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El Poeta Zurita. Por Ignacio Valente

(Recopilación)



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Algo menos que un centenar de versos, que aparecen con amplia y cuidadosa diagramación en el primer número de la revista Manuscritos –y que son, al parecer, su primera publicación–, consagran ya a Raúl Zurita entre los poetas de la primera fila nacional, como un digno descendiente de los grandes de nuestra lírica y de aquellos otros –Arteche, Lihn, Barquero, Uribe, Teillier– que ya no son tan jóvenes y que no parecían tener herederos del mismo calibre en la generación novísima. ¿Quién es este poeta, que a los veinticuatro años irrumpe con una voz enteramente propia y ya formada, con un timbre de inequívoca propiedad a pesar de lo exiguo de su obra? La revista sólo nos dice de él lo siguiente: “Estudios de Ingeniería Universidad Santa María, Valparaíso, y de Matemáticas, Universidad Técnica del Estado, Santiago”. Obras: “No ha publicado”. Tales estudios han impreso una huella inequívoca, una especie de precisión científica en su expresión, por lo demás enteramente personal y ajena a las influencias convencionales: ni dejo nerudiano, ni antipoesía ni poesía de los lares ni acento alguno de escuela o parentesco se percibe en esta voz extrañamente original, que parece haberse forjado a solas en la más insólita y fecunda conjunción personal de la sensibilidad poética con el espíritu de las disciplinas científicas y, más aún, de las ciencias exactas.

Para terminar de sorprender al lector, diré que el asunto de estos breves poemas, agrupados bajo el título de “Áreas verdes”, es… la vaca. Asunto que es, más que nunca, un pretexto: pretexto para las digresiones físicas y matemáticas, los vuelos de la fantasía creadora y los ensayos de un lenguaje altamente experimental, coordenadas que, a pesar de su aparente irrealidad o formalismo, convergen en una impresión curiosamente realista, inmediata y concreta de… la vaca. He aquí alguna muestra: “¿Quiénes han notado los vastos espacios incoloros / donde las vacas huyendo desaparecen / reunidas mugientes delante de ellos?” “No hay domingos para la vaca: / solitaria despierta en un espacio vacío / babeante gorda sobre esos pastos imaginarios”, “Algunas vacas se perdieron en la lógica”, “Otras huyeron por un subespacio / donde solamente existen biologías”, “Estas otras finalmente vienen vagando/ desde hace como un millón de años / pero no podrán ser nunca vistas por sus vaqueros / pues viven en las geometrías no euclideanas”, “Comprended las fúnebres manchas de la vaca / los vaqueros / lloran frente a esos nichos”, “esta vaca es una insoluble paradoja / pernocta bajo las estrellas / pero se alimenta de logos / y sus manchas finitas son símbolos”, “Hoy laceamos este animal imaginario / que correteaba por el color blanco”.

Se entiende, pues, que la vaca ha sido escogida como podría haberlo sido cualquier otro objeto real o imaginario, o ambas cosas a la vez, para ser exactos, a la manera de una especie de eje o centro convencional del universo, a partir del cual se hacen posibles todas las extrapolaciones sobre los más distintos planos de realidad. Lo que caracteriza a esta poesía es precisamente la viva conciencia de los múltiples dominios de la realidad: el ser real y el ser ideal, la materia y el logos, la vida y la percepción sensorial, el mundo imaginario, los espacios de n dimensiones, las geometrías euclidianas y no euclidianas, los objetos físicos y los entes de razón, el más acá y el más allá, el tiempo y la eternidad, la vida y la muerte. El poeta se pasea entre esos dominios con una propiedad que no es lírica sino casi científica, con un extraño rigor de pensamiento que, no obstante, cobra una singular potencia poética en la concreción encarnada de las vacas, sus pastos y sus vaqueros, o, si queremos, en la concreción de un lenguaje altamente preciso e incluso plástico, visual, figurativo.

El lenguaje de Zurita comienza por descartar de sus mecanismos descriptivos toda proyección subjetiva, confesional o intimista del yo, del hablante lírico. Su objetividad es la de una jerga técnica: habla de las vacas y por ellas, del universo entero como un científico habla de un objeto de laboratorio, como un matemático habla de una figura o de un número. Su lenguaje es, más exactamente, el de los teoremas: impresión corroborada por el hecho de no agrupar los versos en estrofas, a la manera convencional, sino de numerarlos en forma de proposiciones o asertos, que fluyen como premisas sucesivas en orden a una cierta demostración. Estas premisas se van enrareciendo y densificando con implicaciones cada vez más complejas de orden físico y metafísico hasta concluir en la absoluta problematicidad de todo lo existente. Lo que comenzó siendo, en su aparente simplicidad y univocidad, una vaca que pasta sobre el campo, termina por esfumarse en la equivocidad de un universo problemático, cuyos distintos órdenes de realidad se entrelazan o divergen hasta hacer ilusoria toda apariencia. Este proceso de creciente problematismo se desarrolla en una escueta prosa científica, tiene, no obstante, su rigor intelectual, la singular prerrogativa de no apartarse nunca de la sensorialidad de la imagen, y de terminar exactamente en la concreción del punto de partida, después de habernos paseado por el laberinto de la realidad universal.

No hay, casi, precedentes para esta empresa. Recordaríamos, vagamente, algunos trozos de Michaux, algunos pasajes de Eliot, algunos versos de Parra, pero sólo por una lejana afinidad. Raúl Zurita ha comenzado una inquietante exploración, de la que nos entrega aquí una notabilísima primicia, y para la que no tendrá más armas que su propio talento. Es, más que nunca, difícil saber si esta empresa podrá tener una continuación digna de su arranque original. Lo deseamos con fervor, al mismo tiempo que saludamos la aparición de su voz novísima, original y solitaria, como una palpable demostración de que en nuestra poesía siguen brotando los gérmenes más imprevisibles, las voces más promisorias, y no precisamente como la prolongación de otros caminos ya iniciados –aquí o en otra parte–, sino como auténticos nacimientos poéticos. Esperamos que éste tome cuerpo en una obra digna de tal exordio, mientras tanto, hasta ya este breve puñado de versos para situarlo bruscamente en el centro de nuestra atención y en el primerísimo plano del panorama de nuestra creación poética.

Publicado en El Mercurio, 7 de septiembre de 1975, p. E3.

