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        Conversación con Raúl Zurita
        Por Edgardo Dobry
        Guaraguao Nº 45 Crítica  de la Cultura / 
          Barcelona,  Junio 2014 
          www.revistaguaraguao.org 
        
        
        
        
        
        
        
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        En mayo de 2013, Raúl  Zurita estuvo en Alicante, en cuya Universidad los profesores José Carlos  Rovira y Eva Valero coordinaron un seminario sobre su obra. Nos vimos en esa  ocasión y, unos días después, nos reencontramos en Barcelona, donde Zurita dio  –en Casa Amèrica Catalunya– una de sus memorables lecturas de poesía, en este  caso de su monumental Zurita (libro de casi 800 páginas publicado por la Universidad Diego  Portales, en Chile, 2011; y por la editorial Delirio, en España, 2012). En los  fragmentos de conversación que pudimos tener en esos días surgieron algunas de  las cuestiones que se han retomado en este diálogo: la relación entre escritura  y performance; las complejas formas  de enmascaramiento o escenificación entre Zurita poeta y Zurita poema; el lugar que  ocupan en su obra los elementos no estrictamente textuales, como las fotos y  las escrituras en el cielo de Nueva York y en desierto de Atacama, las formas  que adquieren en él las relaciones entre los elementos biográficos y el poema.  Zurita habla también, aquí, del Parkinson que padece, de su compleja y  permanente relectura de la obra de Dante, de la tradición chilena, de lo lírico  y lo épico, de los poetas de hoy en América Latina… 
        — La última vez que nos  vimos me contaste que estabas traduciendo el Inferno de Dante. Me pareció interesante porque  es evidente que Dante es una referencia a lo largo de toda tu poesía, y creo  que incluso Zurita puede leerse como tu propio Inferno. Pensé, en ese momento, que habías escrito, en  cierto modo, toda tu obra para llegar por fin a Dante, a la propia Comedia, que  ahora estás traduciendo. ¿Por qué ahora, precisamente? ¿Por qué Dante? ¿Se  trata, quizás, al menos en parte, de que después de escribir una obra tan  exigente y ambiciosa como Zurita tenías que volver a una suerte de fuente de la  que alimentarte? 
          Hablamos, en aquella  ocasión, de lecturas o interpretaciones de la Divina Comedia, hablamos de De  Sanctis, de Croce, de Eliot, y recuerdo claramente que me dijiste. “No me  gustan las lecturas alegorizantes”. Quisiera que me explicaras un poco mejor  eso, si te referías a las lecturas, digamos, católicas de Dante, o si crees que  hay una lectura “literal” frente a la “alegórica”. Y, si se puede expresar de  alguna manera, por qué Dante sigue siendo nuestro contemporáneo, qué nos dice  solo él, en qué medida podemos buscar todavía en él. 
          — Complicado asunto,  Edgardo, porque los Pedante Alighieri son legión y buena parte se encuentra  entre los que hablan precisamente de la alegoría en Dante, pero qué diablos, a  estas alturas un sobrenombre más puede ser hasta un motivo de gratitud, así que  adelante. Creo que gran parte de la grandeza de la Divina Comedia está en el hecho de  que sobrevivió a la tentación alegórica. Es decir, sobrevivió a aquella lectura  donde, sea cual sea la alegoría, lo que siempre está representando es el  triunfo de la voluntad de quien escribe por sobre la voluntad de la lengua.  Dante representa así al hombre, Virgilio a la razón, Beatriz a la fe, y es así  punto, y cuando no se sabe, como anota Croce, ya llegarán los Pedante Alighieri  a sacarnos de la ignorancia. El problema es que esa ignorancia es exactamente  lo que hoy llamamos literatura y lo primero que nos muestra Dante contra la  lectura alegórica, seiscientos años antes que Lacan, es que no existe más  inconsciente que el inconsciente del lenguaje, y que por lo tanto si un texto  sobrevive a sus alegorías es porque la voluntad de la lengua triunfó sobre  la voluntad de quien escribe. Todo texto literario es siempre el resultado de  la colisión de esas dos voluntades: la voluntad del poeta y de lo que éste  desea expresar por medio de la lengua, y la voluntad de lo que la lengua quiere  expresar a través de quienes la escriben. Son dos fuerzas opuestas y la lucha  es a muerte. Los malos poemas son casi invariablemente aquellos en que se  impone la voluntad de quien los escribe, sus emociones privadas, su sentimentalismo,  su angustia personal. Los grandes poemas, también casi sin excepción, son el  resultado de la victoria de la voluntad de la lengua, por eso son  impredecibles. 
