ZURITA
Raúl Zurita. Editorial Delirio, Salamanca, 2012. 752 páginas
Por José Luis Gómez Toré
Revista Grupo Literaturas
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Las más de setecientas páginas del último libro de Raúl Zurita (Santiago, Chile, 1950) nos ofrecen un planteamiento muy poco habitual en el actual panorama de la poesía hispánica (y probablemente también en la poesía en otras lenguas). No solo por la extensión, desde luego inusual en un poemario, sino por el ambicioso planteamiento de una obra que parece borrar todas las fronteras genéricas, a medio camino entre la lírica y la épica (pero de una épica muy especial, como tendré ocasión de destacar) y que incluso se desborda hacia lo narrativo y aun hacia lo dramático. Uno se siente tentado a comparar el libro, por su fusión entre la mirada personal y la dimensión histórica y política, con la obra de otro chileno, el Canto general de Neruda, si no fuera porque el tono de uno y otro no podrían ser más dispares: frente a las esperanzas revolucionarias de un Neruda que mira el presente desde la perspectiva de un futuro utópico, aquí nos encontramos con el trabajo de duelo que filtra el presente desde la mirada obsesiva del pasado; frente a la fascinación nerudiana por el lenguaje, constatamos la sospecha de Zurita ante un discurso que siempre se adivina culpable. Tal vez la obra que más se le asemeje en el panorama actual sea La marcha de los 150.000.000 de Enrique Falcón, a pesar de que en el español persiste esa confianza en la utopía, aunque atenuada, de la que apenas quedan rastros en Zurita. Es cierto que, al principio de su libro (en lo que constituye un nuevo homenaje a Dante del chileno), Zurita señala “el trabajo de asumir en los límites de nuestra vida la construcción del Paraíso”, trabajo que consiste en “una práctica que desde el dolor, desde el hambre, desde el terror, desde la soledad, transforme la experiencia del dolor en la construcción colectiva de un nuevo significado”. Este itinerario dantesco por el Purgatorio, y ciertamente por el Infierno (infierno en el que las estancias podrían denominarse dictadura chilena, Auschwitz, Hiroshima...) parecería, pese a todo, conducir a una suerte de Edén. Y, sin embargo, el propio poeta deja pronto atrás esta esperanza: “Pero no fue el Paraíso, little boy, sino sólo el reseco desierto donde hace millones de años estuvo el Pacífico y al frente unas frases de amor, de locura y de muerte, escritas en los acantilados atravesando la rota tarde, la noche rota, tu desollado amanecer”.
Tal vez uno de los aspectos que más llamen la atención a primera vista es el título (más de un lector despistado al ver este y el grosor del volumen pensará que nos encontramos ante unas obras completas y no ante una nueva obra). Si en buena medida la historia de la lírica occidental ha convertido a la poesía en un género del yo, titular una obra con el propio apellido puede resultar una perogrullada, cuando no una perturbadora expresión de inmodestia. Sin embargo, no estamos ante ninguna de las otras cosas: el interés de la propuesta de Zurita es que precisamente socava desde dentro la perspectiva autobiográfica de la escritura poética (esa perspectiva que, según Paul de Man, contamina de un modo u otro toda obra). No solo porque lo personal acaba siendo desbordado por lo colectivo (señalando de paso hasta qué punto lo personal no puede entenderse sin esa dimensión histórica), sino porque aquí no hay un yo, sino una multitud de yoes, no siempre fácilmente identificables ni distinguibles entre sí. Incluso cuando pareciera perfilarse un yo concreto, es este un yo escindido, casi esquizofrénico, que más que expresarse en el lenguaje, se construye en él. No en vano es el monólogo interior (frecuentemente en su forma más extrema de flujo de conciencia) uno de los recursos centrales del libro. Y en relación con ello, cabe destacar la presencia de una difusa narratividad, aunque tan fragmentada como el yo y los yoes que la protagonizan.
La dimensión histórica y la multiplicidad de voces, que pueden asumir el papel de narradores, aproximan el libro a la esfera de lo épico. Sin embargo, mientras que la epopeya es ante todo el género de los vencedores, Zurita nos presenta una épica de los vencidos, por lo que a la postre resulta una antiépica o una contraépica, cuya misma fragmentación parece denunciar la imposibilidad de una épica contemporánea, y aun de la mímesis. La presencia de la naturaleza, en concreto del mar y del desierto (ambos elementos fundamentales del paisaje chileno, pero que alcanzan un significado simbólico más amplio) no sirve de bálsamo frente a las heridas de la historia, que no desaparecen sino que se convierten en cicatrices imborrables en el paisaje. Como en otros libros del poeta, el pasado se resiste a decirse únicamente como documento: la palabra poética se vuelve imprescindible porque no basta el testimonio, porque solo el poema puede abrir una fisura en una historia escrita por los escribas de la barbarie y del dominio. El tono profético, que une la Biblia con Kurosawa, Pink Floyd con Beethoven, conjugando la memoria personal con la perspectiva de la colectividad, señala hacia la experiencia de lo intolerable. Una experiencia de lo inhumano que desgraciadamente es lo humano, demasiado humano de buena parte de nuestra historia reciente. Con Zurita el poeta chileno demuestra una vez más la unidad de una propuesta que es a un tiempo ética y estética, el pesado fardo que echan sobre sí los supervivientes: “Yo sobreviví a una dictadura,/ pero no a la vergüenza”.