De estas casas no han quedado más que unos pedazos de muros// De tantos a quienes estaba unido no ha quedado ni siquiera un poco// Pero en el corazón ninguna cruz falta// Mi corazón es el país más desgarrado. Es un poema de Giuseppe Ungaretti. Lo escribió el año 1916 entre las trincheras de la primera guerra mundial. No son más que unas pocas líneas, pero no creo que se haya escrito algún poema más verdadero, más hondo, yo no creo que en el mundo se haya escrito un poema más cierto y conmovedor que éste.
Si pudiera entonces expresar al menos algo de lo mismo, si sólo por un segundo me fuese dado decir aquí, en medio de una ciudad espejeante (Santiago de noche espejea) que es verdad, que en el corazón nada se ha perdido, que allí ningún sepulcro está sin nombre, que todo se va acumulando, cada abandono, cada encuentro. Si entonces, más allá de mi incapacidad, tuviera la certeza de que ese poema es escuchado, que atraviesa todos los muros, los de los edificios públicos y de los Palacios de Justicia, de los parlamentos, que atraviesa las pantallas de televisión y que ese diputado que habla y habla contra los impuestos o ese general que habla de la molestia de su institución frente al eminente fallo del crimen de Letelier, en fin, si todos ellos fuesen atravesados de pronto por esas palabras, por esa imagen del corazón desgarrado de cruces, si fuese así, si sucediese eso, ya no podría detenerme.
Te diría entonces, como si el sueño fuera realidad, porque todo esto que escuchamos, que vemos, es tan falso. Porque todos estos discursos, todas estas declaraciones, titulares, alegatos, polémicas, son tan falsas, tan profundamente artificiales, y porque más que los códigos, los tratados de derecho y las sentencias, son ciertos los poemas.
En el corazón nada, ninguno ni nadie se ha olvidado. Ninguna palabra de amor ni ninguna tortura. Como en el inmenso muro del monumento en memoria de los fusilados y de los detenidos desaparecidos de Chile, están todos los nichos, pero ninguno, vuelvo a decirlo, está sin nombre. Ninguna guerra está sin cruz ni ningún exterminio. En mi corazón y en tu corazón ya están escritos todos los veredictos, todas las condenas, todos los recuerdos.
Es desde esa certeza que se podrá regir un país y un sueño nuevo, una patria limpia de sí misma y de sus horrores, de sus hipocresías y de sus mentiras. Sólo se levantará desde los latidos de esa tierra que sangra, no desde los veredictos de tribunales que podrán o no administrar castigos, pero que jamás podrán administrar la justicia. En el corazón ninguna cruz falta, eso dice el poema, y es quizás lo único cierto porque más allá de todas las formas, de los ritos, y las pantomimas de una sociedad demasiado insegura de sí misma, sólo en el corazón el asesino se llama asesino y los que he perdido, las víctimas que amé, que conocí o no, pero que eran nuestras, tienen allí sus lápidas, sus señas, sus lágrimas corriendo entre las piedras.
Entiendo que resulte inconcebible un mundo como el de hoy sin cárceles, pero yo no creo en las cárceles. Yo no creo en los jueces.
Es esto, ¿qué castigo podría bastar para Manuel Contreras, para Espinoza, para los agentes y los torturadores? Ninguno, porque lo que se condena de un criminal es sólo su fantasma, el espectro de un hombre que separamos de esa forma de nosotros, de la monstruosidad que, sin saberlo, en innumerables gestos mínimos, en incontables actos, en ínfimas crueldades y abusos, nosotros mismos hemos ido erigiendo.
Porque no es la maldad de un sólo hombre la que ha provocado tantas muertes; es el curso profundo de una historia donde están los crímenes de la República de Chile —no de los españoles— contra los mapuches, donde está el racismo y el desprecio para con los más débiles, la explotación y el enriquecimiento impúdico frente a la miseria. Lo que hace de un hombre un
criminal o no, no es sólo su crueldad, sino la suma de todas las crueldades que nosotros mismos, a menudo sin saberlo, hemos levantado tantas veces en esta tierra. En este mundo de ostentaciones, de desigualdades abominables, de hombres que aún viven en casuchas de cartón, la dureza que como pueblo debemos entender es que Manuel Contreras, Osvaldo Romo, pudieron haber sido yo o tú.