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  Estoy traduciendo la Divina Comedia, no siempre le he  sido fiel porque me agobia, pero espero retomarla pronto. El problema es  trasladar el sonido de una lengua. Una lengua es el sonido de todos los que la  hablan y de todos los muertos que la han hablado, la lengua que hablamos es la  permanente reinterpretación de la partitura que nos va dejando la lengua que  hablaron los muertos. Todo lo que escuchamos y decimos es la reinterpretación  permanente que los vivos van haciendo de la sinfonía que han ejecutado los  muertos. La música de un idioma es eso y esa música lo cubre y lo integra todo,  el poema del Mío Cid, Góngora, Cantinflas, lo que estamos conversando ahora,  todo y un porno-artefacto de Nicanor Parra tiene al menos la misma abismante  complejidad y tanta o más riqueza sonora que el más barroco de los poemas de  Lezama Lima o de José Kozer. Todas las sílabas, cada una de ellas, son  permanentemente desbordadas por las infinidades de difuntos que reviven en cada  partícula de las lengua que hablamos. Traducir  es encontrar el mar común en el que van a desembocar dos ríos de difuntos: el  de la lengua del traductor y el de la lengua desde la que se traduce. En el mar  general de las hablas, cada palabra es la resurrección y la vida. En un poema como la Divina Comedia que atraviesa la muerte, el sonido es fundamental porque es la lengua  de sus muertos. El sonido de la Divina Comedia y los sujetos que en  ella comparecen son exactamente lo mismo. El sonido es la ética del poema. 
   
  — Creo que existe un  cierto consenso acerca de que eres un poeta con una las más importantes performances de las últimas  décadas, quiero decir: un gran lector de tus propios poemas, alguien que hace  de cada lectura un acontecimiento, no una mera vocalización de lo escrito. Por  la Red circulan videos de lecturas tuyas que son realmente impresionantes.  Cuando te oí leer partes de Zurita tuve la certeza de que, en alginas zonas del  poema, lo que en el papel parece casi prosa, en tu lectura se vuelve cadencia  pura, letanía por momentos, liturgia, ritmo. Cuando escribes, ¿tienes en cuenta  esa futura “oralidad” del texto? ¿Escribes, digamos, cantando lo que escribes o  esa cadencia se le agrega al texto en la performance? 
  — Lo primero que te  quiero decir es que, con la excepción de Vittorio Gassman leyendo la Divina Comedia o Sir Lawrence  Olivier leyendo los Sonetos de Shakespeare (e imagino que habrá una o dos  excepciones más por lengua), no existe ningún ser en el universo que lea poesía  en voz alta peor que los actores. No hay nada que pueda alejarte más de un  poema que su actuación, que intentar representar sus emociones porque esas  emociones no son representables. La poesía es la esperanza de lo que no tiene  esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna  posibilidad, es el amor de lo que no tiene amor, y leer para mí en voz alta es  mostrar aquello que contra todo, sin tener ninguna esperanza de ser, fue. Para  mí leer y escribir es exactamente lo mismo, quizás la única diferencia es que  escribir es una lectura sin público y leer en público es un acto íntimo, es la  soledad de tu escritura. Nada había en mí, en este tipo que tiene un nombre que  es el mío, que tiene unos rasgos que asombrosamente otros reconocen, que tiene  dificultades de movimientos que otros advierten con alivio y orgullo (“He is  not in good condition -le decía con ínfula detrás de mí un poeta surcoreano a  una joven escritora- look at me, I'm only two years younger, and see how I am”)  que hiciese que esa página que estoy leyendo fuese escrita y sin embargo fue  escrita, fue escrita con esa cadencia, con ese tono, con exactamente ese ritmo.  No le he agregado nada ni le he quitado nada, no he preparado nada especial  salvo elegir que leeré, prever el tiempo. Entonces subo, espero mi turno a  veces con sueño y empiezo, sé que es una oportunidad de reencontrarme con  aquello que está extraviado entre los meandros de la vida cotidiana. Si me  reencuentro con el momento de su escritura saldrá todo, la humanidad que  encarno, mi engreimiento y narcisismo, como mi odio, mi timidez, mi capacidad  de sufrir y de humillarme, entonces no importa que me falte el aire, que no  pueda pronunciar algunas palabras como “ese asesinato”, que se me pierdan las  hojas o que cada vez más los temblores me impidan sostenerlas, nada de eso  importa, todo para mí irá bien. Mi preparación no consiste en modular o adaptar  un tono, no invento nada allí, mi preparación consiste en cosas mínimas, en  escuchar mentalmente una canción, en asegurarme que lo que leeré está acorde  con el tiempo que debe durar, elegir la base de una secuencia. Ahora, si no me  conecto, si de pronto tengo la sensación de que me estoy pasando con el tiempo,  entonces todo es un espanto y se transforma en una tortura porque comienzo a  fingir y miento, miento, miento. Y esa mentira es toda mi mentira, toda mi  falsedad real, es todo lo que no he amado, son todas mis traiciones. La  experiencia me destroza, casi no puedo soportarla. Qué diablos, nunca seré un  profesional. Una lectura de poesía no tiene una segunda oportunidad, la única  diferencia con la escritura es que no tiene corrección. 
