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DOBLADA DE AMOR
Presentación de Poesía de Violeta Parra
Fundación Violeta Parra, 29 de julio de 2016
Por Raúl Zurita
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Violeta Parra es nuestro Shakespeare. En sus canciones están contenidas todos los sentimientos y emociones humanas, y en su alucinado recorrido ellas van tocando esa gama infinita de pequeñas esperanzas y borrosos sueños, de amaneceres y cuerpos degollados, de amores inmortales y abruptos abandonos, que sumadas uno a uno van formando el tejido real de ese compendio de imaginarios que denominamos un país, una nación, una patria. Todo país, y el nuestro también, es en gran parte una construcción imaginaria; lo real es que Veintiuno son los dolores, lo real es que Arauco tiene una pena, lo real es que Chile limita al centro con la injusticia, lo real son los campos regados con tu sangre: Julián Grimau, lo real es el nombre de la copla que no tiene nombre, lo real es el continente Violeta Parra. Su obra sobrepasa con creces las fronteras de los llamados géneros artísticos; música, artes visuales, poesía, mostrándonos en cambio un arte total en el cual está escenificada su vida y su muerte. En esa obra Violeta Parra cruzó la vía dolorosa de su propia pasión, burlona, traviesa, hiriente, transparentando a través de sus canciones las inquinas del amor y del mundo, las injusticia de la soledad y la de una sociedad ajusticiada, para levantarse -como se lo pide en su “Defensa de Violeta Parra” su hermano Nicanor- en cuerpo y alma del sepulcro y reaparecer en los rostros de miles y miles de mujeres, pobladoras, campesinas, amas de casa, jardineras, loceras, costureras, que de sur a norte del país ensangrentado, cruzaron con nosotros, y sin temblar, la noche terrible que se venía, la noche de la dictadura. Violeta Parra son millones y de allí su universalidad y cada rasgueo de su guitarra, cada rima de sus décimas, cada línea y pespunte de sus cuadros, ilumina un detalle del mundo. Incluso su muerte es parte de su creación, de lo más extremo, fuerte y expuesto de ella, porque solo alguien que vuela muy alto, pero muy alto, es capaz del acto de escribir ese himno sublime que es “Gracias a la vida”, pero escribirlo sabiendo que se va a matar.
Es esa grandeza de Violeta Parra la que conmueve hasta a las piedras, porque más allá de todas las clasificaciones, es una grandeza lacerada por la vida, capaz de transformar cada uno de nuestros vislumbres, de nuestras emociones, de nuestros gestos de amor o de rechazo, en los únicos monumentos sagrados de un mundo que es todo, menos sagrado. Es lo que nos vuelve a hacer presente esta Poesías, de Violeta Parra, la muestra más amplia y exhaustiva que se haya hecho hasta ahora de su escritura que le debemos al rigor tenaz y amoroso de Paula Miranda. Tres años atrás, en su bellísimo libro La poesía de Violeta Parra, Paula Miranda ya había expuesto los fundamentos, críticos, biográficos, históricos, de la edición que hoy nos entrega la Editorial de la Universidad de Valparaíso. Es la ocasión también de un encuentro feliz. En 1978, Manfred Engelbert, profesor de la Universidad de Göttingen, a quien le rindo aquí un homenaje, traduce y publica en Frankfurt una antología bilingüe de Violeta Parra, Lieder aus Chile (Frankfurt, Vervuert), donde se la presenta por primera vez como una gran poeta, a la altura de Pablo Neruda, de Gabriela Mistral y de su hermano Nicanor, afirmando algo que esta edición de Poesías confirma en su sentido más absoluto: que sean cuales sean las materias; desde la lucha del pueblo mapuche, los avances y retrocesos del movimiento popular y la explotación capitalista, hasta los cantos del angelito; desde los abismos existenciales de la soledad, del abandono y la muerte, hasta, la plenitud de la alegría y de la celebración: “porque el día de tu cumpleaños es día muy principal”; lo que cruza la totalidad de su obra es el amor. El amor lo inunda todo; es la arrasada nostalgia de “Volver a los diecisiete”, es la ironía de “El Advertío”, es la conmovida denuncia de “La carta”:
Por suerte tengo guitarra
para llorar mi dolor,
también tengo nueve hermanos
fuera del que del que se engrilló
Los nueve son comunistas
con el favor de mi Dios.
Abro aquí un paréntesis: antes del golpe, yo estudiaba ingeniería y era militante de las juventudes comunistas, por lo que me juntaba con mis compañeros y cantábamos a voz en cuello “La carta”, acentuando la palabra “comunistas”: Los nueve son COMUNISTAS/ con el favor de mi Dios, pero aparecieron los jóvenes del MAPU, que recién venían llegando, y cantaban: Los nueve son MAPUCISTAS/ con el favor de mi Dios, tergiversando por completo la historia. Creo que pocas cosas me indignaban más que esa apropiación indebida, por lo que estaba dispuesto incluso a trenzarme a golpes con tal de preservar la pureza histórica. Bueno, eran años de esperanzas.