Es la compasión entonces por nosotros mismos lo que hace al
perdón infinitamente más fuerte que el castigo. Al perdonar es mi humanidad la que se hace una con la humanidad desbaratada del otro. Yo no puedo pedirle justicia a instituciones que jamás podrán darla. Es la dignidad de mi lucidez la que no puede pedírsela. Sólo el perdón es la justicia. ¿Qué son siete años de
cárcel o incluso la cadena perpetua frente a la piedad inclemente del perdón? Aunque sea la ley del ojo por ojo y del diente por diente, no cancelaré un átomo de mi dolor infligiéndoselo al que me ha golpeado, al que me ha matado, al que me ha arrebatado a mis padres, a mi marido, a mis hijos. Nada, absolutamente nada en este mundo podrá borrar siquiera una sola cicatriz porque en mi corazón todas las cicatrices están grabadas. Por eso puedo perdonarte, terrible, horrible, monstruoso hermano mío, porque mi corazón no te ha olvidado.
No quiere olvidarte en un castillo que sólo está hecho para que te olvide, para apartarte de mí y de mi sangre, de esa amalgama de músculos, sueños, nervios en los que tu crimen y mi pena se igualan. Mi corazón, entiéndelo; mi corazón es el país más desgarrado. Sólo allí acepto todos los golpes sufridos, todas las derrotas y torturas, las decepciones. Sólo en esa parte que cargamos, a duras penas, entre las tinieblas y las esperanzas de nuestro tiempo, el detenido desaparecido tiene de verdad un rostro, un peso, una cruz. Sólo allí no hay ritos porque nada compensa la sequedad de su desaparición, ningún mausoleo, ningún rezo, ninguna lápida, ninguna consigna.
Porque no fuimos arrojados a esta tierra así, cubiertos de sangre y chillando, para cargar el rencor sino la pena. Es esa pena la que no puedo cancelar, como si nos precediera, y allí asesinos y víctimas hablan de nuevo porque a ellos les tocó ser la tristeza sin rendición de un mundo al que le fuimos quitando su alegría. De un país al que le fuimos borrando el resplandor de sus amaneceres, de sus cielos barridos de nubes y esa pureza con la que fuimos regalados cuando por vez primera vimos las rompientes estallar contra las rocas.
Es el país más desgarrado... Si sólo pudiese explicarlo ahora, en este minuto, si sólo pudiese arrancar ese nudo de mi garganta y escupirlo, escupir mi corazón. Entonces no escribiría estas líneas porque nos comprenderíamos en el luto común y en el silencio. Nos entenderíamos en el solo brillo que aún, contra todo, se mantiene en los ojos. Sí, nos entenderíamos en la mudez de los que nacieron tímidos porque saben que es una afrenta, en una patria que durante diecisiete años contribuyó a la miseria general de la humanidad, tener la arrogancia de la afirmación, de las sentencias y de las condenas.
De estas casas no han quedado más que unos pedazos de muros// De tantos a quienes estaba unido no ha quedado ni siquiera un poco... Es sólo un poema, pero el corazón es el poema más desgarrado. Y lo es porque mi corazón es algo así como el tuyo, y el tuyo es también algo así como el tuyo y como el tuyo y como el tuyo. Eso es lo que se llama un pueblo: un corazón que es algo así como el tuyo. No sus instituciones, sus parlamentos, sus tribunales de justicia, sólo un corazón como el tuyo. Que mi pueblo se junte entonces con los poemas de tu pueblo y de tu corazón, para que entre todos los crímenes y los infortunios, levantemos algo, aunque sea sólo una parte, de a santidad condenada.
Del amor condenado y que en mí y en ti, que en mí y en ti que entendemos, el asesino sea clavado de una piedad más extensa que nuestra miseria, del perdón por su tierra arrasada, por sus pastos quemados, por mi pena incolmable que se pega a tu pena.
Pido el perdón entonces, concretamente, para Manuel Contreras, para Osvaldo Romo y para todos nuestros asesinos y torturadores, aunque ellos no lo pidan, aunque se rían de nosotros. Pido el indulto para ellos. Que sean dejados libres.
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Raúl Zurita
Publicado en LA ÉPOCA, 28 de mayo de 1995