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IV CONGRESO INTERNACIONAL MIGUEL HERNANDEZ
POETA EN EL MUNDO

CONFERENCIA INAUGURAL DE RAÚL ZURITA
Orihuela, 15 de noviembre de 2017

DONDE EL AMOR CULMINA
Reflexiones en torno a Miguel Hernández


.. .. .. .. ..

Muy buenos días. Agradezco profundamente Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, a la Universidad Miguel Hernández de Elche, a la Universidad de Alicante, a la Fundación Cultural Miguel Hernández. A los ayuntamientos de Elche y Orihuela y a todos los organizadores de este IV Congreso internacional “Miguel Hernández, poeta en el mundo” y el haberle otorgado a un poeta sudamericano, el honor de presidirlo. Es la invitación más bella y emocionante que he recibido en mi vida, de la que es muy difícil estar a la altura y lo que leeré a continuación no lo estará. Pero la poesía es una patria donde imaginamos cosas y me gustó pensar que a Miguel Hernández, el más hispanoamericano de los poetas españoles, le habría gustado que un congreso sobre su obra comenzase con un poema del peruano Vallejo. El título de estas páginas es Donde el amor culmina, tiene tres epígrafes y, efectivamente, el primero es un poema de César Vallejo:

Niños del mundo, 
si cae España, digo, es un decir, 
si cae 
del cielo abajo su antebrazo que asen, 
en cabestro, dos láminas terrestres; 
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas! 
¡qué temprano en el sol lo que os decía! 
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano! 
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno! 

¡Niños del mundo, está 
la madre España con su vientre a cuestas; 
está nuestra madre con sus férulas, 
está madre y maestra, 
cruz y madera, porque os dio la altura, 
vértigo y división y suma, niños; 
está con ella, padres procesales! 

Si cae, digo, es un decir, si cae 
España, de la tierra para abajo, 
niños ¡cómo vais a cesar de crecer! 
¡cómo va a castigar el año al mes! 
¡cómo van a quedarse en diez los dientes, 
en palote el diptongo, la medalla en llanto! 
¡Cómo va el corderillo a continuar 
atado por la pata al gran tintero! 
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto 
hasta la letra en que nació la pena! 

(…)

Creo que no es necesario remarcar la actualidad de España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo. Está dirigida a los niños del mundo y su final es un himno.:

                 (…) si la madre 
España cae, digo, es un decir, 
salid, niños, del mundo; ¡id a buscarla!

Los otros epígrafes son dos cartas finales; una es la que un detenido chileno de la dictadura de Pinochet, Carlos Berger, le envía a su mujer, Carmen Hertz donde le propone que se casen en prisión, que debería ser liberado pronto y menciona a su hijo, el “enanito rubio”. La carta está fechada el 15 de octubre de 1973:

Espero que se respeten las normas en cuanto a que la pena empieza a cumplirse desde que uno está en prisión con lo que ya tendría 15 días cumplidos. Espero que vengas hoy en la tarde. Te adoro. Y quiero muchísimo al enanito rubio. Y que podríamos casarnos aquí en la prisión…

Carlos Berger, fue ejecutado, el 20 de octubre de 1973 por la llamada “caravana de la muerte”, bajo la orden del coronel Jorge Arellano Stark, y comisionada por Augusto Pinochet. Como si la crueldad de la historia se complaciese en las reiteraciones, en las analogías, en los anticipos. Esa carta ya había sido escrita; el enano rubio es Manolillo, Carmen es Josefina, Carlos Berger es el poeta Miguel Hernández:

Josefina, la fiebre se va poco a poco y voy estando mejor cada día. Manda hoy mismo otra caja de inyecciones Biseptisem: no le eches nada a la sustancia. El primer día me gustó, sólo que estaba muy espesa. Da besos a Manolillo.

Es su última carta. El poeta está agonizando en la enfermería de Reformatorio para adultos, la cárcel de Alicante. Ya no tiene fuerzas para escribir, por lo que se la dictó a un compañero de prisión. La carta está dirigida a Josefina Manresa. Se habían casado civilmente en 1937 y 24 días antes de morir, lo habían hecho por la iglesia en una ceremonia religiosa realizada en la misma enfermería. Manolillo es Manuel Miguel, su segundo hijo de tres años. Había nacido ocho semanas después de que falleciera el primero a los diez meses. También se llamaba Manuel, Manuel Ramón. Manolillo será la última palabra que nos llegue de Miguel Hernández.