  No soy un espectador  de mí mismo, pero a veces cuando escribo he sentido esa conjunción con los  otros, estoy completamente solo, pero la he sentido. Arte y poesía son términos  intercambiables y para mí el arte es hacer de tu enfermedad, de tu ruina, de tu  precariedad, de tu egoísmo y miseria, una obra maestra. Solo los enfermos, los  débiles, los miserables son capaces de crear obras maestras. Quien no ha  sentido en el fondo de sí mismo el latido del asesino, quien no ha estado al  borde de matar a otro no será jamás un artista. Pero aquel que ha cruzado ese  borde y ha matado a otro es solo un asesino. El borde es la medida de toda  poesía y de todo arte. O soy un enfermo o soy Miguel Ángel, no hay más  alternativas. 
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        Soy un cursi, a quien  el pálido espectáculo de carecer cada vez más de fuerza física, de movilidad y  de prestancia (¿se puede decir caminar a cómo avanzo, a los pasos que doy  echado para adelante, sin mover los brazos, teniendo que detenerme cada dos  metros?), lo hace llorar de pena, de belleza y de auto celebración. Cuando de  verdad no pueda moverme y la baba me empape la hoja que intento leer, entonces  me diré, por fin, ahora sí que es de verdad ¡wooowww!
         — Respecto de la  cuestión de lo textual, una de los aspectos más sorprendentes de tu obra es la  extensión del concepto de escritura o de inscripción a las formas más diversas,  desde autoflagelaciones en la cara a aviones que trazan versos en el cielo o  gigantescas letras en el desierto. En Zurita, además, están las fotos de los  acantilados del Pacífico chileno. ¿Es una forma de decir que la transmisión  tradicional del texto no basta? ¿Lo consideras una parte central de tu obra o  es, como de otro modo tus lecturas, una parte de la performance del texto? 
          — Yo trabajo con mi vida  Edgardo, y trato, al menos trato, de que eso no sea una consigna. Las acciones  autoflagelantes como las llamas no fueron performances, fueron actos  absolutamente solitarios, sin fotógrafos, y al menos la primera de ellas, sin  que supiera en el momento muy bien que diablos estaba haciendo allí, encerrado  en un baño, quemándome la cara con un fierro calentado al rojo. Fue en 1975, en  mayo o junio. Horas antes una patrulla de soldados me detuvo por mi aspecto  imagino y estuvieron un rato indefinible sometiéndome a esas humillaciones en  las que son diestros, no pasó a  mayores  y finalmente me dejaron ir. Entonces me acordé de esa frase del evangelio sobre  que si te golpean en una mejilla pon la otra, y fui y quemé la mía. Después  supe que allí había comenzado algo e imaginé la secuencia: Purgatorio, Anteparaíso, La Vida Nueva.  
