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DERRUMBE Y RECONSTRUCCIÓN EN EL LIBRO CAPITAL DE RAÚL ZURITA Por Marcelo Cohen
Se dice de Zurita (Ediciones Universidad Diego Portales, 2011) que es un libro monumental, y no extraña. Consta de 740 páginas de poesía y pesa más de un kilo y medio, pero además es esencialmente grave. Todo en blanco y negro desde la tapa –con Raúl Zurita en sombras de Zurbarán—, contiene fotos de farallones gigantescos, de olas encrespadas rompiendo, la famosa foto-carnet del autor como reo santo, y los poemas, encuadrados con una severidad de columnas de combate o procesiones funerales, son piezas de bordes duros con un interior turbulento y superpoblado, como la obsesión. Los lapidarios títulos de las secciones, que según una nota final son “22 frases frente al mar sobrepuestas en los acantilados de la costa norte de Chile”, dan fe de una confrontación agonística con la herencia y el futuro: Verás un país de sed – Verás auroras como sangre… Está lleno de imágenes grandiosas, de plegarias toscas, de tropos ensamblados como bloques móviles de espacio-tiempo. El tono comprende la tragedia, la narración directa, la sátira coloquial y el diálogo cinematográfico, la consigna, el responso, la blasfemia y la rogativa, el autosarcasmo bilioso (“todo ese pajeo del arte bajo la dictadura y blablablá”), el idilio, la descripción diáfana, la fantasía sintomática y más. “¿Y lo vieron después frente a esas playas imponente/ pálido moviendo la batuta frente a las rompientes?// Mientras detrás de él el atardecer caía como si fuera/ otro mar y nosotros el horizonte que miraba a LVB/ doblarse lloroso cayendo frente a esas olas…// Qué tocas le preguntaban a LVB los torturados cayendo/ como caen las rompientes en las playas. Quise/ interpretar estas rompientes pero era sólo el oleaje de/ los muertos les contesta él con tristeza sordo como/ Dios apuntando su batuta al ensangrentado cielo.” LVB es Beethoven, uno de la multitud indiscriminada de muertos tutelares que se dispersa por las páginas, muchos llamados por citas o alusiones a sus obras o sus actos: José y sus hermanos, Lucrecio, Jesucristo, Dante. Shakespeare, Napoleón, Mel Gibson, el piloto del Enola Gay, Pavese, Ashbery, Michael Jackson, Cormac Mc Carthy, Raul Lagos. Víctor Jara. Bruno y Susana, los dos amigos de Zurita asesinados. Todos, como el pueblo de chilenos difuntos que deambula con ellos, en un escenario hecho con participios de ruina: deshauciado, triturado, desmoronado, petrificado, machacado; “huellas de un puente aplastadas”; “canciones cisterna descuartizadas”. Entre los mares de piedras y los miembros de prisioneros arrojados a las montañas y las filas de éxodo, repican motivos recurrentes, tan diversos como Ha empezado a llover o Hondo es el pozo del tiempo. Lo bastante hondo para que quepa el futuro, el libro es también un umbral a lo desconocido por venir. Zurita tiende al mito –incluso al mito personal, desde la muerte del padre y el abuelo casi el mismo día cuando Raúl Zurita tenía dos años— y lo deroga. Escabroso, sombrío, se alza sobre la catástrofe como un memorial de la desgracia, el sufrimiento, la culpa del sobreviviente; se desespera por restaurar una noción de país contra el patrioterismo genocida de la dictadura de Pinochet y vislumbrar una Vida Nueva. Zurita siempre se dejó guiar por Dante, y aquí es su compañero. El libro es un agregado de escombros de la tradición y la experiencia tal como los capta la escritura del recuerdo, la pesadilla y la visión; un monumento funerario hecho con muertos. Apabulla; llama a la identificación, al estupor, el temor reverencial, a fugaces sospechas y al fin a una entrega entumecida, sin pensamiento, de donde un fragmento, no para todos el mismo, sacude de golpe al que lee con un conocimiento sólo formulable en esas palabras. Las heladas montañas se derrumban sobre sí/ mismas y caen. Tal vez el mar las acoja. Hay/ tal vez un mar donde los