 

 

 

Raúl Zurita: Purgatorio. Por Ignacio Valente

 

Se oyen acentos lastimeros a propósito de la poesía chilena actual. Yo mismo he pulsado a veces esa cuerda. Pero no se puede ser tajante ni definitivo en tales juicios. Ahora mismo tengo sobre la mesa más de media docena de libros de poesía, de autores nacionales en su mayoría jóvenes, todos ellos de cierto interés, y algunos incluso excelentes. Comenzando por los mayores: de Enrique Lihn, A partir de Manhattan, una obra que está a la altura de su creación anterior, es decir, de lo mejor que se está escribiendo en Chile –y en Hispanoamérica– hoy. De Pedro Lastra, Noticias del extranjero, poesía coloquial de la cotidianidad, atravesada por intuiciones de intensa concentración lírica, con tendencia a la brevedad del epigrama: “El desterrado busca, / y en sueños reconoce su espacio más hermoso, / la casa de más aire”. De David Turkeltaub, Hombrecito verde, poesía de filiación surrealista moderada –mejorada– por una voluntad expresiva directa, emotiva y también irreverente: “La muerte, desnuda, amaneció borracha”. De Manuel Silva Acevedo, Monte de Venus, poesía erótica de decir desenfadado, y a la vez, de una imaginería rica y variada. De Juan Camerón, Perro de circo, poemas que envuelven una lacerante verdad humana con el óptimo lenguaje de la ironía y el humor. La lista podría continuar. Quiero centrarme en el más novedoso y promisorio de todos estos recientes libros: Purgatorio, de Raúl Zurita (Editorial Universitaria). En su breve trayecto, este joven escritor parece haber atraído más denuestos que elogios. En el prólogo de Uno por uno, antología de jóvenes poetas de la Universidad Católica, Juan Antonio Piña hace la alabanza de los antologados –nueve aprendices de vate– y los contrasta con la oveja negra, Zurita, quien “hace reventar una palabra innecesaria, quiebra y apenas insinúa el lenguaje, dejando al final colgajos o hilachas de un idioma incapaz por la situación del poeta ante la realidad de plasmar significados claros, concisos, precisos”. Curioso juicio, que yo invertiría cabalmente: los nueve antologados de Piña no poseen, todos juntos, la seguridad de lenguaje y la intensidad poética de un solo poema de Zurita. La víctima propiciatoria de esa vacilante antología es, precisamente, el mayor y más extraño, novedoso y universal –casi el único– de los valores jóvenes de las más recientes generaciones: Zurita.

Anunciando este artículo, ciertos enterados del personaje y su obra me han conminado a no escribir sobre “ese loco”. No les he hecho caso, pues yo no soy aquí juez o dispensador de salud síquica o moral, sino de calidad literaria. Puede que en sus adjetivos no anden descaminados, ya que es Zurita mismo quien se adelanta a introducir entre los poemas de su libro, amén de otras rarezas, un informe siquiátrico sobre su persona, que le atribuye una sicosis de tipo epiléptico. Además de ese informe, hay varias otras rarezas confidenciales que me parecen superfluas y aun negativas dentro de un libro de poemas. Comprendo que Zurita quiera incluir esas piezas como testimonios vivos de su Purgatorio; pero yo prefiero que un poeta atestigüe de sí a través de sus solos poemas: lo demás sobra. Lo demás es, junto al mencionado informe siquiátrico, la evidencia de una quemadura que él mismo se habría hecho en su mejilla; las seis páginas a color del EEG –electroencefalograma– del cerebro del autor; su álter ego o desdoblamiento en la persona de una ramera cuyo testimonio escrito –con la letra de Zurita– abre el libro. No superfluos pero sí carentes de valor poético me parecen, además, los payaseos finales del siguiente tenor: “N - 1 / La locura de mi obra / / N = La locura de la locura de la locura de la / / N”. En suma, me interesa la excelente poesía de Zurita, no su arsenal biográfico, clínico, etc.

El núcleo poético del libro es, junto a las “Áreas verdes” que ya comenté en otra ocasión, la secuencia titulada “El desierto de Atacama”, objeto de sucesivas aproximaciones de carácter científico-imaginario. He aquí, por ejemplo, la V: “Di tú del silbar de Atacama / el viento borra como nieve / el color de sus llanuras // i. El desierto de Atacama sobrevoló infinidades de desiertos para estar allí // ii. Como el viento siéntanlo silbando pasar entre el follaje de los árboles // iii. Mírenlo transparentarse allá lejos y sólo acompañado / por el viento / / iv. Pero cuidado: porque si al final el desierto de / Atacama no estuviese donde debiera estar, el mundo / entero comenzaría a silbar entre el follaje de los/ árboles y nosotros nos veríamos entonces en el / mismísimo nunca transparentes silbantes en el / viento tragándonos el color de esta pampa”.

Lamento tener ya tan poco espacio para encarecer la novedad creadora, la gran complejidad y fuerza de textos como éste. De buenas a primeras, el desierto de Atacama se nos ha presentado en su realidad obvia y plana. Pero progresivamente esa realidad se nos metamorfosea en los laberintos de la mente, de la locura, del sueño, de la geometría y del laboratorio cósmico del poeta, en una forma nada arbitraria, casi diríamos que científica, proceso que el autor acota con leyendas breves de aparente nonsense como ésta: “como espejismos y auras el inri es mi mente el desierto de Chile”. Se trata, pues, de una aventura geométrica más allá de Euclides, de una aventura metafísica más allá de Aristóteles, de un viaje al otro mundo mas allá del Dante: juego y confusión de todos los planos de realidad, tiempo y espacio, dentro y fuera, cosa e imagen, yo y no yo: el desierto es un microcosmos, la cifra de un mundo que consiste en sus infinitas posibilidades, por obra de una exaltada fantasía que, sin embargo, lleva en sí un extraño rigor lógico. En el orden del lenguaje, esta empresa consiste en forjar un idioma poético impersonal, sin sujeto, sin yo lírico, que habla en el código de los teoremas físico-matemáticos, en la forma de los enunciados lógicos más neutros y objetivos: pero esa impersonalidad no es sino la clave superior de un lirismo acendrado y de una fantasía delirante. Locura, dirá el lector superficial. Sí, locura poética de alto valor expresivo y de intensa carga humana.

Publicado en El Mercurio, 16 de diciembre de 1979, p. E3.

 

 

 

Algo más sobre Zurita. Por Ignacio Valente

Raúl Zurita, autor hasta ahora de un solo libro publicado, Purgatorio, no es sólo el primer poeta chileno entre los más jóvenes. También, a pesar de lo reducido de su obra, puede compararse sin desmedro a los mejores poetas de las generaciones inmediatamente anteriores. Tomaré, para un somero análisis, algunas citas de la parte más valiosa de su libro, el grandioso poema llamado “Desiertos”, en que la realidad así designada se convierte, por el poder de la palabra poética, en un objeto puro de conciencia, imagen pura y desrealizada, materia para un laberíntico juego de imágenes, casi pretexto para una metamorfosis cognoscitiva de carácter delirante, cuyo producto final no es la propia mente ni sus abstracciones sino, paradójicamente, la realidad desierto enriquecida y ontológicamente potenciada en su ser más intenso y en su evidencia casi sensorial.