         En 1980 intenté  cegarme, fue dos años antes de las escrituras en el cielo. Lo hice porque  quería que el único que no pudiese ver el poema que imaginaba trazándose en el  cielo, o sea, en lo más visible del mundo, fuese yo. Era una demencia y-  afortunadamente no resultó. Sin embargo, hay un par de ideas de todo eso que no  me abandonan. Pensaba que cegarse era volver a tocar ese instante inmemorial,  anclado en lo más hondo de uno, en que algo pasa a ser alguien, porque  comprende que el cielo que está mirado permanecerá allí cuando él ya no esté y  que lo que está mirando entonces es la imagen de su muerte. Era en plena  dictadura, e intentar cegarme tenía también que ver con eso. Lo intenté de  verdad, me sujeté los ojos abiertos pegándome los párpados con telas adhesivas  y me lancé amoníaco puro. Después de hacerlo, terminé en un hospital, la fuerza  del instinto fue más fuerte y alcancé a cerrar los ojos haciendo saltar las telas  adhesivas, pero el vapor del amoníaco puro me asfixió. Tenía los párpados  quemados pero al abrirlos me di cuenta que veía. No hubo fotógrafos, solo el  testimonio de un amigo, imagino el parte que estará en la Asistencia Pública y  el testimonio de la que entonces era mi mujer, Diamela [Eltit], escrito en la  última página de Anteparaíso. Imaginar aviones escribiendo en el cielo y bulldozers escribiendo  frases en el desierto fue mi modo de sobrevivencia. Mi modo de no sucumbir. Las  imaginé después de quemarme la cara y la foto de la cicatriz de la mejilla  quemada es la portada de Purgatorio, publicado en 1979. En una relación de simetría, pensé en un poema  que se viese desde la tierra al cielo y en su anverso, un poema que se viese  desde el cielo a la tierra. En el último poema de La Vita Nuova, Dante promete decir  de aquella bienaventurada lo que no ha sido dicho jamás de mujer alguna. Muchos  años después concluyó el Paraíso, pero para eso su amor tuvo que morir. En medio de ese desierto que  era Chile me imaginé un recorrido inverso para pasar no de la promesa al  trabajo, no de La Vita Nuova a la Commedia, sino pasar de la Comedia a la Vida, del trabajo a la promesa, del  Viejo al Nuevo Mundo. Cuando tracé la frase “ni pena ni miedo” sobre el  desierto de Atacama pensaba en eso, en terminar con una promesa, y  efectivamente la fotografía de esa escritura de más de tres kilómetros, cierra  lo que había comenzado veinte años antes encerrado en un baño. El último libro, La  Vida Nueva, fue publicado en 1994. Con eso se cerró una idea. Todo buena o  malamente forma una sola cosa; las dos acciones, los tres libros, las  fotografías del cielo escrito, la fotografía final de la frase en el desierto  concluyendo La Vida Nueva. El pintor Sammy Benmayor, al ver el surco de las letras en el  desierto, me dijo que eran iguales al surco de la cicatriz en mi mejilla  quemada cuya fotografía es la portada de mi primer libro. Bueno por lo menos lo  había intentado. 
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          Hay otro aspecto;  Mallarmé dice en uno de sus ensayos que “la página es el revés del cielo  estrellado” (claro, es un cielo blanco y las letras son las estrellas negras),  y posiblemente los poemas en el cielo son su consecuencia más extrema. En todo  caso si hubiesen habido aviones en el siglo XIX tal vez Mallarmé lo habría  hecho. Pero no; faltaban aún cien años y la idea ocupar el cielo y la tierra no  nació de Mallarmé sino del sueño y de la desesperación, en el año 1975, en la  época más dura de la noche chilena. Imaginarlos fue mi forma de sobrevivir.  Pensar en escribir poemas en el cielo o trazar un poema sobre el desierto fue  mi forma de no morirme, no fue un gesto artístico, fue un acto de  sobrevivencia. Al mismo tiempo no podía ponerme límites, es tonto porque no  pasará un segundo e igual vendrán los otros a ponértelos; que eso es imposible,  que eso no es poesía, etc. Yo con la misma nitidez con que imaginaba poemas, me  imaginaba estas escrituras trazándose en el cielo y otras que solo pudiesen ser  vistas desde el cielo. Las imaginé en un segundo, pero hacerlas me tomó años,  ocho años los poemas sobre Nueva York y dieciocho trazar la inscripción sobre  el desierto. Esas escrituras son mis poemas más íntimos, por muchos años ellas  vivieron solo dentro de mí. El haberlas realizado no fue más que monumentalizar  un instante de locura. 
