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Epílogo del horror
Raúl Zurita Zurita México, Aldus/uanl, 2012, 750 pp.
Por Jacobo Sefamí
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“Yo en cada letra cago /
sangre ¿me entiendes?”
Zurita
Cuando se trata del poeta Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) es inevitable aludir a los actos de autoagresión –quemarse la mejilla con un hierro candente, o tratar de enceguecerse echándose amoníaco en los ojos– o al performance –poemas escritos en encefalogramas, o dibujados con el humo de aviones en el cielo, o excavados en el desierto de Atacama–. Dado que todo ello se originó durante la época de la dictadura, algunos vieron en esos actos modos subrepticios y genuinos de relatar el horror burlando la censura, pero otros solo quisieron ver provocaciones que tenían el afán de figurar. Como quiera que sea, según ha declarado Zurita, de un acto catártico –la quemada en la cara– realizado por desesperación y en solitario –sin ningún afán de performance– se inicia un largo periplo en que se concibe toda su obra, que inicia con ese Infierno inefable y quisiera culminar con la vislumbre del Paraíso.
Aunque ha publicado muchos libros, la obra de Zurita se ha abocado a dos grandes proyectos: una trilogía inspirada en Dante –Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982) y La vida nueva (1994)–; y Zurita, el volumen que nos ocupa, de 750 páginas. Adelantos del mismo aparecieron con los libros Los países muertos, Las ciudades de agua, In memoriam, Cuadernos de guerra y Sueños para Kurosawa, publicados entre 2005 y 2009. No se trata de las obras reunidas, sino de un gran proyecto en el que venía trabajando por diez años y del que dice que es 80% inédito.
Zurita es una obra singular, extraordinaria, apabullante en todos los sentidos, incluso en el de su peso. Es quizá el volumen más importante que ha dado la poesía latinoamericana en este siglo. Ya no estamos acostumbrados a los libros totales, gigantescos, que lo recogen y suman todo, pero Zurita ignora el sentido de lo fragmentario y nos ofrece a cambio un libro que es, a la vez, un larguísimo poema; un relato autobiográfico; una crónica del golpe militar del 11 de septiembre de 1973 en Chile; un testimonio de múltiples voces muertas, desaparecidas, torturadas o en trauma; una historia de la desolación en Chile y por extensión en otros países latinoamericanos o en el mundo.
Zurita es el apellido del escritor y el título del volumen. Poner el apellido como título de un libro es llevar ese procedimiento de conjuntar vida y obra a su máxima expresión. Y eso es lo que ha hecho Zurita desde Purgatorio, su primer libro: reproducir la fotografía ampliada de la cicatriz en su mejilla como portada; incluir una foto suya con el lema judeocristiano por debajo “Ego sum qui sum” (soy el que soy), y al lado disfrazar su nombre: “Me llamo Raquel. Estoy en el oficio desde hace varios años” (Raquel es anagrama de Raúl). Esto mismo se encuentra reproducido también en Zurita: poemas iniciales que aparecen como “ruinas”. “El desierto de Atacama”, de Purgatorio, discurría sobre ese desierto chileno tan reseco que está lleno de grietas, como lo señalaría la cicatriz en el rostro del autor y las heridas de un país sufriente. Ese procedimiento de pasar del individuo al paisaje y a la nación es constante en toda la obra de Zurita. El mundo es, después de todo, el reflejo de nuestra propia sustancia.
Zurita está dividido en tres partes referidas a un día (como en Joyce), o a solo doce horas, que van de la tarde del 10 a la aurora del 11 de septiembre de 1973. En un texto liminar en prosa, el poeta explica el proyecto de la siguiente manera: “Entiendo entonces la obra del Paraíso como una práctica que desde el dolor, es decir, desde el hambre, desde el terror, desde la soledad, transforme la experiencia del dolor en la construcción colectiva de un nuevo significado”, para luego desmentir la visión ilusionada con la conciencia de su imposibilidad: “Pero no fue el Paraíso, little boy, sino solo el reseco desierto donde hace millones de años estuvo el Pacífico.” Aunque Zurita hace referencia a paisajes específicos de Chile, acude simbólicamente a referencias dantescas, bíblicas. La alegoría podría ser uno de sus tropos. El desierto es también el tránsito por el que se tiene que pasar –según el propio Dante– como redención del alma, desde la esclavitud hacia la gloria.
Como buen heredero de César Vallejo, la poesía de Zurita se acerca mucho a la prosa, al lenguaje vivo y cotidiano, que narra historias, sueños u obsesiones. Pero no por ello pierde el ritmo. Zurita es uno de los grandes lectores de poesía de la actualidad; siempre pasa lo mismo: deja a sus escuchas estupefactos, mudos, atónitos. También como en Trilce o Poemas humanos, se trata de una poesía huérfana, quebrada, ora con giros insólitos –a pesar de que use axiomas matemáticos o fórmulas silogísticas– o con frases que desvían el sentido (anacoluto) de la sintaxis. En ocasiones, se reduce a proveer datos, información, solo eso, sin ningún tipo de parafernalia, como un modo de cuestionar el género mismo de la poesía.
La muerte del padre a una temprana edad (31 años) permea toda la obra como un anhelo de diálogo y reposición de la ausencia y de la muerte. Quizá por esa razón se rinde tributo a Pedro Páramo, para darnos la impresión de que las voces emergen desde el subsuelo, como si estuvieran todos muertos. En el relato familiar no hay complacencia con nadie y mucho menos consigo mismo. Un ejemplo emblemático aparece en “Vidrios rotos”, en donde un adolescente de 14 escucha los chillidos de su madre con cabellos rojizos que arroja objetos contra la pared (“es que no puedes pararla, loca de mierda, quise gritarle”); luego, ese hablante rememora el abandono de sus propios hijos “que berreaban retorciéndose con furia”, y termina el mismo día por buscar una prostituta con pelo rojo.
El relato intermitente del golpe militar aparece formulado y reformulado de múltiples maneras. De un individuo que sufre aprisionado en la bodega de un carguero, junto con cientos de presos, en un espacio muy constreñido, se pasa a imágenes colectivas de torturas de todo tipo, descripciones de prisiones y campos de confinamiento, y testimonios. También se reproducen treinta nichos de países americanos (de Canto a su amor desaparecido) en donde se reiteran abusos, torturas, guerras, dictaduras, desapariciones, muertes. Su ubicación justo a la mitad del volumen hace pensar en el momento más oscuro, el cruce de la noche en que se presagia o delata el advenimiento del día que trastornará la tranquilidad de los individuos de una nación.
Por sus dimensiones, Zurita podría parangonarse con el Canto generalde Neruda, pero a diferencia de la visión profética que adoctrina políticamente a sus lectores, en este volumen prevalece el dolor acendrado de un individuo extendido a un ámbito mayor, sin que eso signifique ningún tipo de mensaje. Libro imponente como pocos, Zurita es un epílogo del horror y desazón del siglo XX.