El desierto de Atacama se abre con este exordio: “Quién podría la enorme dignidad del desierto de Atacama como un pájaro se eleva sobre los cielos apenas empujado por el viento” (debo transcribir las citas sin respetar algunas de sus particularidades gráficas –y por tanto sus efectos visuales– por imposibilidad periodística de hacerlo). El poema titulado “El desierto de Atacama IV”, dice así: “i. El desierto de Atacama son puros pastizales / ii. Miren a esas ovejas correr sobre los pastizales del desierto / iii. Miren a sus mismos sueños balar allá sobre esas pampas infinitas / iv. Y si no se escucha a las ovejas balar en el desierto de Atacama nosotros somos entonces los pastizales de Chile para que en todo el espacio / en todo el mundo / en toda la patria / se escuche ahora el balar de nuestras propias almas sobre esos desolados desiertos miserables”. La notable fuerza de esta poesía proviene, en primer jugar, del hecho de ser la transfiguración verbal de una intensa experiencia humana. Pudiendo parecer a primera vista un diestro malabarismo del lenguaje, muy pronto se aprecia el poder de la desgarradora experiencia humana que la engendró. Se trata del dolor, por cierto. El propio libro ofrece al lector algunas pistas documentales: el autocastigo físico, el sufrimiento de una posible sicosis… Pero estos datos no son esenciales: la poesía misma tiene en el dolor su punto de partida. Y digo partida porque la experiencia integral de Purgatorio es un proceso espiritual que, naciendo del dolor, emprende una difícil ascensión que lo supera y lo redime, convirtiéndolo en algo parecido a la dicha y a la libertad. No es un simple capricho formal el hecho de que el poeta haya asumido el “correlativo objetivo” (que diría Eliot) de la Divina Comedia: la trinidad Inferno-Purgatorio-Paradiso. Se trata de una experiencia humana viva. A la vez es interesante establecer, en sentido contrario, que la redención del dolor y el paso del infierno al Paraíso, pasando por el purgatorio, es un proceso esencialmente verbal. Es decir, el dolor inicial se transfigura en gloria precisamente a través de la escritura misma del poema: la redención se identifica con la poesía en acto.

El breve texto antes reproducido nos enfrenta, en lo formal, a otro hecho notable: el lenguaje poético de Zurita no tiene casi precedentes. No se parece al de poeta alguno: parece brotar culturalmente de la nada. Obviamente un lenguaje así sólo puede producirse por la asimilación de otros muchos lenguajes, pero de ellos no queda apenas huella alguna. Es cierto que, por limitarnos al ámbito chileno –cuya riqueza se manifiesta en esta nueva voz–, el camino de su génesis ha pasado por Huidobro y Parra, y sin ellos no sería posible. Sin embargo, el acento de Zurita es personalísimo y muy diverso. Por de pronto, su lenguaje corresponde a una voluntad de hacer desaparecer al hablante lírico convencional, al ego típico del lirismo. Detrás de este lenguaje no hay un “yo lírico” que lo profiera y lo module con arreglo a la efusión, de sus sentimientos personales.

Detrás de este lenguaje parece no haber nadie: el autor desaparece como sicología individual para que aparezca sólo la substantiva objetividad del poema mismo, de la cosa nombrada, del contenido del aserto. Es como si la poesía quisiera formularse en una especie de lenguaje científico impersonal: el poeta no habla en primera persona. Lo notable es que la desaparición del “yo lírico” tras un lenguaje objetivo y la sustitución del poeta por identidades mitológicas no producen en modo alguno una desaparición del lirismo, sino, al contrario, un efecto altamente lírico, como puede apreciarse en la breve cita de “Desiertos”, y un resultado sumamente expresivo del proceso de transfiguración espiritual del dolor. El poeta, extrañamente, se niega a sí mismo en la creación poética para afirmarse a sí mismo en el resultado poético de la creación.

El lenguaje de Zurita se apoya muy especialmente en la sintaxis, mejor dicho, en su distorsión. Es una poesía de la sintaxis. La estrofa o verso iv muestra el procedimiento típico del autor: una frase que se alarga y complica con efecto acumulativo dejando atrás toda posibilidad de un orden compuesto por sujeto, verbo y predicado, a través de complejas coordinaciones y subordinaciones. Otra sintaxis típicamente distorsionada con vistas a un mayor y más extraño efecto expresivo es la de ciertos versos al pie de página: “Lapsus y engaños se llaman mi propia mente el desierto de Chile”; “Como espejismos y auras el INRI es mi mente el desierto de Chile”; “Yo usted y la nunca soy la verde pampa el desierto de Chile”.

Estas citas nos enfrentan a la singularidad de fondo del mundo poético de Zurita. Es un mundo donde las cosas más diversas se identifican en el lenguaje, porque no rige el principio de no contradicción. En este mundo heraclitiano todo es todo. El principio de identidad se diluye en contradictorias equivalencias. El desierto es el pastizal; los pastizales somos nosotros, “Para que […] el paisaje devenga una cruz extendida sobre Chile”; “Nosotros seremos entonces la Corona de Espinas del Desierto”. Cabría pensar que se trata de un mero recurso formal: en lugar de decir “A es como B” –la metáfora clásica– el poeta dice “A es B”. Pero resulta que no cualquier identidad caprichosa de este género es poesía; sí lo es, en cambio, la segura y enigmática afirmación del poeta: “Yo mismo seré entonces una Plegaria encontrada en el camino”; “mi mejilla es el cielo estrellado y los lupanares de Chile”. ¿Sicosis? En todo caso una sicosis transfigurada en alta y extraña lucidez poética.

Publicado en El Mercurio, 19 de octubre de 1980, p. E3.

 

 

 

Zurita entre los grandes. Por Ignacio Valente

 

Hace ya muchos años que no surgía en Chile una voz poética del calibre, grandeza y originalidad de Raúl Zurita. En 1979, cuando apareció su primer libro, Purgatorio, tuve la alegría de reconocerlo como el delfín de la poesía chilena, como el legítimo heredero de los grandes. Lo que hubiera de riesgo y anticipación en ese juicio se ve confirmado con creces en su nueva obra, Anteparaíso (Editores Asociados). Este asombroso volumen me hace pensar que, en nuestra poesía, sólo Parra y Zurita están trabajando hoy en las fronteras mismas del lenguaje, y no dentro de espacios ya descubiertos y conquistados. Diré más: dificulto que exista hoy, en habla castellana, un poeta de 30 años que haya llegado tan lejos como Zurita. La influencia de su sintaxis y de su imaginería –ambas notabilísimas– se están sintiendo ya en los nuevos poetas que surcan los insólitos espacios verbales por él abiertos.

