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Las cenizas del poema

Raúl Zurita
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 696 (junio 2008), pp. 9-14


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El poeta chileno Raúl Zurita, que acaba de publicar los libros Las ciudades de agua e In memoriam habla de las raíces de su escritura en este texto, que considera la muerte como el argumento esencial de la poesía.

 

La poesía es posiblemente esa x de la ecuación que media entre nuestra infelicidad real y el vislumbre del Paraíso. Creo que siempre se escribe desde una cierta irreparable desesperación y a la vez desde una también imposible alegría, del encuentro de esos fantasmas nace la escritura. El poema es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculo ni de huesos ni de carne. Es un sacrificio absoluto y al mismo tiempo es la suspensión de la muerte. Es algo concreto, cuando se escribe se suspende la vida y por ende se suspende también la muerte. Escribir es un ejercicio privado de resurrección.

Pero es también una imagen y, aunque parezca algo demencial, es una imagen concreta: ver los rostros de quienes has amado dibujándose en el cielo. No sobre las bóvedas de las grandes catedrales modernas: los bancos o las nuevas estaciones del metro, sino en el cielo. Inmensos retratos trazados por aviones con líneas de humo blanco que se recortan contra el azul del cielo para luego deshacerse. Me he sorprendido incluso pensando en las técnicas que se requerirían para realizarlo y en los nuevos Medicis de un mundo por venir. De una tierra reabierta donde esos dibujos trazados en lo alto por decenas de aviones al unísono, irrumpirían por unos instantes con un silencio infinitamente más vasto el ensordecedor ruido del presente. Luego se evanescerían en el viento.

La muerte es un hecho inminente y lo anterior es, por supuesto, la imagen de una derrota, pero con todo me emociona saber que yo seré el único que habré visto esos dibujos en toda su locura y posible belleza. Es ese trazo final de la muerte, su composición, que deshacerá las figuras dibujadas en el cielo igual que el viento, pero que las deshacerá dentro de mí, sin que ningún otro las vea, lo que paradójicamente me hace sentir que todos somos uno. Que lo humano es esa infinidad de poemas, de epopeyas ciegas y cantos, de imágenes extremas que existen únicamente para ser contempladas por un único espectador y que morirán con él. Es como si el mundo entero entonces no fuese otra cosa que el cúmulo incontable de imágenes jamás dichas, de novelas jamás escritas, porque su belleza era demasiado rotunda para ser contemplada por algo más que no fuese un ser solo.

He creído que es el tema de la Divina Comedia. Mejor dicho, que es el tema de la Divina Comedia hoy. Que si ese inmenso poema nos atañe todavía, en este tiempo, es porque es el poema máximo de la soledad, el más desgarrado y conmovedor. Esta es la soledad: escribir algo tan colosal, tan enorme —ni más ni menos que escribir una travesía por lo que está desde siempre fuera del lenguaje: por la muerte— sólo para escucharle decir a su amor, a Beatriz, las cosas que ella jamás le dijo. Y escuchárselas decir de tal forma que pareciese que no es él mismo el que se las está diciendo.

Es ese trazo entonces, esa corrección de la muerte, la que le otorga a la poesía su carácter desmesurado y su enloquecedor silencio. Es nuestro silencio. Vivimos en la época de la agonía de las lenguas, estos es, del divorcio absoluto entre las palabras y sus significados, y los poetas hoy son aquellos seres a los que les ha tocado el papel de cargar con sus poemas muertos para dejarlos frente a las orillas de un océano que estará o no estará, que esas palabras muertas cruzarán o no cruzarán, pero que nos otorga el extraño privilegio de experimentar, como quizás nunca se había experimentado antes, que desde el primer texto que se haya escrito, desde la Epopeya de Gilgamesh en adelante, sean cual sean las estructuras, los puntos de vista o los personajes que involucre una novela, una epopeya o un drama (muchedumbres como en la Ilíada o La guerra y la paz o un solo hombre como en los poemas de Giuseppe Ungaretti), toda obra literaria es siempre un monólogo.

No hemos sido felices, es posible que esa sea la única frase que podamos sacar en limpio de la historia y la única razón del por qué del poema, del por qué de nuestros poemas muertos. El poeta contemporáneo cruza entonces en medio de las lenguas que agonizan y nuevamente es una imagen: la de miles y miles de figuras que desde distintos lugares avanzan a trastabillones entre los bocinazos de los automóviles, entre el ensordecedor ruido de los mass media, entre las rutilantes imágenes de la publicidad, cargando con los bultos de sus poemas muertos para dejarlos en una playa que tal vez esté o no esté, frente a las orillas de un mar que estará o no estará, y regresar una y otra vez con esas cargas muertas en las espaldas mientras alguien desde las murallas de una ciudad eternamente sitiada y eternamente destruida, alguien causante de todas las desgracias y por ende de todos los cantos, los observa describiéndoselos a un Príamo también imposible, fantasma entre los fantasmas, que la toma por los hombres arropándola.

