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INRI
Raúl Zurita, Mansalva, 2013, 160 págs.
Por Franco Castignani
http://revistaotraparte.com/
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Cuando Theodor Adorno lanzó a comienzos de 1950 el polémico y recordado dictum de que después de Auschwitz escribir poesía era un acto de barbarie, quizá no previó que una parte importante de las experiencias poéticas posteriores lo tomarían, no tanto como interdicción, sino como un desafío que convenía afrontar de forma urgente, y alrededor del cual oscilaba la posibilidad de sobrevida de la poesía y de los poetas. Hans Magnus Enzensberger, poeta alemán que en ese momento compartía con muchos colegas de su generación la necesidad de inventar un nuevo locus para la poesía y para la lengua (a la que también, y por obvias razones, se sindicaba como cómplice del horror organizado), expresó claramente la disyuntiva planteada por Adorno: o se respondía a esa invectiva o la poesía y los poetas no tendrían ya razón de ser y no habría posibilidad de resistencia alguna a la barbarie.
Podría decirse que entre los poetas en lengua castellana fue el chileno Raúl Zurita quien, tal vez como ningún otro, asumió la tarea de dar respuesta a la provocación adorniana desde la misma poesía. Lo hizo en una operación de lenguaje cuya radicalidad logra no sólo dar testimonio de lo indecible (la crueldad del genocidio: Zurita fue uno de los miles de torturados y perseguidos por el régimen pinochetista), sino también llevar la retórica al límite de sus posibilidades. Algo de esto ocurre en INRI, poemario que obtuvo el Premio de Poesía Casa de las Américas en 2006 y fue editado en Argentina hace unos meses. Zurita elabora un lenguaje que logra confundirse con el grito y el aullido de los torturados para de ese modo evadir cualquier trópica representativa. En estos poemas nadie da testimonio del horror por el testigo; es el testigo mismo el que presenta el horror en el poema. La operación presentativa resulta imprescindible si el poeta y la poesía desean darse un nuevo aire luego de la barbarie. Dice Zurita, nos dice: “Les vaciaron los ojos ¿sabías? Les arrancaron los / ojos de las cuencas. Por eso en este poema nadie / ve, sólo oye. Las flores oyen y gritan a veces al / doblarse bajo el viento. Los rostros no ven. Las / piedras están locas y sólo gritan”. El desafío está claro: no ver, ya que los ojos han sido torturados, vaciados, sino oír, hacer de la poesía una stanza desde la cual se pueda suspender o al menos interrumpir la mirada y su insistente dialéctica devoradora. Recusar la metáfora óptica para dar voz al paisaje, al movimiento ondulante de las flores y al grito enloquecido de las piedras, modos de llorar y duelar esa patria que en algún momento se volvió hostil y enemiga. Zurita atraviesa el desierto más grande del mundo en plena noche, en busca de Bruno, Susana y tantos otros desaparecidos, cuyos restos fueron esparcidos en esa geografía inabarcable, y en esa trayectoria anuda, como ya lo hiciera Dante —influencia insoslayable en toda la obra del chileno—, historia y pasión, canto y dolor. Para que las inexistentes flores y la inexistente mañana sean dichas, y esos significados pongan en juego su potencia retornante y disruptiva, Zurita atraviesa y canta su propio INRI, que es también el de los desiertos, mares y cordilleras de un Chile devastado. Así deviene Zurita, mucho menos un nombre propio, personal, asignable a unos poemas determinados, que el índice y la exigencia ética de una imposible comunidad. Allí donde la poesía es también posibilidad de resistencia y de sobrevida.