Anteparaíso se inscribe en el contexto literario y existencial del “cammin di nostra vita” y del esquema Inferno-Purgatorio-Paradiso del Dante. Dentro de esas coordenadas, así como su primera obra fue el delirio de las áreas verdes y de los desiertos, este libro contiene, en sus tres primeras partes, el delirio de las playas de Chile, de sus cordilleras y de sus pastos respectivamente; la cuarta parte es una visión ya casi paradisíaca del pueblo sudamericano transfigurado en el viento. El esquema típico de cada poema delata la formación matemática y científica del autor: sienta una especie de axioma o teorema acerca del mar, la cordillera o el pastizal, y lo desarrolla en forma de hipótesis múltiples y numeradas que se enlazan, se contradicen, se confirman, con la lógica interna de una alucinación. El lenguaje es rigurosamente impersonal y el sujeto que habla no aparece; la sintaxis se revuelve y se contorsiona dentro de sí misma; y el verso de esta aventura ha roto con el verso, aspiración hondamente sentida hoy por los poetas más creadores, pero casi nunca resuelta con la propiedad y audacia de Zurita.

Para citar algún texto, además de romper la cuidadosa grafía visual con que el autor sustituye al verso, debo traicionar esas totalidades unitarias que son sus poemas: “Las Utopías”, “Cordilleras”, “Pastoral” y “Esplendor en el viento” son cuatro unidades poéticas de largo aliento –la segunda y la cuarta algo inferiores a la primera y la tercera– cuyas partes no guardan entre sí una relación aditiva sino orgánica. He aquí un fragmento titulado “Las espejeantes playas”:


LAS ESPEJEANTES PLAYAS

i. Las playas de Chile no fueron más que un apodo
. para las innombradas playas de Chile

ii. Chile entero no fue más que un apodo frente a las
. costas que entonces se llamaron playas innombradas
.. . . . . . . . de Chile

iii. Bautizados . . . hasta los sin nombre se hicieron allí
. .un santoral sobre estas playas que recién entonces
. .pudieron ser las innombradas costas de la patria

En que Chile no fue el nombre de las playas de Chile sino sólo
unos apodos mojando esas riberas para que incluso los roqueríos
fueran el bautizo que les llamó playa a nuestros hijos

iv. Nuestros hijos fueron entonces un apodo rompiéndose
. .entre los roqueríos

v. Bautizados . . . ellos mismos fueron los santorales de
. esas costas

vi. Todos los sin nombre fueron así los amorosos hijos
.. de la patria

En que los hijos de Chile no fueron los amorosos hijos de Chile
sino un santoral revivido entre los roqueríos para que nombrados
ellos mismos fuesen allí el padre que les clamaron tantos hijos

vii. Porque nosotros fuimos el padre que Chile nombró
.. en los roqueríos

viii. Chile fue allí el amor por el que clamaban en sus gritos

ix. Entonces Chile entero fue el sueño que apodaron en la
.. playa . . .aurado . . . esplendente . . .por todos estos vientos
.. gritándoles la bautizada bendita que soñaron


Este delirio lógico, afectivo y verbal de una fantasía desatada tiene, con todo, puntos de partida o arranques biográficos de experiencia personal, reconocibles aquí y allá: mínimas revelaciones instantáneas, visiones fugaces brotadas del padecimiento; así la visión de la estrella en lo más profundo de la noche desde el fondo de un bote, visión que produce esa reacción en cadena de imágenes de las playas de Chile. Si Blake definió la poesía como “ver un mundo en un grano de arena” y “ver la eternidad en un instante”, eso es justamente lo que hace nuestro dantesco poeta, cuando a partir de una visión reveladora convierte las playas –y las cordilleras y los pastizales– en un objeto puro de conciencia, en torno al cual se agotan todas las hipótesis posibles, en una fantástica explosión lógico-lírica donde todas las identidades se mezclan y confunden. Entonces lo que parecía una realidad palmaria y obvia –la playa, la montaña, la pradera– resulta no serlo en absoluto: para llegar a su “verdadera” realidad –el ontos on platónico– el lenguaje ha debido pasar por infinitas zonas de aparente irrealidad, laberintos de espejos, sueños, oposiciones dialécticas… Yo describiría el conjunto de este acto creador con el viejo nombre de transfiguración. Pocos poetas pueden realizar hoy este proceso con la pureza y fuerza de Zurita.

Pastoral, la tercera parte, es el poema global donde mejor se aprecia la honda humanidad de esta poesía, es decir, el carácter a la vez formal y vital de su transfiguración. Se suceden aquí los poemas de estructura “científica” o axiomática con los poemas paralelos que cuentan una historia de amor y dolor: la pérdida y el retorno de la mujer amada, en un lenguaje de resonancias bíblicas, donde se oye el eco de las terribles imprecaciones del profeta Isaías. La traición y el retorno de esta nueva Beatriz son paralelos, en lo objetivo, a la muerte y resurrección de los verdes pastos de Chile. La redención por el amor es el tema profundo de esta poesía, donde el tránsito del infierno al paraíso se identifica con una historia del eros, y ambas transfiguraciones –apocalíptica y erótica– se identifican a su vez con el proceso verbal de la escritura misma: la redención por el lenguaje.

Habrá que seguir hablando de esta enorme poesía.

Publicado en El Mercurio, 24 de octubre de 1982, p. E3.

 

 

 

 

Retrospectiva de Zurita, Sí. Por Ignacio Valente

 

He debido bucear en mi archivo, fotocopiar y de paso releer mis artículos sobre el poeta Raúl Zurita –cinco, desde septiembre de 1975 hasta la fecha– para enviarlos a un profesor norteamericano de literatura, buen traductor de Neruda y lector dotado de excelente sentido poético, que viajó por América Latina con un programa de múltiples actividades y terminó realizando en Chile casi una sola, tras su encuentro casual con Anteparaíso: leer y releer innumerables veces a Zurita durante muchas horas y emprender ipso facto su traducción al inglés (y no es el primero en iniciar esta titánica tarea), convencido como está de que se trata de la poesía más notable que se escribe hoy en castellano, y que interesará a muchos en Estados Unidos. Rastreando las pistas de Zurita, el profesor dio conmigo como crítico, y yo, al ojear de nuevo mis artículos para cumplir la promesa de enviárselos, he revivido algunos episodios del “caso Zurita” que me propongo repasar en estas líneas.