Han pasado 75 años desde su muerte, pero esa medida es equívoca; los tiempos de la poesía y los tiempos de la historia raramente coinciden y dejar morir a un ser humano, (la muerte es un hecho absoluto que, a diferencia de la vida, no admite graduaciones,  negándole los medios que podrían haberle salvado, no es una muerte común, es un asesinato lo que nos vuelve a todos sus testigos directos. Porque no se mata a un hombre una sola vez, se lo mata infinitas veces, se lo asesina para siempre en cada instante y en cada lugar de la tierra. Son infinitos 75 años y a la vez es este mismo instante, es Orihuela, y son cientos de ciudades donde su muerte se encuentra con los ojos del que lo está leyendo, son miles de Miguel Hernández, son infinitos poemas, textos, cartas, que no alcanzaron a ser escritas. Son infinitas otras formas de morir y de vivir las que se estrellan haciéndose añicos contra esa única cárcel, contra esa única mañana, contra esa única muerte.

Frente a tanta muerte, opongo el poema máximo de la vida:

Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.

Es el comienzo de “Hijo de la luz y de la sombra”, el poema mayor de Miguel Hernández y uno de los más extraordinarios de la historia de la lengua castellana. Su escritura nos muestra la marca de un sueño pretérito anclado en lo más remoto de lo humano y de su perpetuación como especie, como legado, como humanidad. Dividido en tres partes: I. Hijo de la sombra, II. Hijo de la luz, y III. “Hijo de la luz y de la sombra”, el poema se despliega como una imagen de la deriva que somos y de la sobrevivencia de todo lo existente filiado por la fusión del sueño y de la luz, del amor y de la noche.

Escrito en 1938, un año después de la publicación de los triunfalistas poemas de  Viento del pueblo, acosado por  la inminencia de la derrota del ejército republicano donde luchaba como soldado voluntario y por la angustia de la verdadera pobreza; no la de un adolescente de 14 años a quien su padre saca del colegio para que pastoree sus cabras, ni aquella del joven poeta que ansioso de reconocimiento se va a Madrid con sus únicos zapatos rotos y a menudo sin dinero para pagarse el tranvía, sino por la pobreza sorda, cerrada de la guerra, que no se mide por los bienes de los que se carece, sino por la dimensión de la angustia y de la culpa; mientras combate en el gran frente como soldado voluntario, en el frente pequeño muere su hijo de pocos meses a quien apenas ha visto. La transfiguración de ese hijo en el hijo profundo que nace de la noche penetrada por el día, hace que el círculo de la vida y de la muerte sea un perpetuo alumbramiento.

Es entonces esa conjunción cósmica del padre, la madre y el hijo, enfrentada a la durísima derrota del presente, lo que hace que “hijo de la luz y de la sombra” sea para la poesía y la historia de España, como lo es para la poesía y la historia de sus ex colonias Alturas de Macchu Picchu de Pablo Neruda, la imagen más vasta que un pueblo pueda entregar de su muerte, de su amor y de su sobrevivencia. En Neruda es el famoso “Sube a nacer conmigo hermano” de las Alturas, en Hernández, son los hijos muertos que se levantan y vuelven a la vida porque ahora su familia a la totalidad de la especie humana. Abierto como un gran arco, el poema nos muestra que cada uno de nosotros es el puerto de llegada de un río inmemorial de muertos donde los primeros pobladores del mundo continúan besándose en nuestros besos y nosotros en el hijo profundo que engendramos y que nos engendra en esa cópula del esposo con la esposa, que es la cópula de la luz y de la sombra, del día y de la noche, del alba y del mediodía:

Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas,
mientras tu madre y yo vamos a la agonía,
dormidos y despiertos con el amor a cuestas.

Hablo y el corazón me sale en el aliento.
Si no hablara lo mucho que quiero me ahogaría.
Con espliego y resinas perfumo tu aposento.
Tú eres el alba, esposa.  Yo soy el mediodía.

