LOS POEMAS MUERTOS
Raúl Zurita
Es sólo el anticipo de una derrota inminente. He descrito
esa imagen antes: la de los rostros de todos los que has amado dibujándose
en el cielo. No sobre las bóvedas de las grandes catedrales
modernas: los bancos o las estaciones de metro, sino en el cielo.
Inmensos retratos trazados por aviones con líneas de humo blanco
que se recortan contra el azul sobre el horizonte para luego deshacerse.
Me he sorprendido incluso pensando en los ingenieros y las técnicas
que se requerirían para realizarlo, en los financiamientos
y en los nuevos Medicis de un mundo por venir. De una tierra reabierta
donde esos dibujos trazados en lo alto por decenas de aviones al unísono
irrumpirían por unos instantes con un silencio infinitamente
más vasto el ensordecedor ruido del presente. Luego se evanescerían
en el viento. He llegado a imaginar que esos gigantescos murales suspendidos
son también lo que se entiende por dimensión americana.
Es un sueño y no: no esculpimos el Moisés ni
la Pietá, no nos fue dada la cúpula de San Pedro,
pero están los Andes, la vastedad del Pacífico y los
glaciares, la visión del desierto de Atacama transparentándose
frente al océano.
Es eso: no pintamos el Juicio Final, pero nos tocó el
color de los desiertos –el color más parecido al de nuestras
caras- y de pronto, casi como si fuera una locura la que mira, me
ha parecido ver tan nítidamente los dibujos de esas caras dibujándose
en el cielo, que he llegado a sentir que mi carne que envejece, que
mis nervios, que mis brazos y piernas son ocupados por la fuerza del
viento, por las mareas y las rompientes y entonces sí; me parece
que esas figuras me hablan y hablo con las rocas
y las olas, con las flores y los árboles, y que no soy yo sino
algo parecido a un parto, algo que se golpea modelando los arrecifes,
los acantilados, la línea de las montañas. Si en definitiva
no me he extraviado del todo me gustaría creer que quizás
una ínfima parte de eso, tan sólo un átomo, es
lo que fue imaginado en el cielo aún posible de la Sixtina;
algo así como una gran imagen de la desdicha compensada por
la furia del amor tallando la piedra.
Como decía, es un sueño y no. La muerte es un hecho
inminente y me emociona saber que yo seré el único que
habré visto esos dibujos en toda su demencia y belleza. Es
ese trazo final de la muerte, su composición, que deshacerá
las figuras dibujadas en el cielo igual que el viento, pero que las
deshacerá dentro de mí, sin que ningún
otro las vea, lo que paradójicamente me hace sentir que todos
somos uno. Que lo humano es esa infinidad de poemas, de epopeyas ciegas
y cantos, de imágenes extremas que existen únicamente
para ser contempladas por un único espectador y que morirán
con él. Es como si el mundo entero entonces no fuese otra cosa
que el cúmulo incontable de imágenes jamás dichas,
de novelas jamás escritas, porque su belleza era demasiado
rotunda para ser contemplada por algo más que no fuese un ser
solo.
No hemos sido felices, es posible que esa sea la única frase
que podamos sacar en limpio de la historia y la única razón
del por qué se escribe, del por qué de la literatura.
Es ese trazo entonces, esa corrección de la muerte, la que
le otorga a la poesía su carácter desmesurado y su enloquecedor
silencio. Es nuestro silencio. Vivimos en la época de la agonía
de las lenguas y los poetas hoy son aquellos seres a los que les ha
tocado el papel de cargar con sus poemas muertos para dejarlos frente
a las orillas de un océano que estará o no estará,
que esas palabras muertas cruzarán o no cruzarán, pero
que nos otorga el extraño privilegio de experimentar, como
quizás nunca se había experimentado antes, que desde
el primer texto que se haya escrito, desde la Epopeya de Gilgamesh
en adelante, sean cual sean las estructuras, los puntos de vista o
los personajes que involucre una novela, una epopeya o un drama (muchedumbres
como en la Iliada o el Mahabaratta o un solo hombre
como en los poemas de Giuseppe Ungaretti o Kavafis), toda obra literaria
es siempre un monólogo.