cuerpos helados caen./ Quizás Zurita eso sea el mar. Un limbo donde/ los cuerpos caen. Habrá también margaritas./ Margaritas en el fondo del mar de piedras… Tal/ vez las margaritas amen a las heladas montañas./ Tal vez los encantados cuerpos las escuchen gemir./ En una tierra enemiga es común que las/ margaritas giman oyendo caer las cordilleras. Y a veces, mientras uno avanza por los pasajes de repetición con mínimas variaciones, un pedazo vivo le da en la nuca: Yo con cada letra cago sangre. “Los seres humanos no somos más que metáforas de lo mismo”, dijo Zurita en una entrevista. “Si uno pudiese llegar al fondo de sí mismo sin autocompasión y sin falsa solidaridad, es posible que estuviera tocando el fondo de la humanidad”. En 1973 Zurita tenía 23 años, se había separado de su mujer y de dos hijos --primera de una serie de deserciones brutales--, había estudiado ingeniería y militaba en el PC. La madrugada del golpe de estado lo detuvieron en Valparaíso y lo encerraron y torturaron durante tres meses en la bodega del carguero Maipo. Desde el lapso infame que va de la tarde del 10 de septiembre al amanecer del 11, Zurita irradia hacia la irrevocable primera infancia, varios pasados y el futuro incierto, encajonados en una geografía chilena feroz. En ese universo pululan fantasmas de la memoria y siluetas de una civilización que repetidamente culmina en la barbarie y una hoguera abarcadora, como cuando los torturados de un campo de exterminio oyen que suena Pink Floyd. Todo esto remite al Ulises de Joyce, algo que Zurita ha hecho explícito. Y es cierto que el libro no es un poema narrativo sino una novela en poemas; cientos de poemas de verso blanco, de métrica oscilante pero con pie y acentuación sostenidos. El aspecto de las páginas es de una homogeneidad sólo cortada por diversas jerarquías de títulos, por pocas imágenes, por llamamientos, citas y algunos cambios de tipografía o estrofa. Pero en el ritmo parejo, pequeños vacíos, hiatos, encabalgamientos en serie y cesuras improcedentes (versos terminados en preposición o artículo) expanden una experiencia personal y colectiva signada por la violencia –desgracia familiar, genocidio, escisión psíquica, desamor, hambre e intemperie de los desheredados, desatinos y traiciones íntimas, negación, martirio, aspiración, caída— pero también la concepción de un amor motriz, imperecedero, que vuelve a unir lo que el poder y el propio sujeto desmembraron. Es como si la vivencia sólo encontrará un paralelo en una poesía de la promiscuidad. Lugares que se solapan, momentos distantes que se intersecan, personas y tiempos verbales que se aprietan o se relevan, figuras que se sustituyen, desnudez e impostura, usurpación mutua entre texto e imagen, entre documento y ficción; además de esa suerte de geología cinética inseparable de la emisión de Zurita: un paisaje animado, vivo, pero de una majestad indiferente a las ideas humanas de belleza y horror. “¡El río Maulín es el mismo meollo del mundo! Gritó. El/ sol se clavaba en los ventisqueros y bajo ellos las aguas/ relumbraban. Estaba en cuclillas y se limpiaba la sangre/ reseca entre las piernas.” Zurita comprende miles de años; no existiría sin la herida histórica del golpe pero tiene vocación de eternidad. Da una lengua y aliento a la constelación de percepciones, pensamientos y memorias que en cada momento de la vida real la ansiedad reduce a un solo artículo. Esas sincronías siempre irrumpen desde una intimidad en el presente, que podría ser la vida del Raúl Zurita maduro en un departamento de Berlín donde sueña sin cesar, y del acople de materiales de distinto orden nacen vástagos de forma caprichosa, terceros términos, las emergencias inefables que suelen engendrar la metáfora y el montaje. El exilio masivo de los chilenos se funde con el de Israel en Babilonia; una pensión en Buenos Aires con un bote en el mar en llamas frente a Valparaíso. Zurita se desliza de un procedimiento en