La imagen es esplendente, lo muestra todo, lo ilumina todo en el mismo instante en que se cierra. Una de las condiciones más absolutas de la poesía es que no admite interpretaciones porque ella en sí es el límite de las interpretaciones. No existe un discurso más allá de ese conjunto de sonidos, imágenes, sentidos que se remiten unos a otros en una sincronía perfecta que choca contra el silencio infinito. No hay nada fuera de esas dos cuartetas que pueda explicar lo que son esas dos cuartetas. Paralelos al mundo, los grandes poemas no admiten sino la emoción y la inferencia. Podemos imaginar entonces esa alba penetrada por la luz del mediodía y frente a ella un ser aún sin nombre que contemplando las estrellas de la noche evanescerse, comprende que ellas continuarán emergiendo y apagándose en los sucesivos amaneceres, pero que hay un amanecer que él ya no verá y hace el más trascendental de los descubrimientos, aquel que da inicio a lo humano: descubre la muerte, e inmediatamente después descubre el lenguaje que es, antes que nada, el conjuro que los hombres lanzan frente al hecho absoluto, inexplicable, aterrador, de que debemos morir. El primero de esos conjuros es lo que hoy persistimos en llamar el poema.

Rodeado y acosado y por la muerte del hijo de meses y por la inminencia de la derrota, Miguel Hernández levanta esa gran proscripción del presente que es “Hijo de la luz y de la sombra”, poniendo en su lugar una visión de la sobrevivencia que rompe con las fronteras que separan el pasado y el futuro, mostrándonos que, si el acto de escribir es una compensación frente a la insalvable desdicha, esa compensación solo puede tener eficacia si es una compensación desmesurada. Pero es en esa desmesura donde Miguel Hernández, retoma la gran herencia barroca de la poesía castellana, en todo su esplendor y en su exageración. Porque, ¿qué otra cosa es el barroco? ¿Qué otra cosa son la Fábula de Polifemo y Galatea, y las Soledades, sino formas extremas y sublimes de la exageración? Vivimos vidas a menudo trastocadas, nombramos las cosas sabiendo que mordemos el vacío y la proliferación de las palabras más que testimoniar su poder, testimonian su profunda impotencia e irrealidad.

Parte entonces de lo que conmociona de la poesía es precisamente la exageración heroica de su intento: suturar con las palabras las heridas de una derrota que no está en las palabras sino en la realidad, pero que solo la irrealidad de las palabras puede salvar. Es el cobijo de la lengua madre. Cuando todo, absolutamente todo está perdido, ella soñará los sueños que nos restituyen a la vida y la grandeza heroica, fundadora, de Miguel Hernández es la de haber entregado la vida para mostrárnoslos. Como lo expresa de manera insuperable José Carlos Rovira al final de su bellísima introducción a la edición de Cancionero y romancero de ausencias, publicada 1983, es “ese caudal de esperanzas que cuando el mundo se destruye, se derrumba, sigue dentro del corazón del poeta popular, porque sigue dentro del corazón perseguido del pueblo”.

Lo que pareciera, en medio de los horrores reiterados del mundo, querer recordarnos “Hijo de la luz y de la sombra", su potencia erótica y evocativa, la vastedad sideral de sus imágenes, su pureza y pasión, es que si sus torrenciales cuartetas nos conmueven, quiero decir que si el mayor y más trascendental alegato que un pueblo ensangrentado por la guerra y el fascismo, el pueblo español, ha hecho contra la muerte y el fascismo nos conmueve, es porque lo primero que esas cuartetas nos señalan es que más allá de la luz y de las sombras, somos hijos de la muerte y del lenguaje.

Tendidos así entre la muerte y la vida, los poemas de Miguel Hernández, aquellos que nos sabemos de memoria y que han sido declamados, musicalizados, cantados innumerables veces, entre los primeros por Víctor Jara, héroe, asesinado por la tiranía más feroz en la feroz noche de Chile, nos muestran que, en esa lucha titánica, devastadora, inacabable, que libran entre ellos esos dos hermanos gemelos: el lenguaje y la muerte, la historia de la poesía es la historia eternamente derrotada y eternamente renovada de los conjuros con que el lenguaje intenta posponer la muerte. Es lo que intenta toda la obra de Miguel Hernández.

