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La noche irrepresentable
Homenaje a Idea Vilariño. (Montevideo, Uruguay 1920-2009)

Raúl Zurita
Revista No. 9.  Biblioteca Nacional de Uruguay

 

 




.. .. .. .. ..

Al poseerse los amantes dudan
No saben ordenar sus deseos.
Se estrechan con violencia,
se hacen sufrir, se muerden
con los dientes los labios,
se martirizan con caricias y besos.

……

Nunca haremos el amor
como esa noche
Nunca.
No volveré a tocarte
No te veré morir.

No importan los milenios que median entre esos dos fragmentos, ni las lenguas en que fueron escritos, ni las culturas o las sombras que los originaron. Como un abismo, el final del poema “Ya no” de Idea Vilariño pareciera clausurar todo el universo de lo dicho y es como si de pronto no existieran más que el pulso de esas palabras, de esas pocas líneas repitiéndosenos una y otra vez como el estallido de una rompiente que no ceja. Un poco más abajo, el primer fragmento (Lucrecio: De rerum natura, libro IV, en la insuperable versión de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Alvar), dice que los alimentos sólidos, las bebidas ocupan sitios fijos en nuestro cuerpo y así es fácil, una vez ingeridos, apagar el deseo de comer y de beber…

Pero de un bello rostro, de una piel suave,
nada se deposita en nuestro cuerpo, nada
llega a entrar en nosotros, salvo imágenes,
impalpables y vanos simulacros,
miserable esperanza que muy luego se desvanece.

El golpe es inmediato. Nada del cuerpo amado queda en uno. Nada de un gran poema queda en uno, por eso lo repetimos una y otra vez en nuestra mente. Instaladas en el borde de lo decible, una de las condiciones más paradojales de las obras maestras, como el fragmento de Lucrecio o el poema de Idea Vilariño, es que nada podemos aprender de ellos. Un gran poema no nos enseña a escribir otro gran poema, a diferencia de las marejadas de lo literario, el Ulises de Joyce, Proust, la antipoesía o el Canto General de Neruda, los grandes poemas no crean escuelas ni respaldan nuestras vidas. Es como si le perteneciesen más al silencio que a las palabras y todos los intentos por integrarlos a nosotros rebotasen contra la inexpugnable dureza de su perfección. Más humanos que lo humano, esto es, más plenos, más llorosos, más devastados, que todo llanto, plenitud o devastación, los grandes poemas nos arrancan del mundo justo cuando nos hacían uno con él.

Es parte de la desgarradora fuerza de un poema como “Ya no”. Sujetos a todos los percances de la vida y del desamor, nuestros cuerpos erróneos buscan refrendar sus pasiones a medias con la plenitud del poema sin que un ápice de él se haga uno con nosotros. Vivimos a menudo existencias imaginarias, no es extraño que antes de dormirnos sostengamos conversaciones con seres donde los amores no correspondidos o las barreras de la distancia o de la muerte dejan de ser muros infranqueables. Desde que emergieron las primeras palabras, la precariedad nos ha llevado a construir mundos dobles que reflejan también algo de lo que pudo ser. Todos los seres humanos se confiesan por las noches y cuando esa confesión llega a los límites de lo intolerable todos también se absuelven hasta el nuevo día. Solo por eso pueden dormir. Esa absolución que se permite la vida es exactamente la absolución que no se permite la poesía de Idea Vilariño.

Creo que esa imposibilidad es el tema central de Poemas de amor (sigo la edición de Cal y Canto, Montevideo, 2006) y su dimensión más irrevocable es el final de “Ya no”. Presos de un insomnio inacabable, ajenos a toda grandilocuencia y a cualquier afán de novedad, estos poemas son una de las más extraordinarias representaciones que la poesía ha hecho del omnipresente tema del amor y de la pérdida. Como si quisiera desaparecer en lo que nombran, cada una de sus líneas, cotidianas, comunes, domésticas, van adquiriendo en la medida que el poema avanza la rotundidad de las revelaciones sagradas, mostrándonos ese extremo del dolor frente al cual las palabras solo pueden contar lo que ha sido contado. Como en el “Soneto 76” de Shakespeare: Spending again what is already spent; / For as the sun is daily new and old, / So is my love still telling what is told, su monólogo es único precisamente porque es común, se ha repetido innumerables veces y está estampado en incontables poemas, canciones y relatos, casi con las mismas frases, porque cada uno de ellos en su aparente simplicidad, en su reiteración, muestra el espectáculo de una desolación que le atañe a una persona, al mismo tiempo que compromete el horizonte total de lo escrito. Entendemos que la extrema dicha –si algo así existiese– como el extremo sufrimiento marcan el confín del universo y que tanto el abrazo de dos seres que intentan una y otra vez hacerse uno sin conseguirlo como el grito de la irremediable separación, solo pueden ser representados en ese borde en que el mar general del habla, aquel que funda cotidianamente la vida de los seres humanos, se destroza contra los bordes de su propia oscuridad:

Nunca sabrás quien fui
por qué me amaron otros.

