Antologia "Sobre
Poetas Jovenes chilenos"
(Introduccion)
"El baile
de los niños"
Por Raúl Zurita
El Mercurio,
Artes y Letras, Domingo 18 de abril 2004
Posiblemente una de las cualidades más crueles y fascinantes
de la poesía es que ella no tiene ninguna otra posibilidad
que la de ser extraordinaria. La poesía mala o mediana sencillamente
no existe. Una novela tiene, por último, la expectativa de
la trama, un poema no. Nada hay en él que pueda
detener a alguien si no es por su absoluta maravilla. Así un
autor que descubriese hoy de nuevo el caligrama o el poema concreto
haría algo probablemente legítimo o gracioso, pero no
despertaría en un lector -y esto en un lector con bondad- más
que un gesto de compasión e instantáneo olvido. Un poeta
o un poema extraordinario suspende y borra a sus precursores y anula,
al menos por un tiempo, el porvenir. Si hoy se puede hablar de una
poesía chilena es porque ella corrió el riesgo total
de la nada y emergió de esa nada.
No es una temeridad afirmar que la poesía ha sido el arte
mayor de Chile y que su abrupta aparición constituye uno de
los fenómenos más sorprendentes de la escritura del
siglo XX. Como suele suceder con la historia de las poesías
nacionales poderosas, ella no surgió como resultado de un desarrollo
calmo y continuo sino que, al contrario, a través de verdaderos
terremotos, de cataclismos que ponen en cuestión todo lo anterior.
Así, en un lapso no mayor de 15 años en la primera mitad
del recién siglo pasado y sin que nada las hiciesen presagiar,
aparecieron obras tan rotundas como las de Gabriela Mistral, Vicente
Huidobro, Pablo de Rokha y Pablo Neruda.
Cada una de ellos realiza un gesto de radicalidad extrema: levantar
poéticas totales, nuevas, llevadas hasta el límite de
sus consecuencias, donde el mundo parece ser refundado permanentemente.
En los cincuenta otra escritura radical: la antipoesía de Nicanor
Parra, junto con plantearse la antítesis de las formas anteriores
reformula con un proyecto igualmente
extremo el itinerario de lo hasta entonces leído.
Estos autores singularizan la poesía chilena separándola
de aquella escrita en las otras provincias del castellano y, fuera
de poetas de la magnitud de César Vallejo, Federico García
Lorca y no muchos otros, es poco lo que podría añadirse
en la mejor poesía en castellano del último siglo. Está
claro que para toda literatura la patria original es el idioma y que
frente a eso carece de toda importancia la nacionalidad o el territorio
en que fue escrita, sin embargo, es la eminencia de una globalización
que puede resultar arrasadora la que hace que la particularidad de
la poesía en Chile
adquiera un realce a la vez trágico y esplendente.
Esa particularidad no es en sí explicable, pero quizás
tiene que ver con una constatación: Chile mucho antes de ser
un país fue un poema. Eso es lo que significa La Araucana de
Alonso de Ercilla; y ella en última instancia nos señala
que, no se sabe si como un atributo o como una tragedia,
carecemos de otra historia que no sea la historia de nuestra poesía.
En todo caso, lo cierto es que todo lo escrito en nuestra lengua con
posterioridad al siglo de oro y a la épica de Ercilla fue literalmente
borrado y esto porque nada hubo en el castellano de los últimos
trescientos
cincuenta años, ningún autor, ningún poema, ninguna
obra, que pueda explicar la gran poesía que emergió
en estos territorios. La distancia que media entre sus creadores y
los demás no es menor a la que media entre Dante y el resto
de sus precursores del stil nuovo o entre Shakespeare y
los otros representantes del teatro isabelino. De nuevo el asunto
central es que la poesía no existe si no es extraordinaria
y Tala de Gabriela Mistral, Los gemidos y Canto del macho anciano
de Pablo de Rokha, Altazor de Vicente Huidobro, Residencia en la Tierra
y Canto General de Pablo
Neruda, Poemas y Antipoemas y Obra Gruesa de Nicanor Parra, los poemas
más clarividentes de Oscuro de Gonzalo Rojas (y por supuesto
Trilce del peruano Vallejo), representan algo de una magnitud no abordable,
que no puede predecirse sencillamente porque, al igual que con Shakespeare
y el inglés, con Homero y el griego, con el italiano y Dante,
nada existe en un idioma
ni en un ser humano que pueda contener siquiera la posibilidad de
que esas obras hayan sido escritas. Y sin embargo fueron escritas.