Se suscitó el año pasado cierto escándalo a propósito de mis dos comentarios sobre Anteparaíso: indignadas cartas al director, artículos que discutían mis artículos, maledicencias en el mundillo literario de nuestra aldea, sobre todo por parte de los escritores afectados o “descendidos” –autodescendidos– en virtud del rutilante ascenso del joven gran poeta. Pero, repasando mi primer artículo de 1975 –sobre sus primeros versos en una revista universitaria–, pienso que era entonces el momento de escandalizarse, pues yo le prodigaba allí los saludos más entusiastas, en comparación con los cuales éstos del año pasado son harto menos riesgosos, considerando las dos macizas demostraciones del talento –Purgatorio y Anteparaíso: verdaderas confirmaciones– que median entre unos y otros. Por entonces no había en el horizonte literario escritores norteamericanos que corroboraran mis juicios y aun los ampliaran. Preveo que la plena aceptación de Zurita en Chile – “nadie es poeta en su tierra”– se hará “vía satélite”, es decir, por reflejo desde el extranjero.

La luz que el “caso” arroja sobre las reticencias locales no es halagüeña. Descarto, por simplemente anecdótica, la reacción de poetas domésticos que me envían sus propios libros con encendidas dedicatorias y, al comprobar mi irreparable silencio sobre sus versos, con ocasión del pretexto Zurita, tornan en denuestos los exagerados adjetivos –al ilustre, lúcido, brillante crítico– de semanas atrás. Más substanciar me parece la publicación de artículos paralelos sobre Zurita, que comienzan por descalificar mis juicios y términos –considerándolos excesivos a todas luces– y terminan por aceptar a regañadientes el talento del joven poeta, en palabras y conceptos convergentes con los míos, pero que a veces –sospecho– no hubieran arriesgado si no me hubiera jugado yo antes por la causa de Anteparaíso. El fenómeno, en todo caso, me parece positivo, pues a mí me importa bien poco tener la razón personalmente, y en cambio me importa mucho el reconocimiento objetivo de Zurita, en los términos que sea y venga de donde venga. Menos clara me parece la figura de esos críticos que aceptan a nuestro poeta como interesante sin duda, pero como “uno más” dentro de la constelación de los muchos valores jóvenes de nuestra lírica. ¿Uno entre varios? Yo no soy sospechoso de desinteresarme por esos valores jóvenes, y de hecho he comentado y comento a cuantos me parecen promisorios, aunque lo sean muy germinalmente. Pero creo que se impone el sentido de las proporciones: ninguno de ellos puede juzgarse equivalente; todos ellos le van a la zaga, y no pocos están bajo su directa influencia, lo que me parece muy válido, significativo. También lo es el hecho de que esos críticos, al mencionar a los equivalentes, difieran entre sí y presenten las más variadas listas, siendo Zurita el nombre que aparece en todas ellas. En casi todas.

Casi. Porque también me parece significativa, en otro sentido, la actitud de poetas mayores e indudables, que simplemente no conceden crédito alguno al talento de Zurita y que, aun en los casos más radicales, lo niegan y vituperan como un don nadie, como un bluff, una ilusión o una invención de Ignacio Valente. Y son poetas que han obtenido de mí, en su momento, elogios no pequeños. Y son poetas que apadrinan a otros más jóvenes, surgidos bajo su alero, con adjetivos que sí resultan desmedidos. Es difícil evadir, en el caso de tales cegueras críticas de escritores consagrados, la hipótesis de la envidia. Me decía un observador irónico, a propósito de ellos y de mis juicios sobre Anteparaíso, que casi todos los poetas chilenos, de capitán a paje, habían sentido que bajaban sistemáticamente un peldaño en el escalafón nacional. Y que más duelo había percibido él por el nacimiento de Zurita como poeta mayor que por la muerte de Jorge Millas, ocurrida en las mismas fechas: aquí –en Santiago de Chile– se llora cuando hay que aplaudir. Exageraciones, por cierto; pero a partir de hechos reales, por desgracia. Tampoco ha faltado el malicioso que atribuyera a razones políticas mi celebración de Anteparaíso –supuestamente apolítico–, en contraste con mi menguado entusiasmo por los Chistes, de Parra, algunos de ellos “subversivos” a pesar de mi “inadvertencia” de esa dimensión. Ignoro si el autor de esta hipótesis se la creerá él mismo. Porque yo no he mirado nunca el color político de una obra literaria para celebrarla o no, como consta en innumerables artículos. Y porque, si los breves poemas de Parra no son un acierto poético, nada puede agregarles como literatura su intención ideológica; a la inversa, ningún lector sensible puede dejar de percibir la fuerte dimensión política de Anteparaíso, su aliento revolucionario que hace una sola cosa con su calidad poética.

Hilvano estas cavilaciones más bien melancólicas con la esperanza más bien vaga de que la vida literaria en Chile no sea un bellum omnium contra omnes, una guerra –guerrilla– de todos contra todos; de que tenga la relativa armonía y solidaridad profesional que presenta, al parecer, en otras latitudes.

Publicado en El Mercurio, 11 de septiembre de 1983, p. E3

 

 

 

Zurita, una nueva lírica. Por Ignacio Valente


He hecho notar, a propósito de diversas obras de la nueva poesía chilena, el influjo que sobre ellas ejerce Raúl Zurita. A veces –las más– se trata de un estímulo creador, como en Vía Pública de Eugenia Brito; a veces, en cambio, de una imitación tan literal de sus recursos, que el propio autor no saca una voz propia, como Alejandro Jara en Mutaciones. El fenómeno, de cualquier manera, es creciente y sintomático. Diría que, desde Parra hacia acá, nadie había creado un tono verbal y una región imaginaria y unas estructuras sintácticas tan capaces de contagio y fecundación para otros poetas, y específicamente para los nuevos. Zurita lo ha conseguido, además, en una dirección del todo imprevisible, en cierto modo contraria al omnímodo influjo de Parra durante las dos últimas décadas de la poesía chilena, lo que es sumamente positivo porque introduce una nueva dimensión en el fenómeno literario. Debe agregarse que ambas influencias no son en forma alguna incompatibles; aunque de signo relativamente opuesto, a menudo se dan de manera convergente y complementaria.

Me explico. La fuerza purificadora de la antipoesía parriana casi no dejó títere con cabeza en la lírica anterior, e hizo intransitables los “metaforones” de las vanguardias precedentes, ofreciendo a las nuevas generaciones, en vez de las oscuridades de laboratorio y las fantasías académicas que destronaba, el vasto horizonte creador del habla coloquial y la ironía, del prosaísmo y la claridad: las potencias renovadas del dialecto de la tribu, en cuyo idioma se ha escrito todo lo mejor de nuestra poesía durante muchos años. Incluso pareció que ya no cabía una “lírica” propiamente dicha después de Parra. Pues bien, Raúl Zurita vuelve a ofrecer como posible y necesaria una lírica, una poesía de la transfiguración y la emoción, una nueva oscuridad poética y un renovado sentido del misterio y de la magia verbal. Sólo que estos atributos no son los de “antes de Parra”, sino tan nuevos y de un temple tan sólido, que resisten sin desmedro alguno la lectura de unos ojos educados en el poder crítico y desmitificador de la antipoesía.