Son miles de siluetas que avanzan sobre la playa a duras penas: uno de ellos es un Homero negro de una diminuta isla del Caribe, otro es un irlandés que habla de campos de trigo abonados con sangre, otro es un joven mexicano de Tabasco y a su lado un peruano que vive en Arequipa, el más anciano es Parra, hay otros que vienen de Irlanda y de África, otros de regiones montañosas y sangrientas, Albania, que cantan las sagas de guerreros ciegos montados sobre corceles ciegos que rodean atacando con sus lanzas a un rey muerto que llora porque no puede levantarse de su tumba para enfrentarse a ellos, otro soy yo, y avanzamos en silencio dejando nuestros propios despojos allí cruzándonos con los que regresan para volver a buscar sus nuevos restos. Ese es el radical exilio de la poesía y el silencio que rodea en nuestra época a los grandes poemas, a los grandes poemas muertos que hoy continúan escribiéndose, no hace sino reiterar esa agonía general de las lenguas donde la poesía es el arte más frágil porque es lo primero que muere con las palabras que mueren, pero que también es el más poderoso porque es el único que puede levantar desde su muerte la imagen interminablemente borrosa de otra playa. De otra orilla que de nuevo puede estar o puede no estar y donde otros seres, también difusos e improbables, miran dibujarse sobre el cielo los mismos rostros que sobrevivieron sólo por el amor en nuestra memoria. Esos otros que quizás estén o no estén al otro lado, en la playa de un mar que tal vez exista o no exista, que quizás respondan o no respondan, que quizás ensayen las exequias de los poemas muertos o que quizás no las ensayen, es también a lo que desde aquí podemos llamar el Lector.

Imaginamos entonces un rey muerto que llora porque no se puede levantar para defenderse porque en rigor, la belleza de nuestros poemas muertos radica sólo en el hecho de que nos libera de la tarea de tener que comprobar que esos bultos que vamos dejando en esa playa improbable somos nosotros. Más aún, que si los poemas existen es porque un cúmulo incesante de conmociones inútiles nos ha puesto en la encrucijada de elegir entre simulacros, entre sombras de sombras y de escenas repetidas hasta la extenuación como si el mundo no fuese más que una serie de borradores y de intentos porque la obra, la definitiva, está en el mejor de los casos escrita desde siempre en un par de lugares comunes y, en el peor, en las exigencias de un evangelio que jamás podremos cumplir. Más allá de la típica arrogancia de los indefensos, los poetas eligen ser la humildad de ese lugar común que significa que sólo de vidas a medias, de pasiones sofocadas por pudor, puede levantarse la fulguración de una Beatriz, de la sombra de una Helena sobre las murallas eternamente destruidas y de la nada. En sus pasiones contrahechas y anónimas también millones de millones saben que su devoción es el rasgo que le da la eternidad a la tierra, pero sólo ellos lo saben, por eso sueñan y ensayan conversaciones impresionantes antes de dormirse con seres lejanos en diálogos siempre perfectos, donde los amores imposibles o las barreras de la distancia o de la muerte dejan de ser vallas infranqueables. Tal vez por eso también es que imaginé que podía alcanzar a ver el dibujo de los rostros que amas trazándose en el cielo. Pero hemos leído eso, ya lo hemos escuchado: está en el más grande poema de la soledad. Ese poema nos narra una playa y luego la frase de un posible comienzo. Es el comienzo del Purgatorio. He vislumbrado esa playa y luego el monte, he escuchado ese «Que renazca la muerta poesía».

Quiero decir algo más sobre las cenizas. Está en el final de la Ilíada y en el comienzo de lo que denominamos historia. Si ese final es conmocionante lo es, sobretodo, porque nos dice que la historia, a la cual nosotros los hispanohablantes de la dimensión americana también pertenecemos, se inicia con un funeral. Lo otro que nos muestra esas exequias es que somos tan descendientes de Homero como los griegos o los latinos, y que la consecuencia de ello es también una imagen absoluta, quizás la más absolutamente concreta del presente: el ser humano, tal como hoy lo entendemos, es un fantasma: es el fantasma que se levantó desde las cenizas del troyano Héctor. Son las mismas cenizas desde las que se levanta el poema.



 

 

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Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 696 (junio 2008), pp. 9-14 S