otro confiado en haberlos asimilado ya tanto que si deja ir la voz le saldrán espontáneamente. Quizá monte cada poema como un talismán: un compuesto para la mnemotecnia mágica. Lógicamente, predominan los sueños, muchos como secuencias de película a semejanza de Los sueños de Kurosawa . “…Las fronteras han sido sobrepasadas y si/ hubiese un testigo pero no hay testigos,/ este habría afirmado que esas infinitas toneladas/ de desperdicios desplazándose recordaba a un/ ejército que huye en desbandada. Kurosawa,/ le digo entonces, tú habrías filmado ese desierto, tú / habrías filmado los retorcido fierros del edificio/ de aduana con las filas de cadáveres alineados…/ y las interminables hileras de buses y automóviles/ calcinados mimetizándose con las piedras de ese/ paisaje lunar. Tú habrías filmado la carretera/ triturada, /los restos del cartel caminero con unas/ señales que en el sueño no logro descifrar.” Los poemas-sueño de Zurita –tan artista conceptual como surrealista desenfadado-- son a la vez figuraciones de lo reprimido y campos de batalla por la soberanía de lo que se sueña. Lentamente la cordillera de los Andes comenzó a girar cielo arriba como un asta irguiéndose// Mientras al frente las playas también habían empezado a elevarse como terraplenes horizontales… cortándose/ con la línea vertical de los nevados// Formando la cruz que se tendió sobre Chile…/ y atravesando los cielos nos mostraron las últimas/ marejadas y luego nuestros cuerpos suspendidos en el/ aire triturados abiertos con las gigantescas caras/ tajeadas de nieve mirando hacia el demolido atardecer. Por el sueño sangra la herida y el sueño restaña la sangre. Zurita se vale de la CF pop, la tele, el drama isabelino y las coplas en araucano para encontrar en el poema la fuerza transfiguradora que hace del sueño síntoma y cura. Si hace falta, un poema se llama “Columbus Reloaded”: “cruzándose arriba con las carabelas que volvían con las/ velas hinchadas suspendidas mirando para abajo a/ los tipos que quedaban //Mostrándoles que hay otros cielos encima de este cielo y/ sobre estos otros y otros y que al final están los mismos bares las mismas tipas en las vitrinas las/ mismas carreteras como ríos en la noche”. La transfiguración es un cambio de forma que revela la verdadera naturaleza de lo que cambió: también, para algunos historiadores, uno de los cursos de una sociedad en disolución. Zurita la ha buscado desde que después del trauma del golpe le diagnosticaron una “psicosis epiléptica”, sin excluir desfiguraciones, automutilaciones y e impersonaciones. Son hechos conocidos: la decisión de quemarse la cara con un calentador de agua al rojo (y asegurar que el acto lo “había reunido”); la tapa de Purgatorio con la foto de un tajo indefinible rodeado de pelos; adentro de ese libro, el combo identitario de foto carnet del autor, confesión de una prostituta en palabras de Dante y el EGO SUM QUI SUM de Yahvé debajo de ambas; las performances y acciones del Colectivo de Acciones de Arte en espacios públicos durante la dictadura y la publicación de Canto a su amor desaparecido, esa necrópolis para los olvidados hecha con caligramas en forma de nicho; el poema La Vida Nueva escrito con un avión en el cielo de Nueva York; la frase Ni pena ni miedo plasmada en más de tres kilómetros del desierto de Atacama. El esfuerzo sin paragón de Zurita por mediar entre letra y naturaleza está más allá del surrealismo: es sublime en su contraposición de realidades inconmensurables, en su animismo macabro, gótico, y es demencial en su ambición de unir lo real y lo simbólico. Sin embargo en los versos la ambición se realiza –en “los tanques como imborrables erratas”—, y el loco sana. En un paisaje mineral de tiniebla lluviosa, cuando se dice margaritas o vacas se hace otra luz. Que en la impúdica protesta inmolatoria de Zurita no había al cabo veleidades de santidad lo prueba que en 1990 aceptase del gobierno de Patricio Ailwyn la