Porque hay otro final; está en la última carta a la que nos referíamos en el epígrafe del comienzo, donde ese hijo profundo en el cual se besan nuestros muertos, tiene un nombre: Manolillo. Es Manuel Miguel, su segundo hijo. Manolillo será la última palabra que nos llegue de Miguel Hernández e inmediatamente después de dictarla, todo lo que escribió en su vida y con ello las alucinadas cuarteras de “Hijo de la luz y de la sombra” se estrellarán haciéndose añicos contra lo insondable, para quedar solo la silueta de un joven pastor de Orihuela, recortándose contra el fondo fantasmal de los seres que pueblan la vida de los poetas muertos. Los datos que tenemos de un hombre no son su vida y será  la emoción, el amor o la piedad de unos personajes difusos e improbables, unos personajes que estarán o que no estarán, quienes le otorgarán o no le otorgarán a la desnudez unívoca de los hechos el espesor, la tragedia o la virtud que los hechos en sí mismos jamás tienen. Reunidos en Orihuela en la mañana de este 15 de noviembre del 2017, esos personajes difusos e improbables, cuyos rostros tal vez entrevió Miguel Hernández mientras escribía, no podemos ser sino nosotros.

Rememoramos ese dolor que se llamó Miguel Hernández, lo imaginamos con su máquina de escribir y un poco más allá, las cabras recortándose contra la ladera semiárida del cerro que se alza detrás de su casa y auscultamos en la intensidad pasmosa de su obra los atisbos de su vida. Se dice que la poesía es el más solitario de los oficios, creo que es una equivocación, nadie escribe poesía solo, se escribe con la totalidad de la historia y si la escritura de un poema es un acto íntimo lo es solo porque no hay nada más colectivo que la intimidad, allí se cruza todo, los sueños de la noche anterior, recuerdos, lecturas, discusiones, derrotas, exilios, esperanzas. Eximidos de la mirada de un Dios que nos escruta, que lo sabe todo de cada uno de nosotros, nuestra soledad es el ojo a través del cual nos mira la historia. Si para Marx la religión es “el opio de los pueblos” como la definiera en la archifamosa frase de la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, después de afirmar poéticamente que ella es el consuelo de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón; la poesía es el opio del opio, es el despertar del corazón de un mundo que ha perdido infinitas veces su corazón, es la esperanza de lo que ha perdido infinitas veces la esperanza, es la posibilidad de lo que ha perdido infinitas veces todas sus posibilidades, es el despertar del amor de lo que carece de amor.

Leemos a Miguel Hernández y cada nueva lectura vuelve a hacer presente el minucioso registro que letra a letra un cuerpo ya sin cuerpo nos ha ido dando de la tragedia sangrante de la guerra civil española y de su reiteración permanente. Constatamos  el diminutivo de su hijo, Manolillo, cerrando esas cortas líneas y no podemos ir más allá porque él, es decir, esa sombra que se llamó Miguel Hernández y que en ocho años llegó a ser uno de los más grandes poetas del idioma castellano, ha regresado a la verdadera infancia, a la patria de su lengua madre que es donde se van los poetas muertos. Pero aquí al que escribe le es imposible evitar un sentimentalismo: Miguel Hernández murió a los 31 años, a la misma edad en que murió mi padre, por lo que todos los hombres que mueren a los 31 años, no a los 30 ni a los 32, sino a los 31, tienen para mí algo conmovedor; me doy cuenta que ya a los 67 años, más que les doblo la edad y es como si fueran niños, niños que se me han muerto

Recreamos así esos segundos finales que nos hacen a todos destinatarios de esa carta. Vemos el amor y la noche conjurada. Son las 5:30 de la mañana del 28 de marzo de 1942 y Miguel Hernández acaba de morir. Como se ve en el retrato mortuorio que hizo su compañero de prisión, Eusebio Oca, sus ojos parecieran esperar. El retrato está fechado el día de su muerte: su delgadez acentúa la prominencia de sus rasgos, los salientes pómulos, la nariz con las fosas nasales muy marcadas, los labios entreabiertos que dejan ver los dientes. Sus enormes ojos están abiertos, intentaron en vano cerrárselos. Ese retrato es la última noticia de su muerte. No habrá otra.

