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Verás auroras
como sangre
Hacia una poética
de la muerte
Raúl Zurita
Publicado en Revista Dossier, N°31, Enero de 2016
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En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, día del golpe militar en Chile, fui detenido en Valparaíso mientras me dirigía, después de una noche en blanco, a la Universidad Técnica Federico Santa María, donde estudiaba Ingeniería, y encarcelado en la bodega del carguero Maipo, uno de los tantos barcos que fueron usados como campos de detención y de tortura. Seríamos al menos ochocientos en un lugar en el que apenas cabrían cincuenta y el hacinamiento y el cansancio nos hacía doblarnos unos contra otros sin que pudiéramos terminar de caer por la falta de espacio. Las paredes de acero del buque nos aislaban completamente y el único contacto que teníamos con el exterior, fuera de las golpizas cuando nos subían a cubierta, era el cuadrado del cielo que, diez metros más arriba, recortaba la escotilla del techo desde donde nos vigilaban. En ese pequeño trozo de cielo se veía amanecer, avanzar la mañana, caer la tarde. En las noches despejadas se alcanzaban a ver algunas estrellas, unos opacos puntos de luz infinitamente lejanos, que es como se pueden ver las estrellas desde el fondo de la bodega de un barco. A veces cerraban la escotilla y echaban a andar los motores del barco. La oscuridad era absoluta y en el hacinamiento solo sentía la masa multiforme de los cuerpos estrechados con el mío que se deformaban y volvían a formarse como una ameba negra. Nada hay que palpite más que ese amasijo de estómagos, de torsos, de brazos, de piernas, pegados en la más completa oscuridad. Es un latido casi ensordecedor, como si no fuera solo el presente sino que fuese el pálpito de la humanidad entera confinada en la bodega de un barco.
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A diferencia de esas sombras que creen haberlos escrito, esos restos a menudo sobrecogedores que llamamos poemas no aspiran a la inmortalidad sino al olvido. No es el Non omnis moriar, «No moriré del todo» de la famosa Oda 30 del libro tercero de Horacio, sino el sueño de que –absuelta finalmente de la condena de testificar los actos humanos– la poesía, tal como la entendemos, se disuelva en un mundo que ya no la requiere porque cada segundo de la existencia ha pasado a ser un acto creativo. A esa distancia entonces, que media entre el poema que escribo y el horizonte final de la vida misma como la más grande obra de arte, es a lo que he llamado «la adversidad».
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Hablo entonces de esa resistencia instalada en el corazón de las cosas que nos impide la dicha y que, como un vaticinio o una constatación, parecía ya instalada en el primer verso del primer poema de una historia que también nos incluiría: «La cólera canta, oh diosa, la de Aquiles hijo de Peleo». No dice ‘diosa canta la belleza´, el heroísmo, la compasión de Aquiles. No; dice canta la cólera. Y la cólera es la cólera. Porque cómo se podría escribir algo así si no fuese porque es el correlato de una furia que no ha cesado ni un segundo; en este momento, en algún lugar, hay una ciudad que está siendo bombardeada, un barrio que está siendo arrasado, y es la permanente reiteración de esa violencia la que pareciera mostrarnos que no hemos salido de la época homérica. Más aun, es como si cegados en un amanecer lleno de sangre, toda esa amalgama de tiempos contrapuestos, de visiones, de avances y oscuridades, que sin más llamamos Antigüedad, Medioevo, Renacimiento, Modernidad, no fuesen más que los retazos de un sueño repetido una y mil veces donde la vista de Troya y de su inminente destrucción era también el anuncio de las infinidades de Troyas que aún le aguardaban al mundo. Detenidos frente a los muros de una misma ciudad desde hace tres mil años, permanentemente sitiada y permanentemente destruida, la historia de la poesía es el gran catastro de la adversidad y de los incontables nombres que toman las desgracias: Helena, Menelao, Héctor, Andrómaca y las cenizas de sus palacios arrasados: Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Bagdad, Gaza.
