Los excluidos
Raúl Zurita
REVISTAUDP, N°5. Julio de 2007
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EL TÍTULO DE ESTA COLUMNA ES EL DE UNA DESCUARTIZADORA NOVELA de Elfriede
Jelinek. Lo recordé a propósito de un nuevo evangelio que se está abriendo paso en nuestro mundo: el de la meritocracia. Hay una lógica del desastre, y es la de oponerle conceptos que hagan de ese desastre algo menos evidente y que, incluso, pueda aparecer como un triunfo. Es el papel de esta nueva palabra. Su rostro contrahecho es la cancelación de más o menos cuatro mil millones de personas que sobran en ese evangelio, es decir, más o menos África entera, las cuatro quintas partes de América Latina y, claro está, buena parte de los chilenos.
Tanto la aparente racionalidad de este evangelio como el discurso bien pensante que lo ampara a duras penas logran disimular su dependencia de los nuevos poderes, su lógica profundamente discriminadora y, más allá de las buenas intenciones, su inevitable fascismo. No basta la contundencia de los hechos, como, por ejemplo, que hayan sido precisamente meritócratas, gente emprendedora, eficiente, que sortearían con éxito todos los tests de inteligencia, quienes arrojaron la bomba atómica, inventaron las cámaras de gases y crearon las tecnologías que han llevado a nuestro planeta al borde de un colapso ambiental. No, por supuesto que a los nuevos evangelizadores eso no les basta; están tan embobados con sus buenas conciencias y su papel de paladines de las virtudes que una sociedad de libre mercado impone, que no alcanzan a sospechar que la discriminación en nombre de construcciones tan dudosas o equívocas como inteligencia, voluntad o talento, con las que suele hoy caracterizarse el llamado mérito personal, es tan cruel, perversa e injusta como la discriminación por raza, linaje familiar o rasgos físicos. No hay ninguna diferencia. Ser intelectualmente bien dotado o poseer lo que se llama "espíritu de superación", por ejemplo, son tan méritos personales como medir un metro noventa o tener los ojos verdes.
Hay un enorme equívoco, una deformación monstruosa que lleva a no considerar el hecho básico de la existencia, de la existencia concreta del otro, del dato elemental de su vida. Experimento mis límites con angustia e incluso desesperación, pero no le doy a absolutamente nadie el derecho a levantar su privilegio sobre las sombras de mi incompletitud, torpeza o incapacidad. Y para eso apelaré a todo: a ese universo de amaneceres, calles, rostros que únicamente yo he visto y que nadie pudo haber visto por mí; apelaré a cada idea que ha cruzado por mi mente, a cada dolor o alegría experimentados, a cada equívoco, a cada debilidad o insuficiencia, para pulverizar las razones de quien crea que eso le da el derecho a tener una sanción sobre mi vida. Afirmaré entonces que no reconozco otra lealtad ni amor que el saber que hay varios miles de millones de personas cuya sola existencia, cuya sola y descomunal existencia, es la gran refutación al juicio de los poderes. Quiero decir concretamente que me importa, ética y estéticamente, infinitamente más el que no salva los tests, el que no consigue el empleo, el que no logra hacer bien sus trámites bancarios o el que no entiende las instrucciones de una caja de remedios que todos los Bill Gates, Sebastianes Piñeras o contralores generales de este mundo.
No se trata entonces de los méritos, sino exactamente de lo contrario, de los que carecen de aquello que una sociedad o una cultura ha definido como méritos. El tema no es el que obtuvo el trabajo, el tema es el que no lo obtuvo. Dicho de otra forma, no se trata de la lucidez o empuje de quien salió de la miseria, sino del que no tiene la fuerza ni el empuje para salir de ella. Tampoco de la pobre madre sola que lavando ropa consiguió que sus cinco hijos fueran profesionales universitarios, sino de la pobre madre sola cuyos hijos no tuvieron más destino que el de la delincuencia, ni del chico de la población marginal de Santiago que termino doctorándose en Harvard, sino del niño de la misma población que no pudo salir airoso de primero básico.
Más radicalmente todavía, no es relevante que aquel que teniendo los talentos y las oportunidades cumpla con las expectativas, porque quienes realmente importan son aquellos que teniendo todo el talento y las oportunidades son incapaces de realizarlas. Porque incluso suponiendo condiciones utópicas, impensables, y menos en el Chile de hoy, que se hiciese tabla rasa de modo que todos tuvieran exactamente las mismas oportunidades, el único punto que cuenta es qué hace la sociedad con los que no pueden. En una empresa está claro: los echan, y en un colegio o una universidad los reprueban o, más eficaz aun, no los admiten, pero la sociedad, vale decir, ese conjunto de diferencias, fanfarronerías, temores, instintos asesinos o fantasmas que agrupamos bajo la palabra sociedad, ¿qué hace?: ¿los fusilan?, ¿los manda al gulag o a Auschwitz?, ¿les pone números en los brazos?, ¿los condena a morir de hambre o de sida?
El definitivo horror es que la respuesta a esa pregunta no es ambigua. Emergimos de Auschwitz sólo para inventar a los nuevos gitanos, a los nuevos judíos: los sin méritos, los que se merecen su hambre, la gigantesca humanidad de los excluidos. Pero, claro, estas preguntas son obviedades. En un momento de nuestra historia obviedades como éstas formaron parte de los datos duros y del entendido sobre los que se imaginó un futuro. Pero no viene al caso la nostalgia que podamos o no sentir por un entendido que fue derrotado, y derrotado al punto de que un discurso inequívocamente discriminatorio, que no hace otra cosa que establecer el racismo de la inteligencia, es percibido por muchos de quienes lo esgrimen como un avance democrático. Esa suma de gorduras, prejuicios, vulgaridades y miopías que representa el self made man brillantemente retratado por la corrosiva narrativa norteamericana es el Mesías de los nuevos evangelistas. Citaba al comienzo el libro de la Jelinek; termino con Antonin Artaud: merde.