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La desgarradora forma del pudor: Sobre "No ficción", de Alberto Fuguet
Raúl Zurita
La Segunda, Miércoles 11 de Noviembre de 2015
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"Lector, tú no estás leyendo un libro,
tú estás tocando a una persona"
Es el final del poema "Adiós", de Walt Whitman, y es conmovedor porque no es cierto; jamás llegamos a tocar la carne viva de quien yace bajo sus palabras y cada nueva lectura es una lápida más que arrojamos encima de él. Mientras más sabemos del poema, menos sabemos de su autor. Hay otro fragmento; tres líneas de Alien Ginsberg:
Yo necesito que alguien ponga su mano sobre mi rodilla,
Hombre o mujer qué puede importarme ahora,
Yo quiero amor.
El poema se llama "Mensaje desde París". Lo había leído alguna vez, hace 40 o 45 años, en algún lugar, y lo había olvidado por completo, pero se me vino encima junto al de Whitman al cerrar la última página de "No ficción". El golpe no había sido menor. Estaba volando hacia La Paz y la novela de Fuguet me había dejado boqueando; es una obra de una tensión, de una violencia, de una asfixia tal que se llega a percibir casi dramáticamente cómo el libro va línea a línea sorteando las trampas y obstáculos que su misma forma le impone, superando finalmente el obstáculo más difícil de todos: sobrevivir a sus propias virtudes; esto es, sobrevivir a la maestría de un diálogo en el que parecieran sinterizarse todos los sentimientos y emociones humanas, al tour de forcé que le impone su estructura, a la epifanía de su final. Como digo, fue un golpe, un verdadero puñetazo en la cara. Desafiando los límites estrechos de una narrativa sin riesgos, en gran parte anclada en sus estereotipos, "No ficción" toca las zonas más íntimas, desnudas y finalmente liberadoras de una relación entre dos hombres, Alex y Renzo, que existen más allá de la ficción, no porque sean las máscaras ni los alter egos de la sombra que los escribe, sino porque ambos encarnan los dos extremos de un diálogo sin fin que no termina al cerrar el libro, sino que continúa en las calles, en los bares y pubs, en los incontables departamentos minúsculos donde infinidades de parejas más o menos similares exponen sus daños, sus desencuentros, sus carencias, sabiendo que la vida, lo real, no es más que aquella cara de la ficción de la que no podemos sustraernos, porque aun cuando todos los argumentos son ilusorios, aun cuando lo que entendemos por intimidad, esa que Renzo quiere evitar que Alex exponga en el libro que le dice que escribirá, y que ha escrito, es la más pública de las construcciones; lo que no es ficción es el dolor.
Es parte de lo que se desprende de este libro cuya radicalidad no reside sólo en su prodigio técnico, sino que también en haberle inventado un lenguaje, un habla, una jerga, a sus dos personajes, dándole así a esa suma de acuerdos y sumisiones que llamamos sociedad una nueva verificación de sí misma. Arrasados, mortificados, exaltados de deseo y de pudor, de ansiedad y de contención, de amor y de vergüenza, Alex y Renzo ejecutan un diálogo repetido infinidades de veces bajo infinidades de formas, en incontables hablas, jergas y lenguajes que sumados uno a uno se remontan hasta lo más inmemorial del mundo. Lo relevante entonces es que Alberto Fuguet también habla desde lo más inmemorial del mundo y crea un habla que la tribu de los lectores reconoce como la suya, como lo hiciera acá Nicanor Parra, y antes Walt Whitman, y mucho antes Villon, Chaucer y Boccaccio, Catulo, los poetas fundacionales.
Esa invención es la primera conquista de Fuguet y hace de él, y posiblemente contra sus propias expectativas, el escritor más condenadamente serio del Chile de hoy, aquel que, con 174 páginas y un final radiante, más profundamente ha penetrado en los tejidos orales de esa comunidad de lisiados y dementes que define sin más el hecho humano.
Al contrario entonces del consenso de la crítica —que a partir de la genial imagen de McOndo que Fuguet acuñó con Sergio Gómez lo sitúa, en oposición al realismo mágico y a la ruralidad, como un escritor emblemático del presente, de nuestras sociedades actuales, predominantemente urbanas, norteamericanizadas, donde no existe más ideología que la que imponen las marcas—, "No ficción" está atravesada por la suciedad profunda de lo atemporal, de aquello que se arranca para siempre de la insoportable pureza del presente.
Leemos entonces un libro situado que nos muestra que a diferencia de la escritura, que nunca lo es, la lectura es siempre autobiográfica. "No ficción" no es un retrato más o menos enmascarado del autor, sino que es el rostro de nosotros, los hipócritas lectores. No son entonces dos voces, son millones de voces, y con ellas la respiración íntima de una época y de una sociedad que, como afirma José Emilio Pacheco, ha expulsado el amor porque lo natural es el odio. A semejanza de los sueños, en literatura lo único que existe es el monólogo. La
conversación de un autor consigo mismo. Al llamar "No ficción" a un relato que, aunque los nombres fuesen reales y se correspondiesen exactamente con los datos y hechos, no tiene otra posibilidad que la de seguir siendo ficción, nos escamotea la esperanza de un encuentro. No tocaremos el cuerpo vivo de su autor, no posaremos nuestra mano sobre sus rodillas. El clóset de la literatura está cerrado para siempre. Mientras más sabemos de Alex y Renzo, de sus deseos, de sus alardes, de su timidez tormentosa y compartida, menos sabemos de la sombra que en cada línea puede modificar sus destinos, corregir y borronear una y otra vez sus historias, y cambiar los desenlaces. El que escribe sabe que entre sus personajes y él media una herida insalvable. Sabe que ésa es la herida mortal que lo consume. El que escribe sabe, como lo sabe esta breve gran novela, que la literatura es la forma más desgarradora del pudor.
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Texto leído en la presentación de "No ficción", de Alberto Fuguet (Literatura Random House), lanzado el 24 de Octubre en la Feria del Libro de Santiago, junto a las integrantes del dúo musical Marineros