Los “Antipoemas” operaron un proceso de desacralización del hablante lírico, o destitución del ego poético, el yo centro del mundo, el yo punto de referencia universal, investido de poderes verbales mágicos y proféticos, al que ocurrían cosas interesantes y profundas, y cuyos sentimientos eran trascendentales cuando no sublimes: el “pequeño Dios” de Huidobro, prolongado en el ego mítico de Neruda. En efecto, un yo poético de esa naturaleza ha desaparecido, y Zurita no pretende reeditarlo: él también cultiva una poesía objetiva, de hechura impersonal e incluso dotada de cierto frío rigor “científico”. El hablante poético de Zurita desaparece en la objetividad de sus visiones, en la autonomía de sus transfiguraciones. Y sin embargo, ya identificado a ellas, ¡qué manera de reaparecer desnudo pero más fuerte el ego creador, incluso como centro de afectividad, y qué manera de sacralizarlo todo de nuevo, sujeto y objeto idéntico en la unidad de sus visiones y transfiguraciones! Las potencias verbales oscuras y el sentido del misterio vuelven a tener carta de naturaleza en la poesía, y con tanto más rigor puesto que han pasado por la criba de la antipoesía, y en cierto modo se la han incorporado.

Este proceso me parece paralelo a otro: el tratamiento que hace Zurita de la geografía, de los elementos, de la naturaleza en suma. Estamos lejos de esa presencia visceral e inmediata que asumía en Neruda lo telúrico, la exuberancia de la naturaleza americana, tan poderosa que asimilaba dentro de sí la propia historia del continente. La antipoesía de Parra, por el contrario, nos acostumbró a un sujeto histórico e históricamente situado, para quien la naturaleza es sólo un momento de sus vicisitudes, y a menudo en forma degradada: “ya que los árboles no son sino muebles que se agitan…”. Leyendo a Zurita, en cambio, tenemos la impresión de saber por primera vez qué es una playa o un pastizal en todo su esplendor; su escritura nos enseña a mirar en forma primigenia el desierto o la cordillera, y precisamente los nuestros, los de Chile. Nos restituye, pues, el sentimiento de la naturaleza, y nos hace sentir como posible el paraíso perdido. Pero no lo hace a la manera anterior, pues no en vano está Parra de por medio. ¿Cómo lo hace? Reconstituyendo lo natural como natural, pero al mismo tiempo como un objeto estrictamente mental, como un valor de naturaleza intelectiva, histórico por cierto, y sujeto a todas las metamorfosis del espíritu. Otra vez sujeto y objeto en su identidad. Por decirlo con un lenguaje que sólo tiene alcance de metáfora: es la Naturaleza-Espíritu de Schelling y Hegel: el espíritu que se “pone” en la naturaleza, la naturaleza que se sabe a sí misma en el espíritu: la dialéctica de la unidad.

Si de filosofar se trata, recurriré a otra comparación, tomada esta vez de una reciente relectura de El cementerio marino (Alianza Editorial). En este gran poema, Valéry nos hace presente el elemento eleático de la identidad del Ser, la eternidad inmóvil de Parménides. Pues bien, el mundo de Zurita se me aparece por contraste como el puro fluir de Heráclito, la revelación poética del devenir, un universo donde nada alcanza identidad ni ser, porque todas sus identidades son fluyentes y engendran ellas mismas su contrario (otra vez Hegel). De allí que la escritura de Zurita tome la forma de esas hipótesis sucesivas y contradictorias, que impiden toda fijación de una identidad, y donde cada enunciado engendra su opuesto, en la sucesión de una dialéctica indefinida. De allí también esa sintaxis del ser, donde cada cosa es otra y todo está en todo:

IV. Nuestros hijos fueron entonces un apodo rompiéndose entre los roqueríos

V. Bautizados ellos mismos fueron los santorales de estas costas

VI. Todos los sin nombre fueron así los amorosos hijos de la patria”, etc.

Y un detalle final: Valéry comenta con asombro la falta de “composición” de los poetas más ilustres, la frecuente carencia de organicidad de sus poemas. Si hay alguien en la poesía chilena que no sólo tiene conciencia del problema formal, sino incluso una “manía de composición” en sus poemas, ése es Raúl Zurita.

Publicado en El Mercurio, 16 de diciembre de 1984

 

 

 

Raúl Zurita: Canto a su amor desaparecido. Por Ignacio Valente


En la última página de Anteparaíso, el lector de Raúl Zurita se pregunta qué nueva forma construirá el poeta, qué nuevo esquema inventará para seguir creando a la altura de sí mismo, que es mucha altura. Pues Zurita no es un escritor de poemas sueltos que luego coleccione en libro: es un creador de esquemas orgánicos, y el esquema básico de Anteparaíso –la arquitectura verbal y visual de un teorema, de una hipótesis científica con enunciados múltiples– quedó ya agotada en ese libro: maravillosamente exprimida, pero no apta para repetirse. Pues bien, este Canto a su amor desaparecido (Editorial Universitaria) contiene ya una respuesta parcial, como parcial es el canto mismo, porque se trata de un fragmento que el autor nos adelanta desde el interior de un libro más vasto, que tardará años en terminar. Y la estructura orgánica de este fragmento, escrito más allá del “verso” y de la “estrofa” convencionales, se compone de dos voces: una que habla por sucesión de breves parlamentos dramáticos, y otra –la medular– que visualmente se compone de cuadrados de texto, y figura el nicho de los países muertos. Hasta 30 países, del Tercer Mundo todos ellos, muertos por muerte violenta, son el amor desaparecido del poeta: la elegía, el réquiem y el epitafio de esas 30 terribles desapariciones son el esquema básico de esta nueva creación. En vez de la estrofa el nicho, como unidad visual, verbal y afectiva a la vez. El Canto es “la Internacional de los países muertos”: la visión profética de un Tercer Mundo asesinado y desaparecido en el interior de los Cuarteles o Galpones por obra de la violencia, desaparición llorada con acentos de amor, es decir, con una doliente convergencia del eros y la polis.