Horas más tarde los prisioneros cruzarán el patio del Reformatorio para adultos de Alicante cargando en sus hombros el féretro para que se lo entreguen a Josefina que espera afuera. Haberse casado con ella por la iglesia fue la única concesión que le ha dado a sus enemigos. Había rechazado con indignación las presiones cada vez más apremiantes para que reniegue y se convierta, del jesuita Vendrell y del ahora obispo Luis Lamarcha, el antiguo canónigo de Orihuela que solo ocho años antes había pagado la publicación de Perito en lunas, pero se casa para que ella y su hijo no queden desamparados. Josefina lo había visitado por última vez el día anterior y no ha llevado a Manolillo porque no quería que viera a su padre agonizar. Casi cuarenta años después, en Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, ella contará esos momentos y su testimonio es uno de los documentos más sobrecogedores que la desolación de un tiempo arrasado puede exhibirnos. Es incapaz de escuchar la noticia de su muerte:

Esta vez no me llevé al niño y me preguntó por él. Con lágrimas que caían por sus mejillas me dijo varias veces: “Te lo tenías que haber traído". “Te lo tenías que haber traído”. Tenía la ronquera de la muerte. Volví a visitarle al día siguiente, y al poner la bolsa con su comida en la taquilla me la rechazaron mirándome a los ojos. Yo me fui sin preguntar nada. No tenía valor de que me aseguraran su muerte.

No existe más resurrección que la resurrección en la lengua materna, en ella los infinitos sonidos del canto general que ejecutan los vivos son la reinterpretación permanente, segundo a segundo, de los infinitos sonidos que nos va dejando el canto general de los muertos. La música de un idioma es eso y esa música lo cubre y lo integra todo. Josefina, la madre, la esposa, que en “Hijo de la luz y de la sombra” tiene todos los nombres de la noche; eres la media noche, la sombra culminante, no puede escuchar que le digan que está muerto, sabe que está muerto, pero no puede escucharlo, y ese solo detalle transforma la muerte casi anónima de un poeta prisionero en una cárcel de la España franquista, en la primera revelación de su inmortalidad. No quiere escuchar la ratificación de lo que sabe, porque en esos pocos segundos extras que le da el silencio, la vida se hará infinita. Suspendida por unos instantes del lenguaje, la muerte deja de existir para que quede solo el paisaje infinito de la vida. En esos instantes ella nacerá de nuevo, abrazará a su amor, escuchará su voz, en la eternidad de sus palabras y solo cuando vuelva a morir, podrá escuchar que su amor se ha muerto.

Pero estamos en los límites de lo expresable y la amalgama de sílabas y cuartetas del poema nos muestra los sonidos de una lengua que, en un tiempo de horror y muerte, la guerra civil española, como en una paradoja sangrienta, nos entrega la versión más poderosa que un poeta español nos ha mostrado, desde el “Amor constante más allá de la muerte” de Quevedo, de la sobrevivencia en el amor. Solo al amparo de una lengua podemos percibir el torrente de la eternidad y escribir “serán cenizas, mas tendrán sentido/ Polvo serán, más polvo enamorado”, pero también solo al cobijo de las palabras, la muerte se hace muerte y el dolor se hace dolor.