agregaduría cultural en Roma. Lo que por otra parte indica que, si a algunos su vanguardismo les pareció trasnochado y hasta pernicioso, él sabía bien que los grandes relatos de ruptura habían periclitado. Toda su obra está embargada de un espíritu comunitario para el cual el poeta es un agente de cambios en la percepción, de desocultamiento de la realidad. Cada fase es parte de una brega por salvar la brecha entre lengua desalienada y acción cívica, y por eliminar las discontinuidades entre distintos medios artísticos. Todas son modos de una ironía dramática que consiste, no en decir una cosa sugiriendo otra, sino en señalar realidades de orden irresolublemente distinto –como lo sagrado y lo profano, o Dios y una prostituta Chilena con la cara de Raúl Zurita—, para indicar cuánto lugar hay en el medio para la invención transformadora. Zurita, el libro, se vuelve sobre ese vacío, donde el poeta, cree Zurita el autor, tiene que mostrar sus heridas, sus lacras y las de su pueblo porque es entre heridas y carencias que se establecen los vínculos primeros. Por eso el libro hurga tanto en el horror, las humillaciones, el sufrimiento y la privación de las víctimas de la dictadura como en las agachadas y faltas de Zurita para con los otros y él mismo. Es un gesto desmedido de poesía de la purga; una gran fractura –humana y geográfica-- expuesta flagrantemente como requisito para la rehabilitación. “Universos, cosmos, inacabados vientos lloviendo en/ miles de carnadas rosas sobre el mar carnívoro de/ Chile. Escuché llanuras nunca dichas, /cielos infinitos de amor nunca dichos hundiéndose/ para siempre en las tumbas carnívoras de los peces. El sueño puede aliviar mediante el ocultamiento, pero también recupera y sintetiza; es un catalizador. A su modo, el poema-sueño de Zurita es documental: las producciones de la mente levantan las veladuras que nuestros acuerdos de conveniencia práctica tienden sobre los datos de la realidad, sean el tiempo o un paisaje. “Sobre el desierto chileno con soldados patrullando en/ las entradas boleterías hechas añicos y orquestas en/ derrota alejándose cielo adentro // mientras cientos y cientos de oboes abandonados en las/ piedras se iban mimetizando con el atardecer…” Por la mera nitidez de la composición, porque al multiplicarse se realimentan –“Clavadas a martillazos las playas de Chile cimbreaban/ crujiendo bajo ellos…”, “… despejando el corredor del mar// Despejando el paso entre las aguas mientras el torrente de/ nuestros deshechos cuerpos volvía a emprender la marcha/ mutilados… mordiéndose los cortados pedazos…”— estas visiones sueldan las quebraduras, tal como las fotos del libro afirman el deseo de un ágape de palabra, naturaleza e imagen más allá del sentido. Zurita causa estremecimiento, compasión, lucidez, malestar con uno mismo, abatimiento por merma de energía y agitación ética, repugnancia y una turba de sensaciones que no dejan un precipitado. Induce una suspensión del juicio inmune a la moral, la razón histórica, el humanismo y la estética. Dando una forma a tantas clases de dolor, a la barbarie, al abandono, los presagios de calma, Zurita se da una forma única. Cruzo pelajes moteados de sangre, se lee en la página 135. Las sinfonías se derrumban. Los cerros tocan. Las constantes sinestesias sueldan lo que la historia desmembra; anulan la causalidad y destapan el oído. Oí un campo interminable de margaritas blancas. Hay un sinfín de sonidos y ruidos en este libro; hay canto y canciones; muchos personajes tienen la palabra. De las fotos de acantilados escapa un rumor ronco; de la marejada un bramido. En principio prevalece una orquestación caótica. Pero el fundamento y al cabo la resultante de esa polifonía es una voz, la de la escritura, y por medio de esa voz uno acusa físicamente un esbozo de identidad. No siempre responde a “Zurita”: según los poemas, cambia de sexo, de nombre o de las dos cosas. Por más que uno acepte que esto es