Es lo que pareciera querer decirnos desde el comienzo los millones
de millones de poemas fabulosos, de cantos alucinados e increíbles,
de interminables rapsodias y frescos contemplados también por
incontables seres solos y destinados a desaparecer con ellos. Pero
eso también fue representado y su summa son los testigos
muertos de la Divina Comedia. Allí el poema les muestra
a ese otro sueño que somos: a sus lectores de hoy, que esa
sed de Otra mirada, de Otro rostro, de Otro lector, sólo puede
ser colmada por Dios, pero que el rostro de ese dios tiene el color
del semblante humano. Es lo que se muestra al final del Paraíso
preanunciando de paso la declinación del cristianismo y su
ausencia final. Vuelvo a ver entonces las caras trazándose
con líneas de humo blanco en el cielo azul y es el mismo viento
que las borra como si yo también despertara de ese largo periplo
por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, sólo para
comprobar que lo que vio Dante al final no fue Dios sino su propio
rostro, es decir, el color de la faz de lo humano y su infinita soledad.
Si la Divina Comedia nos atañe todavía, en este
tiempo, es porque es el poema máximo de la soledad, el más
desgarrado y conmovedor. Esta es la soledad: escribir algo tan colosal,
tan enorme –ni más ni menos que escribir una travesía
por lo que está desde siempre fuera del lenguaje, por la muerte-
sólo para escucharle decir a su amor, a Beatriz, las cosas
que ella jamás le dijo. Y escuchárselas decir de tal
forma que pareciese que no es él mismo el que se las está
diciendo.
Porque una existencia entera no basta para el instante en que declaremos
nuestro amor a nuestra definitiva derrota y me ha parecido que ese
instante a la vez perpetuo e irreparable, es el territorio que, como
los muertos de Dante, una y otra vez nos ha sido asignado. Es como
si debiéramos cruzarlo todo; cada sombra y su infortunio, cada
pedazo de nuestra carne, condenados a seguir algo que son nuestros
propios rictus y ademanes, nuestros gestos de pasión o de soberbia.
Porque al final, lo que conmociona de un hombre no son sus sentimientos
sino sus rictus, esos movimiento casi imperceptibles que poco a poco
se van grabando en las comisuras de los labios, en los párpados
o en el simple crispamiento de las entrecejas y que no se resignan
a morir con nuestros rostros que mueren. Presos de un insomnio inacabable,
los personajes de Dante están en el lado de los muertos porque
son sus ademanes físicos, sus tics, sus gestos, mucho más
que sus crímenes o sus grandes traiciones, los que les han
sobrevivido. Lectores a destiempo de un mundo a destiempo, cada uno
de nosotros es el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso de esa
eternidad perdida.
Lo que este poema pareciera todavía intentar decirnos es que
en esta vida no nos cabe toda la vida, que una vida entera no nos
basta para declarar nuestro amor o nuestra definitiva derrota. Que
es preciso el trazo de la muerte porque ese es el único encuadre,
la única toma, que puede hacer de cada instante de nuestras
vidas, de cada imagen borrada y de sueño de las que nos tocó
ser los únicos espectadores, las obras máximas que la
violencia de la historia nos niega. Sin embargo, mimetizados también
entre los resplandores fúnebres que acompañan este nuevo
milenio –resplandores que nos hemos empeñado en llamar progreso-
de tanto en tanto, como si sus mismos sonidos viniesen sobreviviendo
desde un tiempo indiscernible, todavía es posible escuchar
las notas de una piedad que se niega a apagarse sin antes haber marcado
sobre nuestros rostros –y quizás para una nueva sobrevivencia-
el rictus de su compasión y de su misterio. Duramente entonces,
levantando una vez más las caras aplastadas contra los granulosos
pavimentos, a esa piedad por cada detalle del mundo es a lo que llamamos
el Poema.
Pero el lenguaje agoniza y esos poemas son nuestros poemas muertos.