Esta poesía ha emergido así a través de esas
irrupciones bruscas durante períodos concretos de tiempo, que
han afirmado de una u otra manera lo que se puede entender por una
tradición. La nuestra pasa por las obras nombrados, sus antecedentes
se encuentran en otras literaturas y su
continuidad no se produjo a través de nuevos poemas sino en
lo que años después fue la novela hispanoamericana.
Fueron los narradores: García Márquez, Rulfo, Lezama
Lima, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Donoso, Onetti, quienes
continuaron con la vastedad del aliento que inauguró esa
poesía. Así obras como Pedro Páramo, Cien años
de soledad, Paradiso, Rayuela, La casa verde, junto con mostrarnos
la unidad fundamental de toda gran literatura, se constituyeron en
los nuevos poemas evidenciándonos de paso que en poesía,
que en la escritura en general, no es infrecuente que a un movimiento
pletórico le suceda un período de infertilidad, de empequeñecimiento
y vacío.
Inmensa variedad
Es lo que a grandes rasgos sucedió después de la antipoesía
parriana. Nada hace presagiar el nacimiento de una poesía nueva
hasta que se está frente a ella y la constatación de
ese hecho se ha vuelto hoy impresionante. Hablaré entonces
de la irrupción en los últimos años de una poesía
cuyos autores no estaban contemplados. Mejor dicho, que surgen cuando
de un modo mucho más visible que medio siglo atrás todo
en la sociedad, en el mundo que vivimos, en la cultura, nos estaría
mostrando que la poesía es hoy un acto imposible. La constatación
es tajante: en el último tiempo ha irrumpido en Chile un increíble
número de poetas notables, ninguno de los cuales supera
los 32 años, cuya fuerza y originalidad sólo puede remitirnos
a los poetas inaugurales. Decíamos que al menos por un tiempo
todo gran autor anula el porvenir y en cierto sentido asesina a sus
sucesores. En la poesía chilena ocurrió exactamente
eso. Se trata entonces de un corte fulminante y nítido: ese
tiempo ha tocado a su fin y los pocos y extraordinarios poemas que
surgieron poco antes (como los irradiados Sea Harrier de Diego Maquieira
o el Chile de la descollante poesía de José Ángel
Cuevas) pueden ahora ser revisitados también como anuncios.
Lo que estos jóvenes poetas han traído es una potencia
nueva y una nueva certeza. No la certeza en un mundo que finalmente
debía prevalecer, como en el Canto General de Neruda, sino
la certeza en la radicalidad del poema precisamente en un mundo que
ha sentenciado la muerte de la poesía.
Hay más, pero por los que hasta ahora conozco ellos son: Javier
Bello, Edmundo Condon, Carlos Baier, Juan Paulo Wirimilla, Germán
Carrasco, Rafael Rubio, Andrés Anwandter, Alejandra del Río,
Rodrigo Rojas, Lila Díaz, Damsi Figueroa, Rosario Concha, Marcelo
Guajardo, Gustavo Barrera, Julio Espinoza Guerra, Jaime Bustos, Benjamín
Aguayo, Elizabeth Oria, Héctor Hernández Montecinos,
Paula Ilabaca, Diego Ramírez Gajardo, Pablo Paredes, Alexia
Caratazos y Luisa Rivera. Su diversidad es inmensa, no hay una estética
ni un discurso dominante y son muy distintos entre sí. Las
imitaciones a Parra están por el momento borradas y vuelven
a plantearse obras totales, abarcadoras y de un riesgo sumo. Es una
poesía que en muchos casos integra
el poder de la oralidad, como si ser leídas frente a grandes
públicos - al igual que en los conciertos rock- fuese inseparable
de su escritura. Por otra parte, la amplitud de experiencias que abarcan
es igualmente asombrosa, como si por segunda vez en un arco no mayor
de quince años, hubiese surgido de golpe un mundo no antes
escrito y que continúa expandiéndose en una generación
de poetas más jóvenes aún, todavía adolescentes,
como las impresionantes Alexia Caratazos y Luisa Rivera.