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Es lo que he tratado débil, precariamente, de mostrar en lo que he escrito. He imaginado en medio del horror de la dictadura sagas inacabables que se me borraban al amanecer, poemas alucinados y heridos donde el Pacífico flota suspendido sobre las cumbres de los Andes y donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro sobre el horizonte. Escribir esos poemas fue mi forma íntima de resistir, de no enloquecer, de no resignarme. Sentí que frente al dolor y al daño había que responder con un arte y una poesía que fuese más fuerte que el dolor y el daño que se nos estaba causando. No se trataba de lanzar andanadas de pequeños poemas de combate, sino de algo mucho más arrasado, más luminoso, más sordo y violento. Pero para eso había que aprender a hablar de nuevo, comenzar desde cada letra, porque ninguno de los lenguajes que existían antes servía para dar cuenta de la magnitud de lo que había sucedido y continuaba sucediendo. Siento que los escombros de esos años están allí, en esos intentos, y que dictados por un deseo que nos sobrepasa, los poemas no son sino los sueños que sueña la Tierra, los sueños con los que intenta lavarse del sufrimiento humano, y que uno no puede nada frente a eso sino apenas grabar unas pequeñas marcas, unos mínimos retazos que quizás sobrevivan al despertar.
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Yo viví en Chile en los años de la dictadura y sobreviví a ella y a mi propia autodestrucción. El año 1975 después de un episodio humillante con unos soldados, me acordé de la frase del Evangelio de poner la otra mejilla y entonces fui y quemé la mía. Estaba completamente solo encerrado en un baño, pero sentía el mismo latido de los cuerpos pegados al mío en la oscuridad de la bodega del Maipo, como una ameba negra, volví a pensar. No sabía bien por qué lo hacía, pero allí comenzó algo. Recordé que de niño había visto un avión que volaba en círculos trazando con humo blanco el nombre de un jabón para lavar ropa e imaginé de golpe un poema escribiéndose en el cielo. Por qué justo en ese momento me acordé de esa escena, nunca lo sabré, pero fue instantáneo y en no más de diez minutos tenía las frases que lo compondrían. Supe entonces que aquello que se había iniciado en la oscuridad total de una bodega repleta de prisioneros a la que acababan de cerrar la compuerta, debía concluir algún día con el vislumbre de la felicidad. Dos años más tarde pensé en una escritura sobre el desierto que solo pudiese ser vista desde lo alto. Solo diría «ni pena ni miedo», y estaría surcando un país donde casi lo único que había era pena y miedo.
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Nadie debe dañarse, para eso bastan los otros. Sin embargo, hay imágenes de todos esos años que no me abandonan. En 1982 vi recortarse sobre Nueva York las quince frases del poema en el cielo y su registro forma parte del libro Anteparaíso. En estos días, mirando esas fotografías, me di cuenta de que el trasfondo de ese poema no es el cielo iluminado sino la noche, la oscuridad de todas las prisiones, de todas las cárceles clandestinas, de todas las bodegas usadas como jaulas de hombre, de todos los cuartos donde hay seres humanos que van a matar. Las quince frases del poema no están trazadas sobre el azul del cielo de esas fotografías, están trazadas sobre lo más oscuro de nuestro mundo.
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Es, como les digo, parte de lo que he intentado. Un poeta español, aún joven y sin duda bueno, planteó que quien no era capaz de escribir un soneto no era un poeta. Quisiera creerle, yo mismo he escrito decenas de sonetos, desgraciadamente ninguno que iguale a los de Francisco de Quevedo, por lo que los he roto sin piedad. Ignoro si este poeta lo ha logrado, pero me temo que su requisito no es suficiente. No se trata de escribir o no un soneto, se trata de matar a un hombre. Quien no es capaz de matar a otro hombre jamás será un artista; pero quien lo hace es infinitamente menos que eso: es un asesino. En ese borde habita el arte. No hemos sido felices, tal vez esa es la única frase que podamos sacar en limpio de la historia y la única razón del por qué se escribe, del por qué de la literatura. Y sin embargo esos restos, esas montañas de cuadros y poemas, de frescos y sinfonías, son también la única prueba de que ha habido una batalla y que ella continúa dándose: la que segundo a segundo libran millones y millones de seres humanos sobre la faz de la Tierra por convertirse en seres humanos y por continuar siéndolo.
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Creo que todo lo que puedo haber hecho está allí, en esos intentos. He escrito desde un cuerpo que envejece, que se dobla, se rigidiza, tiembla, pero también sobre ese cuerpo, sobre sus dolores, sobre los dolores que yo mismo he causado a otros y los que yo me he infligido, sobre su piel. Siento que se escribe desde una cierta irreparable desesperación y, a la vez, desde una extraña alegría. Extraña porque es como si naciera de la imposibilidad de la dicha. Del encuentro de esos fantasmas nace la escritura. La escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculo ni de huesos ni de carne. Es un sacrificio absoluto y al mismo tiempo es la suspensión de la muerte. Es algo concreto; cuando se escribe se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte. Escribo porque es mi ejercicio privado de resurrección.