El papel entonces del poeta contemporáneo es cargar con sus
poemas muertos y nuevamente es una imagen: la de miles y miles de
figuras que desde distintos lugares avanzan a trastabillones entre
los bocinazos de los automóviles, entre el ensordecedor ruido
de los mass media, entre las rutilantes imágenes de la publicidad,
cargando con los bultos de sus poemas muertos para dejarlos en una
playa que tal vez esté o no esté, frente a las orillas
de un mar que estará o no estará, y regresar una y otra
vez con esas cargas muertas en las espaldas mientras alguien desde
las murallas de una ciudad eternamente sitiada y eternamente destruida,
alguien causante de todas las desgracias y por ende de todos los cantos,
los observa describiéndoselos a un Príamo también
imposible, fantasma entre los fantasmas, que la toma por los hombres
arropándola.
Son miles de siluetas que avanzan sobre la playa a duras penas: uno
de ellos es un Homero negro de una diminuta isla del Caribe, otro
es un joven mexicano de Tabasco y a su lado un peruano que vive en
Arequipa, el más anciano es Parra, hay otros que vienen de
Irlanda y de África, otros de regiones montañosas y
sangrientas, Albania, que cantan las sagas de guerreros ciegos montados
sobre corceles ciegos que rodean atacando con sus lanzas a un rey
muerto que llora porque no puede levantarse de su tumba para enfrentarse
a ellos, otro soy yo, y avanzamos en silencio dejando nuestros propios
despojos allí cruzándonos con los que regresan para
volver a buscar sus nuevos restos. Ese es el radical exilio de la
poesía y el silencio que rodea en nuestra época a los
grandes poemas, a los grandes poemas muertos que hoy continúan
escribiéndose, no hace sino reiterar esa agonía general
de las lenguas donde la poesía es el arte más frágil
porque es lo primero que muere con las palabras que mueren, pero que
también es el más poderoso porque es el único
que puede levantar desde su muerte la imagen interminablemente borrosa
de otra playa. De otra orilla que de nuevo puede estar o puede no
estar y donde otros seres, también difusos e improbables, miran
dibujarse sobre el cielo los mismos rostros que sobrevivieron sólo
por el amor en nuestra memoria. Esos otros que quizás estén
o no estén al otro lado, en la playa de un mar que tal vez
exista o no exista, que quizás respondan o no respondan, que
quizás ensayen las exequias de los poemas muertos o que quizás
no las ensayen, es también a lo que desde aquí podemos
llamar el Lector.
Imaginamos entonces un rey muerto que llora porque no se puede levantar
para defenderse porque en rigor, la belleza de nuestros poemas muertos
radica sólo en el hecho de que nos libera de la tarea de tener
que comprobar que esos bultos que vamos dejando en esa playa improbable
somos nosotros. Más aún, que si los poemas existen es
porque un cúmulo incesante de conmociones inútiles nos
ha puesto en la encrucijada de elegir entre simulacros, entre sombras
de sombras y de escenas repetidas hasta la extenuación como
si el mundo no fuese más que una serie de borradores y de intentos
porque la obra, la definitiva, está en el mejor de los casos
escrita desde siempre en un par de lugares comunes y, en el peor,
en las exigencias de un evangelio que jamás podremos cumplir.
Más allá de la típica arrogancia de los indefensos,
los poetas eligen ser la humildad de ese lugar común que significa
que sólo de vidas a medias, de pasiones sofocadas por pudor,
puede levantarse la fulguración de una Beatriz, de la sombra
de una Helena sobre las murallas eternamente destruidas y de la nada.
Escribir es la constatación simple de esa persistencia. En
sus pasiones contrahechas y anónimas también millones
de millones saben que su devoción es el rasgo que le da la
eternidad a la tierra, pero sólo ellos lo saben, por eso sueñan
y ensayan conversaciones impresionantes antes de dormirse con seres
lejanos en diálogos siempre perfectos, donde los amores imposibles
o las barreras de la distancia o de la muerte dejan de ser vallas
infranqueables. Pero hemos leído eso, ya lo hemos escuchado:
está en el más grande poema de la soledad. Ese poema
nos narra una playa y luego la frase de un posible comienzo. Es el
comienzo del Purgatorio. He imaginado esa playa y luego el monte,
he escuchado ese “Que renazca la muerta poesía”.