Las formas son múltiples y, refiriendo apenas algunas, van
desde la poesía desbordante, alucinada, de uno de los más
grandes poetas de esta época: Javier Bello (oírlo además
es una experiencia alucinatoria), hasta la contención máxima,
lacerada, del admirable Tanatorio de Edmundo Condon. Puede tratarse
de un lirismo del yo que, asumiendo a Alejandra Pizarnick, roza la
iluminación como en Lila Díaz, Damsi Figueroa y Rosario
Concha o de la escritura étnica de Juan Paulo Wirimilla. Va
desde el coloquialismo rapeante de los mejores poemas de Germán
Carrasco hasta la poesía ortodoxamente métrica, clásica,
de Rafael Rubio (quien al recuperarla le
otorga una tonalidad completamente nueva, febril y enloquecida). Se
encuentra la nueva épica de Marcelo Guajardo y el tono de un
inesperado Saint John Perse en Carlos Baier. Entre los más
jóvenes están las experiencias del hibridismo llevado
a sus consecuencias extremas, orgiásticas, disolutorias, de
los deslumbrantes poemas de Héctor Hernández Montecinos
y Diego Ramírez Gajardo, la referencialidad rotunda y nueva
de Pablo Paredes, y la poesía vanguardista, sorprendente, que
retomando los temas de la pubertad da cuenta de una nueva forma del
poema (y de la pureza) de Alexia Caratazos (1985) y Luisa Rivera (1987).
Cada uno de ellos representa una escritura urgente y única
y, al mismo tiempo, hay en el conjunto - en la cantidad de poetas
nuevos, en la contundencia de sus lenguajes, en la irrupción
definitiva de grandes poetas mujeres- un efecto total, algo así
como si colectivamente se estuviesen escribiendo otra vez los Cantares
de Ezra Pound o una impensable Commedia. Esta irrupción está
queriendo decir algo. Nada existe, decíamos, en el mundo que
ha emergido que pudiese favorecer la aparición de esta poesía
y ella sin embargo plenamente está aquí, como si lo
que quisiera dejarnos entrever fuese el centro de una profunda incomodidad,
de una extrañeza que lo social está hoy menos que nunca
en condiciones de responder porque sus sueños (como sus pesadillas)
no encuentran ni en la política, ni en la cultura, ni en la
economía, seres sociales que las encarnen. La poesía
que emerge - vasta, desollante, irremediablemente bella- en Chile
está cumpliendo con el vaticinio de ver constituirse un mundo
que no se ha querido. Ellos representan la deserción del suicidio
(la pérdida de su aura), la travesía de un infierno
mudo y sin palabras (el Chile de hoy jamás podría
pensarse a sí mismo como un infierno) y nos muestra el nuevo
sujeto que surge desde el fin de lo social, o si se quiere, del fin
de lo social tal como fue entendido en Latinoamérica hasta
las postrimerías del siglo XX.
Así como Ercilla definió un poema que mucho después
sería un país, la poesía que aquí se está
escribiendo nos traza el esbozo de algo que inevitablemente será
el mundo, es decir, nos traza el itinerario de la nueva forma con
que se entenderán los hombres y por ende nombra una ciudad
nueva. En síntesis: nombra algo que emergerá, que no
tiene otra posibilidad que la de emerger. En uno de los poemas más
superlativos de esta nueva saga: Baile general de los niños,
el joven poeta Diego Ramírez Gajardo le responde al Canto General
de Neruda con la imagen de una resplandeciente noche, de un baile
cuya alegría es proponernos la construcción de un nuevo
deseo y de una nueva ternura. Al final - apelando a una imagen que
es en sí un futuro- le pide a la historia general de Chile
que aprenda a bailar con él. Es la única esperanza.
En medio de la muerte de la poesía, la contundencia de la nueva
poesía chilena está siendo escrita para mostrarnos esa
única esperanza.
* * *
Este artículo
forma parte de la "Antología de la nueva poesía
chilena", seleccionada por Raúl Zurita y que será
publicada próximamente por LOM.