        — Quería volver por un  momento a Dante, desde otro rodeo. Es notorio el hecho de que en la edad  moderna, con el surgimiento del concepto literatura, la poesía, que  durante siglos era el todo dividido en géneros, se restringe fuertemente al  ámbito de lo lírico. A tal punto es así que, hoy, decir poesía lírica resulta repetitivo.  La epopeya se convirtió en novela; el drama, en teatro. Los grandes dramaturgos  franceses del XVII (Racine, Corneille) son los últimos, prácticamente, en  utilizar el verso; del Paradise Lost de Milton, el Doctor Johnson dijo que “solo es representable en el  teatro de la mente”. Novela y teatro son hoy exclusivamente ámbitos de la  prosa. A partir del romanticismo hay toda una política del yo en el poema; el caso  más notorio es el de Wordsworth, no solo en las varias y sistemáticas versiones  del Preludio sino en el breve “I  wandered lonely as a cloud”, que generaciones de lectores (y no lectores)  supieron de memoria. Sin embargo, tengo la impresión de que en tu poesía, y en  particular en Zurita –que, en cierto modo, es tu Preludio, si no me equivoco–, se rescata, de un modo  inesperado, el aliento épico de la Commedia, sin renunciar a lo lírico ni a la política del yo. Quiero decir que ahí  el yo ya no es  románticamente asimilado a la voz de la verdad (frente a la novela y el teatro,  que son necesariamente ficción) sino construido como máscara, pero como una  máscara que ya no es discernible del rostro (por eso te preguntaba antes por la  autoflagelación del rostro como forma de escritura: porque la autoflagelación  –en la foto de Purgatorio, que vuelve gesto público el acontecimiento privado– sutura el  rostro, digamos, anatómico, a la máscara poética). No sé si todo esto te parece  pertinente o lo vez completamente fuera de foco. En todo caso, me interesaría  saber si, en la escritura de Zurita, fuiste consciente de ese aliento épico que, por  otra parte, de distinto modo, está en la tradición de Chile como en ninguna  otra de América Latina, no solo en el remoto Ercilla sino, más cerca de  nosotros, en Altazor de Huidobro y en el Canto general de Neruda. 
          — Lo que  dices no solo no me parece una locura sino que toca el punto central de toda la  literatura: ¿quién habla? En lo que a mi concierne es un asunto crucial que  está en el fondo de lo que precariamente he intentado hacer e intentaré  respondértela con la mayor honestidad de la que sea capaz. Me temo Edgardo,  ojalá que no sea así, que no seré breve, pero contestarte con una mínima  coherencia me es demasiado importante; importante frente a ti por supuesto,  pero también frente a mí mismo, independiente de lo que hagamos con esta  conversación. Nunca he compartido mucho el concepto de máscara, esa idea de la  literatura como máscara, la idea de enmascararse no me funciona bien, sino que  creo que una imagen más cercana a la literatura, siguiendo con el ejemplo del  teatro, es la de escenario. La razón creo que no reviste grandes misterios pero  lo cruza todo, comenzando con el hecho mismo de escribir, y es ésta: desde el Gilgamesh y la Odisea hasta  tu Pizza Margarita, sean cuales sean los puntos de  vista que adopte una obra literaria; el de un narrador omnisciente, el de la  tercera persona o el indirecto libre, nombrando lo que me acuerdo del colegio,  y sean cuantos sean los personajes que intervengan en ella; muchedumbres  enteras como en La guerra y la paz y 2666,  o uno  solo como en la poesía de Ungaretti; toda obra literaria es siempre un  monólogo. 
          Creo  que es lo que hace visible la famosa K de Kafka. Le comentaba hace poco a Ilans  Stavans que eso para mí ha sido decisivo. Kafka quiso dejar el registro de su  existencia, de que estuvo vivo, no el Franz Kafka que nosotros vemos en la tapa  del libro sino él, él mismo, como yo digo yo ahora, y creo que cuando le pidió  a Brod que destruyera su obra es porque lo más humillante de su vida era pedir  que notasen que estuvo vivo. Leo El castillo y El Proceso y sé, lo sé con una certeza que nada puede desmentir, que estoy  leyendo exactamente lo que Kafka pensó al llamar K a su personaje. Veo su  soledad, su asfixia, su imposibilidad; veo al ser dañado que se cubre con las  vendas de la escritura con la única esperanza de que alguien que viene de  afuera, un ser difuso e improbable, el lector, viera esa soledad, viera esa  asfixia, viera esa imposibilidad y, rompiendo la venda de las palabras, le  tocara el corazón, abrazándolo. Todos al escribir somos esa K de Kafka. Al leer  K, veo esa vida real entre las palabras y entiendo entonces que la obra de  Kafka más que desarrollar unos relatos, lo que construyó es un escenario para  una vida, la de quien escribe, y donde nosotros, cada lector, al leer somos la  trascendencia de esa vida, el cielo que soñó, como lo sueñan todos aquellos a  quienes les cuesta vivir, todos aquellos desdichados, llorosos, incompletos,  que aunque sea sólo con la mente, le escriben una carta a su padre. El Zurita que  aparece desde el inicio en todo lo que he publicado es esa K. 