El Canto se abre así: “Ahora Zurita –me largó– ya que de puro verso y desgarro pudiste entrar aquí, en nuestras pesadillas; ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?”. La atmósfera de estos grandes epitafios de los países muertos es, en realidad, una atmósfera de pesadilla. Y es también una atmósfera intensamente bélica y policíaca: aquí nadie ha muerto de muerte natural. Los países no se han esfumado simplemente en la historia y en la geografía por el mero paso del tiempo: han sido asesinados. Y si la poesía de Zurita nació ya como una poesía de la sintaxis, aún más se le retuerce y encrespa hoy el lenguaje en el canto de amor sobre tanta muerte: “Canté, canté de amor, con la cara toda bañada canté de amor y los muchachos me sonrieron. Más fuerte canté, la pasión puse, el sueño, la lágrima. Canté la canción de los viejos galpones de concreto. Unos sobre otros decenas de nichos los llenaban. En cada uno hay un país, son como niños, están muertos. Todos yacen allí, países negros, África y sudacas. Yo les canté así de amor la pena a los países. Miles de cruces llenaban hasta el fin el campo. Entera su enamorada canté así”.

La voz que habla en parlamentos breves –tipográficamente distintos de los cuadrados o nichos– es más individual y anecdótica, y sugiere episodios de tortura en los galpones: “De un bayonetazo me cercenaron el hombro y sentí mi brazo al caer al pasto. / Y luego con él golpearon a mis amigos. / Siguieron y siguieron, pero cuando les empezaron a dar a mis padres corrí al urinario a vomitar. / Inmensas praderas se formaban en cada una de las arcadas, las nubes rompiendo el cielo y los cerros acercándose. / Cómo te llamas y qué haces me preguntaron”. Esta voz tiene de común con la otra –la de los nichos– el ser voz dramática, es decir, de un personaje, no voz lírica, y el usar un habla estrictamente coloquial, pero no coloquial a secas –como es tan frecuente en la poesía actual–, sino coloquial marginal juvenil actual, es decir, una voz concreta en situación histórica y perteneciente a una cultura o subcultura determinada, que puede hablar en términos de “lindo chico mío” y “mi karma” y “sudaca”…

La voz de los nichos es también coloquial, pero menos personal. Es la voz del amor y de la muerte sobre los países-amores desaparecidos. He aquí sus primeros nichos: “Países africanos que lloran. Murieron en fecha, época y nombre. Fueron todos habidos en Cuartel 12, en urnas que se indican y causas. Cuando crecieron en países humanos y animales interrumpieron los ríos, pero fueron amigos. Interrumpieron la selva, pero fueron amigos. Interrumpieron la pesadilla y fueron como los días. Sucedió en Antes. Lloraron la noche y ahora yacen. Negra es la bomba. Amén”. Y dos nichos después: “Nicho Arauco. Habido en Cuartel 13. Fueron largos valles negros como los desaparecidos otros. Se anotó así: aviones sureños surcaron el cielo y luego, al bombardear sus propias ciudades, brillaron un segundo y cayeron. Quedaron referidos en Cuarteles con tumba escrita y advertencia. En cal borraron los restos y sólo quedó la herida final. Amén. Todos rompieron en lágrimas, Amén. Fue dura la vista. Amén”. Saltamos ahora al último nicho: “30. ¿Llamai tumba del amor de los países? ¿Por duelo me llamaste? ¿Por puro duelo fue? ¿Por duelo fue el amor que lloraron tanto? Que tanto me iban diciendo que se acaba, que se acaba todo y fue el sueño el que se acababa. Perdiendo dice paisa te vi por pastos que se iban, paisitos dice el nicho. Perdiendo negro todo se va desaparecido por islas, países y nombres sí; ¿me llamas? ¿Me llamas tú?”

Esta voz del amor y de la muerte, que llora violencias y desapariciones, es una voz oscura, pero tiene una secreta y poderosa coherencia poética. Es oscura, pero expresiva y rigurosa. Como se ve, asume ciertos jirones desgarrados de la historia y la geografía de cada país, y los contorsiona en la sintaxis, como sometiéndolos verbalmente a la tortura y muerte referidas. Los países son llorados por un hablante elemental, que se expresa más por las distorsiones del lenguaje que por la lógica misma de las palabras. Es un hablar que tiene elementos formales de una parte judicial o forense, y rasgos del lenguaje de un niño, y una estructura casi telegráfica, y también residuos de idiomas americanos autóctonos, como el quechua, o de un castellano que parece traducción literal de esas lenguas. Dado su carácter de fragmento de una obra al parecer monumental, es muy difícil juzgar este Canto por separado. No obstante, me parece que Raúl Zurita sigue trabajando en las fronteras del lenguaje y en los límites de la poesía misma, lo que hoy casi nadie es capaz de hacer. Está haciendo algo nuevo, sabe lo que hace, y lo hace con excelencia experimental y con un rigor verbal asombroso. Para emitir un juicio más pleno debe esperarse la obra total, que desde ya se anuncia notabilísima.

Publicado en El Mercurio, 15 de diciembre de 1985, p. E3.

 

 

 

 

Raúl Zurita. El amor de Chile. Por Ignacio Valente


En un libro que es ya visualmente una obra de arte, con amplios espacios y fotografías excelentes, Raúl Zurita ha agrupado, bajo el título de El amor de Chile, algo más de una docena de poemas, que según entiendo forman parte de ese gran todo en gestación llamado La Vida Nueva. Dentro del conjunto de su poesía, esta selección se caracteriza por dos rasgos precisos: uno formal, el intento de ser poesía “clara” –o legible por un público amplio– dentro de un contexto tenido por “oscuro” o difícil; el otro, su tema abierto y reconocible: Chile, su geografía transida de amor –y por tanto de historia y humanidad– en forma programática.

De uno y otro intento, el más ilustre precedente en nuestra poesía es, obviamente, Neruda, que tanto escribió a Chile y que tan llano quiso ser, bajo las nuevas banderas, en su período “neoclásico”. Y a Neruda recuerdan, en efecto, los versos iniciales, por su tono verbal y sus encabalgamientos: “Del amor de Chile, del amor de todas las / cosas que de Norte a Sur, de Este a / Oeste se abren y hablan…”. Pero, a pesar de esta resonancia y otras similares, se percibe ya en los versos que siguen un acento muy diverso. Zurita es, a la vez, más intelectual y más emocional –y mucho menos sensual– que Neruda ante la geografía patria. En esas cordilleras y playas y praderas reducidas a quintaesencias purísimas, el lector aprecia la nota utópica, idílica, profética y casi mística del registro humano y formal del autor.

El amor de Chile, como lenguaje para hablar de la naturaleza autóctona y para hacerla hablar a ella, está (por decirlo de una manera emblemática) más cerca del Dante –Amor che move il sole e l’altre stelle– que de Neruda. A los tres versos citados siguen éstos: “Los torrentes y los nevados que se tocan / y hablan amándose porque en este mundo / todas las cosas hablan de amor; / las piedras con las piedras y los pastos / con los pastos / Porque así se aman las cosas; las playas, / los desiertos, las cordilleras, los / bosques de más al Sur, los glaciares y / todas las aguas que se abren tocándose / Para que tú las veas se abren / Sólo para que tú lo escuches Chile se / levanta / Sólo para que tú y yo nos miremos / por todo el horizonte, sí mira: / se levantan”.