Pero me he desviado, estaba diciendo que Manfred Engelbert, en una afirmación crucial, vio que toda la obra de Violeta Parra estaba cruzada por el amor. Pero no por un amor abstracto, no es el amor a los hijos o a los padres, sino que es el ansia urgente de un otro, del amor de un otro, que lo atraviesa y lo arrasa todo: los sentimientos, los estados de ánimo, las pulsiones, que se hace presente en la tristeza y en la alegría, incluso en la irreverencia del humor más desternillante:
La mujer del carpintero
se fue con el principiante,
porque el maestro que tenía
ya no aserrucha como antes.
Ahora que la acabo de leer, me doy cuenta de que esa copla es de Nicanor, no de Violeta, y es como si hubiese querido fundirlos.
Por qué no. Tiempo atrás, una feminista chilena cuyo nombre en este minuto se me escapa, afirmó, tal vez con un cierto dejo machista, que el amor era el opio de las mujeres. Puede ser, pero si es así su efecto narcotizante abarca, al menos, la totalidad de los cantos: está en el Cantar de los cantares y en los “Sonetos de la muerte” de la Mistral, está en Helena de Eurípides y en Las últimas composiciones, de Violeta Parra, donde ella une el milagro de poder ver en las multitudes el hombre que yo amo, de “Gracias a la vida”, con la clausura de toda mirada de “Maldigo del alto cielo”, esa imprecación de las imprecaciones cuya fuerza solo es comparable con las condenas de los profetas bíblicos:
Maldigo luna y paisaje,
los valles y los desiertos,
maldigo muerto por muerto
y el vivo de rey a paje,
el ave con su plumaje
yo la maldigo a porfía,
las aulas, las sacristías
porque me aflige un dolor,
maldigo el vocablo amor
con toda su porquería,
cuánto será mi dolor.
Esa omnipresencia del amor, incluso en su maldición, es lo que culmina con Violeta Parra; su opio estaba ya presente dos mil quinientos años atrás en Antígona. Parece escrito por Violeta, pero es Sófocles:
Amor, invencible en las batallas,
que te abalanzas sobre nuestros animales
y que pernoctas en las delicadas mejillas de las doncellas.
Amor que frecuentas los caminos del mar
y que habitas en las agrestes moradas.
Nadie, ni entre los dioses ni entre los efímeros mortales
es capaz de rehuirte, y el que te posee enloquece.
Doblada entonces de amor, arrasada de amor, rota de amor, Violeta Parra une las dos orillas opuestas de un sentimiento expuesto y con ello nos muestra la cara universal de cada detalle de lo existente; nada hay más universal que un instante de amor, nada hay más eterno que el instante de un sollozo o de un grito. Opiómana del amor, su rostro es así el rostro de todos los desvelados y desveladas de este mundo que intentan dormitar un rato sobre las aristas demasiado gruesas, demasiado toscas, demasiado hirientes, de esta tierra a veces bella y a veces miserable.
Es, creo, parte de lo que muestra esta Poesía de Violeta Parra. El extraordinario trabajo de Paula Miranda nos confirma que las letras de sus canciones son mucho más que letras de canciones, y en su contratapa los editores nos afirman que su obra “lleva al lector a cumbres pocas veces alcanzadas en la poesía en español”. Yo agregaría: y no solo en español. Dicho esto, quiero que volvamos un momento atrás. Los hexámetros de La Ilíada y La Odisea, son mucho más que letras de canciones y, sin embargo, la pérdida de su música, del canto con que la relataban los antiguos aedas es una de las más grandes pérdidas de la historia humana. La Ilíada y La Odisea eran cantadas y uno puede imaginar la sorpresa, perplejidad y aburrimiento que habría experimentado un griego de la Tebas de hace 2600 años, si el respectivo aeda se hubiese limitado a recitar los pasajes de la guerra de Troya sin el canto. El canto gregoriano nació con la notación musical y es inimaginable sin su salmodia. Algo similar ocurre con Violeta Parra, es con música, y lo demás es reducirla. No es leer “una copla me ha cantado, la prenda que quiero yo”, es cantar:
Una copla me ha cantado
La prenda que quiero yo,
Con esa copla a cuchillo
Me ha desangrado la voz.
Esas notas, esos altos y bajos, esos alargues y cortes, son el poema, esa es su métrica, su respiración. Pero, es precisamente la maravillosa realidad de este libro de Paula Miranda lo que nos permite reparar en ello. Sacarle la música a Violeta Parra es tan inconcebible como sacarle la música al canto gregoriano, y sé que ninguno de nosotros estaría dispuesto a esa mutilación. Nadie haría algo semejante. Sí, puedo respirar tranquilo: ella es con música.
Doblada de amor, Violeta Parra, canta.