Raúl Zurita:
La epopeya se escribe con sueño y vigilia
Sonia Betancort
Cuadernos Hispanoamericanos (diciembre, 2011), Madrid pp. 71-76.
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El 2 de junio de 1939 Jorge Luis Borges escribió que “los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar” (Textos Cautivos, 1986). El bello símil correspondía a Schopenhauer y servía para ilustrar los muchos ejemplos que ha dado la historia de la literatura universal al incluir la ficción dentro de la ficción, el canto dentro del canto, el autor y el lector dentro del libro. El Rāmāyaņa, Las mil y una noches, obras de Shakespeare, Cervantes, incluso Joyce, son muestras monumentales de un hallazgo literario que ha dejado a la humanidad una bella y terrible vacilación: si el autor, el lector, y su intersección con la obra, aparecen dentro del libro, la analogía invierte los términos de lo real, los seres y la realidad son tan ilusorios como la literatura.
El mecanismo de tan arriesgada desestabilización parece inspirar el último libro del chileno Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950), un apasionante compendio titulado Zurita (*), que aborda, a lo largo de casi ochocientas páginas, un doble ritmo de sueño y vigilia, de deformación y afirmación, en el que vida, autor, lector y escritura se funden íntimamente. Zurita es el poeta dentro de su libro, el libro mismo, el lector y la voz colectiva de buena parte de la historia más significativa de la segunda mitad del siglo XX. En el marco de tan original emprendimiento, no es una exageración, ni siquiera un arrojo, decir que el autor de Purgatorio (1979) y Anteparaíso (1982) se ha convertido en el creador de una deslumbrante epopeya contemporánea.
En un contexto más o menos periférico y a comienzos de un siglo XXI etiquetado por la decadencia cultural, esta evocación puede resultar desbordante, pero sorprenden los argumentos que la sostienen. Interesa centrar la atención en el magnífico libro Cuadernos de guerra, que el chileno publicó de manera independiente en 2009—parte imprescindible de este Zurita final de 2011 junto a Los países muertos, In memoriam y Las ciudades de agua—. En este reflexivo y desgarrador poemario los paralelismos con el mito, el relato bíblico y las grandes gestas literarias sugieren una lograda vinculación con un mundo poético que busca estremecer, ahondar, aunar e intercambiar los valores convencionales de la realidad y la ficción. Haciendo uso de su conocimiento de las epopeyas orientales –que ya aparecían citadas en textos como Canto de los ríos que se aman, La vida nueva (1997) —, el autor incluye el relato mítico como expansión del sueño y la alegoría que suponen la historia y la realidad. Y con el apasionado objetivo de mostrar la relatividad de los seres y la incompetencia de sus acciones, trasluce la coincidencia onírica de la batalla, los bandos enfrentados, las víctimas y los victimarios. Un audaz razonamiento que muestra a la tragedia humana, sus injusticias y adversidades, como resultado de “la incapacidad de amar”. A este respecto, resulta revelador el comentario del poeta:
Cualquier persona que haya tenido una sola escena de amor en su vida, por pequeña y efímera que sea, se ganó su paraíso y mereció venir a esta tierra. El amor es lo único que importa. Todo lo demás, los dramas, los dolores, las tragedias, son sustitutos que tienen que ver única y exclusivamente con la incapacidad de amar (Caras, 1999).
A la luz de esta bella sentencia y nuevamente cerca de algunos relatos mitológicos orientales – El Rāmāyaņa, El Mahābhārata—, a través del canto colectivo de los hechos históricos y culturales más definitivos de la vida contemporánea, con el eje del relato de una batalla y junto a las benévolas armas de la poesía, el autor escribe y re-escribe el mal sueño de una “guerra” que es todas “las guerras”. Genocidios, dictaduras, torturas, olvidos, maltratos, destrucción, abren al lector la entretejida marea de “un cuaderno” que también es todos “los cuadernos” y todos los textos. Una navegación de desasosiegos, donde tienen igual cabida, y significativa importancia, toda la belleza y todo el amor: “No es el hecho de/ haber sufrido lo que marcó su vida, sino ese/ fracaso: no murió de amor, no refrendó su amor/ con la muerte” (p. 117).
Para tan asombroso itinerario, Cuadernos de guerra desarrolla una estructura poético-narrativa cuyos instrumentos más sugerentes son la fragmentariedad y el discurso circular. El autor construye una trama de tiempos que pasan constantemente de lo puntual a lo general, del pasado inmemorial al histórico, del presente inmediato a un profético futuro. Las marcas temporales se emplean de manera específica pero fragmentaria al relatar terribles hechos históricos como la Segunda Guerra Mundial o el Golpe de Estado de Pinochet, plegándose siempre sobre un relato mitológico ocurrido “hace miles de años” (p. 74), “infinitos años” (p. 148), “como en el comienzo” (p. 40). Un impulso narrativo que acerca una realidad poetizada por la distancia temporal hasta revelar las significaciones de un ciclo que parece describir la cadencia de una fuga musical y la trayectoria del eterno retorno.
Zurita quiere entregar un viaje reflexivo cuyos tiempos terminan por fundirse en la experiencia más autobiográfica de la obra, un canto en el que los dolores colectivos se muestran como parte del duro recuento de los sufrimientos individuales. De este modo, el poemario comienza y termina de manera circular con los fragmentos “El mar se abre” (pp. 15-21) y “Emergimos del mar” (pp. 141-148). Se trata de dos series de poemas titulados “Cielo abajo” que pueden alternar su lugar de principio y fin –el chileno narra su nacimiento al final del poemario, proponiendo una lectura de atrás a delante, y viceversa—, para evidenciar un tiempo abismal, retornado, cuya única resolución es la persistencia de la poesía, y por tanto, el término abierto, la continuidad del canto: “canten --seguían diciéndonos— canten y/ canten. Y continuaron moviéndose hasta el amanecer” (p. 148).