Lo que revelan estos versos no es tanto la majestad “naturalista” de la geografía, ni las contexturas físicas de la materia, ni la ronca voz telúrica de los elementos –como en Neruda–, sino una suerte de intersubjetividad “humana” y por tanto histórica y amatoria, que liga a los elementos cósmicos en una sinfonía inmensa. Esta sinfonía quiere ser la naturaleza y quiere ser Zurita y quiere ser el lector, en el designio de un autor cada vez más obsesionado por el problema de la comunicación humana y universal. Estas tres voces –la geografía, el poeta, el lector– se entrelazan en una voz total que aspira a ser la del Chile histórico, el actual, dividido y unificable.

Por otra parte, en este lenguaje reconocemos, aun dentro de su buscada llaneza, su visible continuidad con el de Purgatorio y Anteparaíso: los elementos naturales de Chile, las “personalidades” hablantes de su geografía –nieves y ríos y mares– se empeñan en infinitos juegos de espejos, en laberintos de conocimiento y amor, en destellos mentales, en operaciones verbales que transmutan la naturaleza de los objetos y, transfigurados a lo largo de los distintos órdenes de la realidad, se hacen parte del corazón humano, se humanizan: “Por el amor llegamos, por el amor subimos, / por el amor se nos volaron los pastos que nos / cubrían, repite entonces el desierto de / Atacama, inmenso, tendido frente a los Andes, / mirándolo / Es que los ríos entraron sobre el cielo y nos / dejaron huecos, vacíos, quemándonos como / el sueño ante el alba / Es que el amor nos quemó el sueño y somos los / arenales, somos ustedes, somos las líneas / de Zurita, nos contestan los desiertos de / Chile, infinitos, mudos de amor, llamándonos”.

Tal vez la única debilidad notoria en algunos fragmentos de estos poemas consiste en no lograr siempre la imagen de la utopía realizada en el poema, sino sólo la voluntad o el mandato que formula –sin realizar– aquella humanización de la naturaleza mediante el amor y la palabra: “Todas las cosas viven y se aman. Las grandes / Montañas y las nieves que se levantan / azules y se miran / Como yo te miro se miran / Como yo te espero se esperan / Te he esperado tanto, se van diciendo unas / a otras las preñadas montañas, arriba, / acercándose…”. Los elementos se aman, se miran, se dicen, se esperan, pero el poema a ratos sólo dice que esto ocurre, sólo menciona el “programa” de la intersubjetividad nacional y universal. Tales casos me evocan el imperativo de Huidobro sobre no cantar a la rosa: hacedla florecer en el poema.

Entiendo la raíz de esta debilidad: el afán de una poesía más accesible que, por eso mismo, puede caer en lo obvio, cosa que ciertamente no ocurre en la fulgurante oscuridad que ilumina usualmente las páginas de Zurita. Pero incluso en aquellos momentos de obviedad (así en el poema “Queridos lagos, queridos torrentes”), he aquí que de pronto, en versos como los siguientes, y por obra de la imagen, todo vuelve a realizarse en el interior de la palabra misma: “Los lagos inmensos donde nuestros ojos / se pierden / y nacen los torrentes que juntan los míos / con los tuyos. / Como las aguas que se largan rompiéndose / los escribo”. En tales momentos, que son muchos, la voluntad sinfónica y amatoria del poeta se cumple en el lenguaje, se encarna y realiza, se identifica con la palabra.

“Queridas aguas” enfrenta el problema de la muerte y escudriña tras ella una especie de transnaturaleza, bajo la forma de un arquetipo ancestral, el agua mortuoria o la muerte-agua, que nos evoca tanto la figura griega del Hades y las aguas de Caronte como los versos cristianos de Jorge Manrique: “Señor: ante el torrente de las almas / que aquí van pasando / nosotros dos, boteros de estos ríos, te pedimos / que sostengas nuestro amor / tal como sostienes estas aguas corriendo. / Y que cuando mi alma y la tuya / se desvanezcan entre los sueños y los mundos / que nuestro abrazo siga creciendo / más vasto que las mareas y más lento. / Y que cuando al fin / todo se vaya tras los torrentes, cauces y ríos / que todavía / que todavía se escuchen los gritos de nuestro amor / acompañando el pulso de los remos sobre el agua”. La intuición de esta posnaturaleza se deja leer desde muchas perspectivas. Un cristiano puede vislumbrar aquí el carácter de tierra que tendrá el “cielo y tierra nueva” –el paraíso como cosmos físico–, pero también podría hablarse de lo mejor de la utopía marxista, en los célebres términos de la naturaleza plenamente humanizada y del hombre hecho naturaleza plena. No importa tanto la clave conceptual como la utopía de Zurita en el poder de la palabra, en el extraño encanto de ese final: “acompañando el pulso de los remos sobre el agua”.

En suma, si Zurita está bien aquí, pero no en su mayor altura, es por las visibles dificultades de un poeta oscuro para ser claro sin caer en la obviedad. A ello se suma el problema de trabajar con la materia emotiva de una alegría sin sombras, frente al camino habitual de Zurita, que es llegar a la exaltación por la vía del desgarro y del dolor. Sus límites, pues, provienen del doble pie forzado que se impuso, el temático y el formal. Pero es dentro de estas exigentes coordenadas, a fin de cuentas, que ha conseguido arrancar a nuestra geografía los vivos destellos de un amor comunicante, que es su pasión central como poeta y, a la par, lo que tanto necesita hoy nuestra quebrantada historia.

La palabra del poeta –el amor de Chile hecho escritura y voz– se yergue vigorosa en medio del discurso banal de los actores sociales y políticos del momento. Y tal vez sea impotente en el escenario nacional, porque a la verdad poética no se le asegura nunca el poder ni el triunfo, pero aun así, y aunque todo el amor de Chile fuera sólo un sueño, las voces de esta sinfonía han de perdurar diciéndose sobre nosotros: “Somos el sueño que todo Chile lloró mirando, / responden los albos glaciares ciñéndose desde / el Océano hacia el Sur de este mundo, como / todo el amor, como todo el amor / helados, azulándose”.

Publicado en El Mercurio, 29 de noviembre de 1987

 

 

 

 


Fotografía superior: Raúl Zurita. Estocolmo, 1986. Por Patricio Salinas



 



 

 

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El Poeta Zurita.
Por Ignacio Valente.
(Recopilación)