Es esa oscuridad lo que nos hace presente Poemas de amor. “Ya no” es todo lo que no se verá del otro, todo lo que no se hará por el otro, es todo lo que muere en mí que no te veré morir. En el otro extremo de la experiencia artística Walt Whitman escribió en su poema “Adiós”: “Camarada, tú no estás tocando un libro, estás tocando una persona”, pero es precisamente la página del libro que leo es esa piel que me lo impide y sólo puedo deslizarme sobre sus letras como si mis ojos fueran labios, sin poder tocar ahora, en este instante, al ser que existió real, concretamente, que se llamaba Idea Vilariño y que escribió “no volveré a tocarte”. Entrevemos que una de las condiciones más desollantes de la lectura es que siempre es a destiempo. La página del libro es el lugar perfecto para un encuentro. A diferencia de lo que sucede con los equívocos de lo real, esta vez no hay ninguna posibilidad de equivocarse de dirección o de confundir la hora y todo está dispuesto para que las sombras de quien escribe y quien lee se encuentren. Sin embargo, justo cuando ese encuentro es inminente, cuando están a punto de tocarse, como si habitaran en los lados opuestos de un espejo, ambas sombras divergen alejándose para siempre.

Vislumbramos así que el poema existe porque el sufrimiento nada puede decir del sufrimiento, el sufrimiento es el black hole del lenguaje, en su inmediatez todas las palabras son succionadas y parte de la fuerza de la poesía de Idea Vilariño es hacer evidente toda gran poesía solo puede ser escrita sino al borde de la muerte, en el límite exacto más allá del cual todo lenguaje fracasa. El poema es el último destello de lo decible, el último fulgor de las palabras antes de apagarse y ser absorbidas y al mismo tiempo es lo primero que emerge de lo innombrable. Al borde de la muerte el poema nos anuncia la vida y la voz que está a punto de apagarse es también la voz que acaba de nacer. Los poemas de amor de Idea Vilariño nos muestran en su insomnio que tal vez sólo en sueños somos capaces de morir por amor. En uno de ellos, un breve poema fechado en 1955, “Canción”, dice que quiere morir de amor. Tampoco hay afectación, las palabras son comunes. Se lo dice a alguien que no está, con la misma pasión y estremecimiento que miles y millones de hombres y mujeres se siguen preguntando sobre el porqué de sus ruinas.

Volvemos entonces a ese cierre, a ese “no te veré morir”, y nos damos cuenta de que si su sonido nos vuelve como un eco antiguo es porque el lenguaje es, antes que nada, el conjuro que los hombres levantan frente a la muerte y la historia de la poesía no es sino la historia de esos conjuros. Escrito hace dos mil años, el fragmento inmortal de Lucrecio nos revela el presente perpetuo de todas las escrituras y sentimos al otro, a ese tú que desde el comienzo del mundo evocan todos los poemas de amor al final de cada línea. Sentimos la punzada de esa carne y por un instante creemos ser esa carne, ese cuerpo que ya no será tocado, pero exactamente en el instante en que nos levantamos para responderle a ese inmemorial insomnio que nos dibuja, que nos ansía, que nos espera: Yo también te ansío, yo también te espero, volvemos a nuestro propio insomnio, condenados a repetir una y otra vez la belleza estremecedora de lo que ya es irreparable, de lo que ya no tiene remedio:

No volveré a tocarte
No te veré morir.

¿Cómo explicar que esa tristeza es irreductible precisamente porque es bella, más aún, porque es extremadamente bella? ¿Cómo decirle a otros –al que lee hoy día– que leer es reiterar una fatalidad? No podemos huir de esas palabras, no podemos apartarnos un ápice de ese pentagrama de la desolación como si todo lo arrasado que podemos contener en nuestra vida, todos los espejismos y los reproches ya hubiesen sido tallados en esos versos, en esas líneas de las que no podemos extraer nada. En fin, cómo explicar que en esa revelación inminente que finalmente no se produce, como Borges definía sin más a la emoción estética, está contenido ese océano omnipresente de ruegos no escuchados, de llamadas no atendidas, de yerros casi invisibles, los que sumándose uno a uno, como un alud de nieve, van creciendo hasta formar los nuevos hornos crematorios, los nuevos Hiroshima de las pasiones mutiladas, de la demencia, del fracaso infernal del amor:

Y es que ellos mismos saben que no saben
lo que desean y, al mismo tiempo, buscan
como saciar ese deseo que los consume,
sin que puedan hallar remedio
para su enfermedad mortal:
hasta tal punto ignoran dónde se oculta
la secreta herida que los corroe.

Entendemos que esa es la herida mortal de los poemas de amor de Idea Vilariño. La dedicatoria dice: A Juan Carlos Onetti. Más allá solo la noche irrepresentable.

Santiago, agosto, 2014



 



 

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