 

 

 

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