A esa playa posible o imposible es a lo que me refería. Pero
en verdad no hay misterios porque todos podemos comprender, en alguna
parte de nosotros mismos, el amor que muere. Todo ser humano experimenta
lo más cercano a su propia muerte cuando un ser por él
adorado muere. La crónica cuenta que Dante vio dos veces fugazmente
a Beatriz y son también dos caras que se miran desde las ventanas
de dos trenes que van en sentido contrario detenidos por un instante
en una estación de metro. Ese cruce de miradas es el tema de
la Divina Comedia. Todo lo demás es especulación,
equívoco, crítica literaria. Todos escribimos en un
instante algo tan vasto como el poema dantesco cuando nos miramos
con el otro. Todos cruzamos el Infierno cuando el otro se muere. Todos
imaginamos un Purgatorio donde seremos exculpados del pecado inexcusable
de la soledad, todos volvemos al Paraíso cuando imaginamos
que esa cara muerta ha vuelto para hablar con nosotros, para decirnos
lo que siempre quisimos oír y que no nos fue dicho.
Esas son las caras que he imaginado dibujándose sobre el cielo.
Emergerán o no emergerán entonces los nuevos seres que
desde la playa de otro Purgatorio sentenciarán o no sentenciarán
el renacimiento de la muerta poesía. De una nueva belleza que
recogiéndose desde el fondo de algo que también somos
nosotros mismos, nos haga ver la arrasadora plenitud de esta tierra
que nunca nos ha necesitado. Que no necesitaba un ápice de
nuestra violencia ni de nuestra maravilla. Pero si hablamos de la
tierra, de los paisajes, de las obras instaladas en ellas, de lo que
se está hablando es de la certeza de que en una sola imagen
de los nevados, del Pacífico o de los desiertos: Atacama, Sonora,
está contenida más alma –más alma humana- que
todas las construcciones que pueda exhibirnos la historia. Los dibujos
sobre el cielo, los rostros que imagino tendidos de lado a lado del
horizonte nos mostrarían ese hondor de nosotros mismos donde
la pasión que erigió las cordilleras, las grandes costas,
las rompientes, es la misma que levantamos nosotros al ejercer el
sueño, el dolor y el abrazo. Es nuevamente la dimensión
americana. Y es entonces cuando las veo, cuando veo cada silueta dibujada,
cada detalle, cada cara recortándose sobre el cielo e imagino
entonces que si la cordillera de los Andes existe es porque es la
cordillera de la compasión, que si el Pacífico existe
es porque es el Pacífico de la piedad. En uno de los ángulos
del Juicio Final, Miguel Ángel pintó su propio rostro
como un pellejo vacío, como una máscara de piel. Lo
que pintó en realidad fue una condena: arrasados de amor y
de las futuras miserias los artistas que vendrán deberán
retomar ese cuero seco, inyectarle de nuevo sus facciones y tenderlo
sobre el horizonte para que todos los rostros vacíos de esta
tierra vuelvan a mirar el cielo recuperado de sus rasgos.
Decía que es un sueño y no, en el tiempo de la agonía
del lenguaje y de la absoluta supremacía de la superficie,
el autorretrato vaciado de Miguel Ángel representa una profecía
cumplida y al mismo tiempo un posible vislumbre del por qué
de la sobrevivencia de la poesía. La imagen es dura: ella morirá
y morirá y morirá incesantes veces porque mientras haya
un solo ser humano que sufra la poesía continuará siendo
el arte del futuro. Y es posible, porque el fin y al cabo es el mismo
sueño y la misma locura: la furia del amor golpeando las piedras,
la que esculpió las cordilleras, el mar y el deseo humano.
El deseo de ver las caras de todos los que amas retratados sobre el
horizonte. Luego vendrá la noche y quizás las estrellas.