una novela, busca asidero en la imagen del autor, y Zurita es un autor con una presencia pública nada esquiva. Siempre se dice que en Chile –como en Irlanda, Rusia o Inglaterra, al menos hasta fines del siglo pasado— el poeta tiene un papel en la vida común. Mistral, de Rokha, Neruda, incluso Lihn, Millán y hasta el destructivo Nicanor Parra: los poetas chilenos suelen levantar la voz. Son facundos, y con toda su intemperancia Zurita no escapa al rol, aunque sea el extremo descarnado del discurso social. Estar en el ágora poetizando la masacre y los muertos, la redención de la culpa y la desgracia, puede ser una vía rápida al patetismo. PeroZurita no es esa clase de bardo. En una época en que las generaciones siguientes bajaron astutamente el tono, pero en un mundo enflaquecido por el crecimiento, su poesía, anacrónica y temeraria como la experiencia que la fustiga, insufla deseo de perderse en la inmensidad. Se puede escucharlo y verlo en videos de YouTube. Desde hace unos años tiene Parkinson. Camina tambaleándose un poco. Mientras lee, una y otra vez se le ladea la cabeza. El tono es nada imponente, tocado de una emoción recóndita. Es cierto que el sentido y el poder de llegada del poema estriban en el ritmo. Pero aun el ritmo está hecho de palabras. Del sonido de la escritura de Zurita no nacerían sentidos desconcertantes sin sus tropos inauditos, sus escorzos sintácticos, sus nombres-fuerza y sus adjetivos garrafales. Sin embargo él no enfatiza los momentos en que el texto se inflama. Escande los versos en una monodia algo trémula y siempre sube la entonación en el acento de la última palabra, casi siempre grave, como un atisbo de pregunta seguida de un monosílabo. Pero de vez en cuando vacila, y no por un truco de elocuencia. Es una flaqueza, casi un tartamudeo; a veces un decaimiento fugaz. Deleuze dice que cuando un lenguaje personal está tan tenso que empieza a tartamudear, o murmurar o balbucear, el lenguaje entero alcanza el límite que marca su afuera y lo enfrenta con el silencio. Después de tres o cuatro vacilaciones, la lectura de Zurita ya no comunica y uno oye hablar al cuerpo: saliva, chasquidos, glotis, pulmones, músculos. Algo parecido sucede con Zurita. El libro es sólido, imponente en su aspereza y cada poema tiene un pulso firme, encantatorio, pero está penetrado de grietas gráficas, de arritmias, de momentos en que el titubeo es parte integral del texto. Es como si Zurita se detuviera una y otra vez ante un mismo borde. Pero lo que enfrenta no es abismo metafísico de la lírica de antaño. Es algo que él quiere mostrar y exhorta a considerar: un hueco cosmológico entre lo sagrado y lo profano, revelación de la verdad y el conocimiento sistemático, entre el cristianismo y la ilustración. Un vacío donde puedan confluir razón, imaginación y mística. Zurita es una empresa de agotamiento, una escritura que arrastra la persona, sus avatares, su obra pasada, el arte todo y los estragos de la historia para rendirlos a esa ilusión. He ahí su economía política: un caldo de cultivo donde no dejan de aparecer organismos nuevos que serán derrochados. De modo que “monumental” no era la palabra adecuada. En todo caso Inusitado, intempestivo: así es el ciclo dantiano que, del infierno que hacemos entre todos hasta el cielo sin memoria, Zurita actualiza mientras por ahí cunden la administración productiva del afecto y el histrionismo pasional. “Miles de otras naves nos esperaban/ Océanos de muertos nos querían llevar consigo/ Sirenas como racimos nos llamaron con su canto/ Pero nosotros no nos perdimos// Y por eso ningún cadáver/ ni ningún grumo de sangre que cantó cuajado en el hueso/ ni ningún tendón roto vendido en el canasto/…/ dejó de encontrar el cielo que es nuestro y es de todos.// Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad/ Porque tú y yo no nos perdimos/ ningún cuerpo/ ni sueño de amor fue perdido.”
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