          Por otra parte, Edgardo, creo que no habría escrito ni la letra “o” si  no tuviera la ilusión de volver a reunir lo que en un momento se escindió y que  tú relatas tan lúcidamente. Y, por favor amigo querido, no veas arrogancia en  lo que sigue (puedo serlo cuando me hieren, pero nunca lo he sido con los que  quiero), mi sueño fue precisamente suturar ese punto de ruptura, no para volver  al absolutismo de la poesía, sino porque creo que es ya en la agonía de la  escritura tal como la hemos entendido lo que una obra como la que yo me he  planteado, muestra es la existencia de un nuevo género. Pero tampoco es tan  extraño porque creo que la escritura no hace distingos entre épica y lírica y  hasta donde puedo entenderme creo que la historia de la poesía chilena, desde  Ercilla por supuesto, pero sobre todo con Neruda, Huidobro que citas, a los que  agregaría Pablo de Rokha y al proyecto más totalizante de todos: la antipoesía  de Nicanor Parra, consiste en desconocer la fisura que mencionas. Al escribir,  como al leer, se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte, es  algo concreto, si estás preocupado orque te vn a rematar la casa no escribes,  por lo que lo único que existe es la simultaneidad de todas las escrituras, el  momento en que escribes es exactamente el momento en que está escribiendo  Homero, Shakespeare, el poeta Carrera, mi contemporáneo Roberto Bolaño, Idea  Vilariño, Edgardo Dobry, todos. No se trata de la intertextualidad de la  Kristeva ni de la angustia de las influencias siguiendo a Harold Bloom, no  existe un antes ni un después. Tu escritura es todo lo que has leído y la  escritura de cada uno de lo que has leído es a su vez la ecritura de lo que  cada uno de ellos han leído y así, en un instante, al escribir una sola palabra  se moviliza la totalidad de lo escrito. 
          Abro un  paréntesis. Por supuesto que todo esto es algo que ignoran esos agentes de la  SS que en la Feria del Libro de Guadalajara se le fueron encima a Bryce  Echeñique acusándolo de plagio. Todo es escrito por todos y lo único que existe  es el mar general del habla del cual todo surge: Platón, la Divina Comedia, Cantinflas, la  conversación de dos lavanderas a la orila de un rio, el Ulises, este mismo diálogo,  y al cual todo vuelve. En sociedades como éstas obsesionadas hasta el delirio  con el dogma de la propiedad, acusar a alguien de plagio es tan abyecto  como acusar a un judío en la Alemania nazi o de comunista a alguien en la época  del machartismo. Pero hacerlo además en nombre de valores bien pensantes como  la “honestidad” (que en esto vale un pepino, un escritor honesto o es un bodrio  o es un latero) equivale a una autodelación y muestra la distancia insalvable  que separa a un gran escritor de un mal escritor: un gran escritor es alguien  que plagia todo lo que se debe plagiar, un mal escritor es alguien que plagia  todo, menos lo que se debe plagiar. 
          Pero  me he desviado y ya este mail se alarga mucho. Te agradezco desde el fondo del  alma la atención que me prestas e intetaré responderte la pregunta mejor de lo  que aquí he farfarullado. Me ha pasado algo con Borges, me he pasado casi  cuarenta años intentando llevarle la contra y he cedido. De una editorial, LOM,  me venían pidiendo con insistencia que les entregara algo y armé un pequeño  libro para ellos que acaba de salir; son un grupo de textos que están en Zurita  que creo forman una unidad independiente. Tiene poco más de 100 páginas y se  llama Nuevas ficciones. Es un homenaje, claro, a Ficciones, y algo  más. Tu pregunta me ha hecho volver a pensar en qué es ese algo más. 
          Es algo de eso, pero con angustia me doy cuenta que no es esto lo que te  quería decir. Lo intentaré nuevamente. Tengo que hablarte mucho más  concretamente de la máscara, tu pregunta es precisa, tengo que hablarte mucho  más concretamente de lo épico, tengo que hablarte del postfacio que Ignacio  Echavarría en la primera edición de 2666: si en lugar de limitarse a  consignar su existencia, 2666 hubiese efectivamnente terminado con la  nota que dejó Bolaño para poner al final de 2666, habría cambiado la  histora de la literatura y todo lo que yo te digo estaría demás. Pero ya, no  sigo.