Pero la memoria no salva y la dudosa autoridad bíblica de esa sentencia con que Pilatos le responde a Caifás: lo escrito, escrito está; le da al lenguaje común, a esas briznas de peticiones de sobrevivencia de su carta final, la monumentalidad de lo inexorable. Leer es a menudo una corroboración a destiempo y no podemos modificar, aunque sea una palabra, de lo que dice esa carta, no podemos hacer nada por aliviar la ronquera de la voz de la agonía con que fue dictada y nuestra emoción es una emoción inservible, es una emoción ad honorem. Leemos solo unas líneas, vemos la impresionante cronología de los poemas que nos llevaron a esa carta y vislumbramos en un segundo, que “Hijo de la luz y de la sombra", todas sus palabras, sus cuartetas, cada línea de sus versos, es el vendaje con que un cuerpo herido, acosado, expoliado, intentó detener la hemorragia para sobrevivir unos instantes más y alcanzar a besar a Manolillo, el nuevo hijo que amaría. No alcanzó a hacerlo y el reclamo a Josefina en su última visita “¡Te lo tenías que haber traído! ¡Te lo tenías que haber traído!” tiene para la poesía la misma dolorosa desazón que tiene el “Padre, padre, por qué me has abandonado” para los evangelios. Dibujado en el fondo turbio de sus lectores, Miguel Hernández agoniza, vuelve a dictarle a un compañero de prisión su última carta, vuelve a decir que está mejor cada día, pide de nuevo la caja de inyecciones. Nuevamente no alcanzamos a dárselas.

Vuelvo a los poemas. Desde sus primeros poemas escritos entre las boñigas de las cabras y la inmensidad del cielo de Orihuela la poesía fue el gran anticipo del niño que Miguel Hernández buscó amorosamente, con infinita ternura, en los últimos instantes de su vida. el rostro de un niño al que ya no vería. Miguel Hernández, muere en la cárcel de Alicante y son miles y millones de rostros de niños que se apagan con la España rota, son millares de pastores los que mueren en las cárceles, son millones y millones de atardeceres asesinados, son millones y millones de cielos de Orihuela que se derrumban, son inacabables rebaños de cabras enloquecidas arrojándose en el precipicio.

Estoy tratando de decir con palabras de este mundo, con palabras de la lengua común que hablamos, con las palabras de las playas, desiertos y cordilleras sudamericanas playas, desiertos y cordilleras que con Gabriela Mistral, César Vallejo, Pablo Neruda, Violeta Parra, Víctor Jara, ensancharon nuestro idioma, que esa carta que Miguel Hernández, ya moribundo, le envía a su mujer donde le pide cosas mínimas: que no sazone tanto la comida, que le traiga otra caja de inyecciones, que bese a su hijo pequeño, contiene todo el dolor y la invencible esperanza, la tragedia y el amor constate más allá de la muerte y representa la más alta poesía que alguien pueda llegar a decir, a pronunciar, a dictar. Son las palabras finales de un ser que se está muriendo, que está cada vez más adherido a su cuerpo, y que en su último instante será solo su cuerpo, solo su desnudez, solo su verdad.

Prisionero así no de una cárcel sino de todas las cárceles del mundo, de todas de guerras, rehenes de un mundo donde la poesía, como una nueva Casandra, está condenada a saberlo todo y adivinarlo todo, sin que nadie la escuche, Miguel Hernández dicta acá esa última carta y nos reprocha, como le reprochó a Rafael Alberti, que no estamos en el frente, que hablaremos solo de poesía y que por eso tal vez no hemos entendido lo suficiente. Que no hemos entendido, quizás, que los grandes poemas solo cuentan si son un pretexto para la bondad.

Hijos entonces  de la muerte y del lenguaje, imaginamos las millares de caídos que han sucumbido con los nombres de sus seres queridos pegados en los labios y entendemos que toda la obra del Miguel Hernández, todo lo que escribió: su auto sacramental, sus primeros poemas, Perito en lunas, la “Elegía a Ramón Sijé”, El rayo que no cesa, “Canción del esposo soldado” y los otros poemas de Viento de guerra, “El tren de los heridos” de El hombre acecha, la profundidad serena y nostálgica del Cancionero y romancero de ausencias, “Nanas de la cebolla”, todo, no era sino el ruego para que Manolillo, su segundo hijo no muera como murió el primero, para que sobreviva y junto a él sobreviva la lengua madre en que fue nombrado:

Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
Seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tu y yo se besan nuestros muertos
se besan los primeros pobladores del mundo.

Y lo continúa pidiendo en su gran poesía por nuestra lengua y por todas las lenguas que nombran a los hijos de esta tierra. A los hijos de esta tierra injusta, maravillosa y miserable, donde aún culmina nuestro sueño, donde aún el amor culmina.

 

Santiago, 30 de octubre, 2017


 

 

 

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