A esta inquietante y valiente estructura, se suman una gran cantidad de hallazgos estilísticos nuevamente marcados por la fragmentariedad, en lo que Deleuze ha definido como una “extraña mistificación del libro, tanto más total, cuanto más fragmentado” (Rizoma, 1976). Como a través de un enorme collage, organizando una interesante trama de conexiones o links, el poeta encaja los más diversos lenguajes del arte y de la cultura occidental, insuflando una inteligente atmósfera de inmediatez que convierte su poética en una de las más destacadas de las letras hispanas contemporáneas.
En efecto, la epopeya Zurita sabe aprovechar al máximo el sincretismo poético, la condensación y la conciliación, recreando las tácticas más infalibles del pop art, los efectos especiales del cine, la música o la publicidad. Cuadernos de guerra se vale de “guitarras eléctricas”, “baterías”, “armónicas” y “latas de cerveza” para reconstruir el viaje, “la Gran Performance” (p. 104), “Knocking’ on heaven’s door” que comienza en el “Éufrates” y termina en las “Rotas carreteras” de Chile (pp. 97-11). Con todas las astucias de las nuevas tecnologías, medita a través del “History Chanel” (p. 115), se avergüenza en el portal de “youporn” (p. 90) y maldice al “Charlton Heston” que abre el mar en “Los diez mandamientos” mientras “miles de torturados” chilenos son seleccionados como extras del film (p. 126). En Cuadernos de guerra una cancha se cubre de mar al canto del grupo de rock “Los Prisioneros” (p. 132) y Dios se debate entre el panteísmo poético de los “desiertos” –“U24: ex Ciudad Neruda” y “U25: ex ciudad Gabriela Mistral” (p. 128)—, “enormes pantallas de TV[…] mostrando imágenes de partidos de fútbol” (p. 133), “gigantografías”, “buses de turismo” y “cámaras fotográficas” para un “Edén” en “ruinas” (p. 124). Un Dios que “es no”, un Dios vacío de sí, que “no mira”, “no oye” y “no siente” los “mares/ de ceniza y sangre bajo los cielos en fuga del atardecer” (p. 136). El ritmo de prosa poética, el verso entrecortado, la original hipérbole de los paisajes, la recurrencia, la magnificencia de los adjetivos y el porte legendario de los sustantivos y verbos, contrastan y completan el escenario posmoderno y el grado épico que pretende el poemario. Heredero de la más alta poesía chilena —y sin embargo, con una originalidad que sorprende con su voz nueva—, el resultado es una poderosísima expresión artística, rica en imágenes inesperadas que se sostienen con un excelente manejo de la sugerencia y en una bella resolución de las sentencias finales de cada poema.
Bajo esta mítica transfiguración, las estrategias de la epopeya marcan también la definición abierta de autor y lector, buscando cómplices de la ardua experiencia que se inicia en toda mirada de sí. En ese juego de espejos, el Zurita que escribe es que el que lee y dialoga consigo mismo, es todos los hombres de todos los tiempos y es la patética representación del diálogo de sordos en que la estacada de la historia deja a la humanidad (p. 63). Zurita es la sordera de Beethoven escuchando toda la música, “toda la música adentro y no oír ni pío” (p. 29), y las miles de víctimas que dieron su vida en silencio mientras la sinfónica de la naturaleza los recibía en su océano, en su cordillera y en su desierto (pp. 35-48). Zurita es el místico y el torturador al que “la vergüenza ha de sobrevivirle” (p. 28), el incestuoso, el “gringo pedófilo” y el que salva al mundo con la belleza de su cuerpo mutilado (p. 89-91). El elegido que habla con Dios y se entrega para el sacrificio, el soldado americano que bombardea Hiroshima y la niña que muere en el bombardeo (73-84). Es el turista en Auschwitz, “el crematorio” y “la ciudad arrasada” (pp. 51 y 52). Es los miles de chilenos desaparecidos y la dictadura militar, Pinochet y lo que queda de su historia en la contradicción más inhumana de cada corazón. Todo, evocando algunos momentos de la pintura de su admirado Francis Bacon y la idea deleuzeana de “una lógica de sensaciones”, para buscar el hermanamiento y la ruptura, con un grito implacable en el que “todos los destinos se hacen uno” (p. 84).
A la altura de una experiencia tan desbaratadora y sincera, los límites entre vigilia y sueño no son más que alternancias de una única acuarela, estampas cambiantes, modulaciones elásticas de la estructura de un mundo en gravitación: “fue sólo un sueño […] un/ sueño de amor flotando en la inmensa noche rota” (p. 89), “¿pues qué sueños podrán ser los que vengan/ en el dormir profundo de la muerte?” (p. 105), “Raúl le/ digo, […] ¿por qué me pides que no te sueñe?” (p. 115). Esta fluctuación define a la humanidad como un conglomerado ilusorio y creador, múltiple y unitario, histórico y atemporal. En ese valiente y original salto de nivel, desde la vista más epidérmica de lo real a los huecos más profundos del onirismo y el subconsciente, Raúl Zuritaexhibe una inexplicable y mágica juntura, una intersección de todas las cosas y todos los seres en un canto que busca “interiorizar la vida en la poesía y exteriorizar el arte en la vida” (Revista APSI, 1980), páginas de un mismo libro que leer u hojear.
(*) Raúl Zurita: Zurita, Chile, Universidad Diego Portales Ltda., 2011 y Cuadernos de Guerra, Madrid, Amargord, 2009.