Los Poemas Muertos. Raúl Zurita, México, 2006.
Una poética al borde de los idos
Por Sergio Rodríguez Saavedra
En Los Poemas Muertos (Ácrono Producciones y Libros del Umbral, México, 2006), Raúl Zurita vierte en palabras aquellas reflexiones que han marcado su forma de ver la poesía durante las últimas dos décadas. En un pequeño formato, este ensayo, esta-triada unida por el motivo más clásico de la historia del hombre, 
verbaliza una visión de la crisis de la palabra hasta dar con la opción de dejar esta carga, que Zurita imagina como los bultos de los poemas muertos que los poetas han depositado en una playa, para que puedan o no, atravesar el océano y alguien pueda o no abrirlos a la vida. Así entonces el creador se transforma en un portador de la muerte hasta que otro, finalmente, logre despertarla.
Sin duda conmueve más allá del análisis que contiene tanto su dolor como su esperanza, pues una voz que revisa desde el verso inicial de la Ilíada hasta el Omeros de Walcott, es también una voz que deja su alma en el tiempo, y esa entrega, ese hálito que creíamos propiedad de otro siglo u otro lugar, se hacen ahora nuestros. Y entre cada párrafo, cada fragmento de lo escrito, aparece como un fantasma la propia carga del autor, su dolor, su sueño, sus rostros queridos desaparecidos en el horizonte.
Estamos hablando de un componente más del discurso zuritiano, pero una pieza que ajusta el engranaje de los textos porque es la piedra angular de su poética. Aquí nos desplazamos de la crítica formal, soportes de admiraciones más doctas que reales, como la de Ignacio Valente en los 80, que situaban sus textos en el lobby del clasicismo, dejando el imaginario americano, la tradición precolombina, el animismo del paisaje, como un telón de fondo que acompañaba el gran descubrimiento formal. Porque en este trabajo, debo decir, uno de los más bellos escritos llegados a la mesa del lector, son una constatación que nadie lee mejor su tierra que el que nunca de ella se fue: "Es un sueño y no: no esculpimos el Moisés ni la Pietá, no nos fue dada la cúpula de San Pedro, pero están los Andes, la vastedad del Pacífico y los glaciares, la visión del desierto de Atacama transparentándose frente al océano". Hace tiempo, quizás hace demasiado silencio que un autor chileno no se metía a lidiar con el pensamiento occidental, que aguardábamos callados frente a los muros, que no construíamos un caballo de batalla con madera: "Es el final de la Ilíada, y el comienzo de lo que denominamos historia.
Si ese final es emocionante lo es, sobre todo, porque nos dice que la historia a la cual de una u otra forma nosotros también pertenecemos se inicia con un funeral. Lo otro que nos muestran esas exequias es que somos tan descendientes de Hornero como los griegos o los latinos", y cuando hablo de pensamiento, es eso, sentirse parte de una tradición, pero además saber de cuál y por qué: "El Dios bíblico pareciera haber emergido del jadeo humano, de la sucesión interminable de sus abrazos, traiciones, castigos y reencuentros. Es un Dios jadeante porque las vidas humanas lo son. O bien, los hombres en sus vidas van repitiendo el jadeo de Dios. Eso es estar hechos a su imagen y semejanza." Es sin duda ésta una obra compleja, por cuanto su síntesis nos obliga a continuar y, porque un texto que sube a su espalda el pensamiento y la poesía, corre el riesgo de no saber para cuál lado queda el mar, sin embargo, me animo a especular que tras la crítica vendrá el diálogo y tras ella, la compensación. Podrán arguirse muchas opiniones que dejarán a Raúl Zurita, nuevamente, en las patas de los caballos, pero cuando estás asistiendo a las exequias de Héctor, el domador, nadie podrá negar que se ganó la presencia con sus palabras en la arena.