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Pero en rigor, toda obra es un ejercicio de resurrección; emerge por un segundo del mar general del habla, del que todo surge y al que todo vuelve. Porque, en suma, sea lo que sea que afirme o desmienta una obra, lo que nos está diciendo es que no hemos sido felices, que si lo hubiésemos sido el arte no habría sido necesario porque cada instante de la vida habría sido la más impresionante de las sinfonías, el más vasto de los poemas. Todos los poemas, entonces, desde las primeras epopeyas, son el intento más desesperado por levantar desde la vida, desde el rostro de lo humano, una misericordia por cada detalle del mundo. Por nuestra indefensión, por nuestra necesidad de amor, por nuestra indescriptible y tímida ternura, y por intentar la demente pasión de la esperanza. Y no me refiero a una esperanza a medias, a una esperanza cautelosa, sino a una arrasadora esperanza, tan fuerte que sea igual en tamaño a todo lo que hemos sufrido. En 1993, veinte años después de la madrugada en que se inició el golpe de Estado en Chile, vi la escritura en el desierto de Atacama y efectivamente solo podía ser vista completa desde la altura.
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En un mundo de víctimas y victimarios la poesía es la esperanza de lo que no tiene esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna posibilidad, es el amor de lo que no tiene amor. Quemada en ciudades que siguen ardiendo para siempre, triturada en sagas que jamás debieron haber existido, en cantos que nunca debieron haber sido cantados, en tragedias que debieron evitarse, la poesía ha sido mi militancia en la construcción del Paraíso, aunque absolutamente todas las evidencias que tenemos a mano nos indiquen que ese propósito es una locura.
Termino con el poema final de Anteparaíso:
Entonces, aplastando la mejilla quemada
contra los ásperos granos de este suelo
pedregoso
–como un buen sudamericano–
alzaré por un minuto más mi cara hacia el
cielo
llorando
porque yo que creí en la felicidad
habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables
estrellas.
Me refiero a las opacas estrellas que desde hace 42 años continúo mirando desde el fondo de un barco, en mis pesadillas, en mi horror, en mi amor y en mi esperanza.
Corte.
EL ÚLTIMO PROYECTO
Veintidós frases proyectadas sobre los
acantilados
de la costa norte de Chile
VERÁS UN MAR DE PIEDRAS
VERÁS MARGARITAS EN EL MAR
VERÁS UN DIOS DE HAMBRE
VERÁS EL HAMBRE
VERÁS UN PAÍS DE SED
VERAS CUMBRES
VERÁS EL MAR EN LAS CUMBRES
VERÁS ESFUMADOS RÍOS
VERÁS AMORES EN FUGA
VERÁS MONTAÑAS EN FUGA
VERÁS IMBORRABLES ERRATAS
VERÁS EL ALBA
VERÁS SOLDADOS EN EL ALBA
VERÁS AURORAS COMO SANGRE
VERÁS BORRADAS FLORES
VERÁS FLOTAS ALEJÁNDOSE
VERÁS LAS NIEVES DEL FIN
VERÁS CIUDADES DE AGUA
VERÁS CIELOS EN FUGA
VERÁS QUE SE VA
VERÁS NO VER Y LLORARÁS
Son veintidós frases que se proyectarán con luz sobre los enormes acantilados de la costa norte de Chile entre Pisagua e Iquique. Solo podrán ser leídas desde el mar.
Las veintidós frases son imágenes de lo que verá un ser humano en su paso por la Tierra. Comenzarán a ser distinguibles al atardecer: Verás un mar de piedras… Verás margaritas en el mar… Verás un Dios de hambre…
Verás el hambre… Verás un país de sed… Las frases se irán sucediendo una tras otra, haciéndose cada vez más nítidas a medida que el atardecer avanza, hasta alcanzar su máxima visibilidad en plena noche, cuando el mar, el cielo y los acantilados sean una sola masa negra. En ese momento estarán proyectándose las últimas frases: Verás cielos en fuga… Verás que se va… Verás no ver... hasta detenerse en la última frase, Y llorarás, la que permanecerá proyectada y comenzará a borrarse poco a poco con el amanecer hasta desaparecer completamente en la luz del nuevo día.
El poema escrito en el cielo («La vida nueva», Nueva York, 1982) y el poema trazado en forma permanente sobre el desierto («Ni pena ni miedo», desierto de Atacama, 1993) son obras a plena luz, son obras del día. Esta es una obra del crepúsculo y de la noche. Si he trabajado con mi vida también debo trabajar con la imagen de mi muerte.
Cuando todo termine solo quedará el sonido del mar.