El 12 de diciembre del 2016, en una ciudad costera del sur de la India, el poeta chileno Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) participó en La Bienal Internacional de Arte Kochi con una obra titulada El mar del dolor, un poema-instalación realizado en un viejo almacén de 35 metros de largo y 9 metros de ancho, que fue llenado de agua de mar (profundidad de 40cm) y en cuyas paredes fueron colocados 8 cuadros de 7 metros de alto y 3,4 de ancho con los siguientes versos:
¿No me escuchas?¿No me
miras?
¿No me oyes?
¿No me ves?
¿No me sientes?
¿No volverás nunca?¿Nunca
nuevamente? ¿Nunca?
¿Nunca?
¿Nunca? ¿Nunca?¿Nunca?
/En el mar de dolor
Para realizar el recorrido de la instalación, los visitantes debían meterse en el agua hasta las rodillas y caminar a lo largo del galpón lo que producía un sonido parecidos al del oleaje hecho que se convertía en parte de la obra.
El propósito de Zurita con esta intervención fue rendirle homenaje a Galip Kurdi hermano de Aylan Kurdi, el niño sirio de tres años que en el 2015 fue hallado boca abajo en la orilla turca del mar Mediterráneo tras el naufragio de una embarcación con destino a Grecia en la que viajaban otros refugiados sirios entre los que estaban su madre y hermano. La imagen de Aylan se multiplicó en el espacio infinito de las redes sociales mientras que su hermano Galip “no tiene fotografía”, su muerte sin imagen no circula en los medios. Es como si solo hubiese dolor para un niño inmigrante muerto, porque la imagen de ese niño, en su reproducción viral, obturara a todos los demás cuerpos pequeños que se hundieron sin historia. Es entonces “a las miles y miles de víctimas anónimas que no tienen fotografía” a quienes les rinde homenaje Zurita mostrando cómo, en la época de la hiperreproducibilidad, la captura fotográfica de un cuerpo muerto en el marco de un conflicto humanitario internacional, abre paso a una sobre-vida que consiste en el uso y consumo que de esa imagen hacen las redes y público en general, a diferencia de lo que pasa cuando no hay fotografía y ese mismo cuerpo deja de existir no solo porque ya está muerto, sino porque no hay una foto suya que se multiplique en la virulencia de las redes. Ante el dolor de los demás convertido en inflación de fotos que se multiplican y difunden, Zurita se pregunta por la imagen final del otro niño, el que no tiene fotografía y dice:
“Las palabras de un poemas son más limpias, más puras” que los millones de imágenes que de él se hubiesen podido hacer.
Quiero partir de estas primeras consideraciones para trazar un vínculo entre esta reciente instalación de Zurita y su obra poética Zurita (2012), para mostrar cómo el mar -Mediterráneo en un caso y el Océano Pacífico en el otro- en diferentes situaciones de conflicto nacional e internacional/transnacional -la guerra de Siria y la dictadura Chilena-, se convierte en el otro lado de la nación, en el lugar donde se va a depositar el dolor de la nación y su punto de desborde y exceso. El mar como la nación de todo el dolor humano, como archivo de los ahogados del mundo. En este sentido, el mar pierde su localización geográfica y los muertos su identidad individual y nacional para constituirse como comunidad fundada en la anonimia de quienes la conforman y que reaparece como agenciamiento colectivo, como cuerpo común del dolor en el poema. Los muertos de ese mar –Mediterráneo- son también los de este –Pacífico- y la poesía se convierte en lugar de encuentro de los ahogados sin nombre; en nicho que guarda y preserva la desgracia humana como resto que sobrevive de modo desesperado para dar cuenta del dolor que la lógica del mercado político y mediático solo entiende como silencio. De esto modo, la poesía retiene la ausencia y hace doler su falta, la hace sonar.
Cabe destacar que en algunos textos literarios y visuales chilenos recientes –pienso en El botón de nácar de Patricio Guzmán (2015), en la performance de Cecilia Vicuña Cantos de agua (2015) y el documental de su autoría Todos los ríos van al mar (2016), en el trabajo fotográfico de Paz Errazuri Los nómadas del mar (1996) sobre el exterminio de los kawesqar- el mar, el río, el agua se vuelven materia doliente, masa donde el dolor se deposita y se renueva, estado sonoro y “descarga acústica” que da cuenta del grito ahogado de los cuerpos-restos que allí perdieron la vida.
Hay una pregunta que Zurita escribe en las paredes de la instalación El mar del dolor y que ha sido central en toda su obra; es la pregunta por la escucha de los ausentes, de aquellos que no pueden oír y que la poesía interpela para darles una palabra, su palabra. Pero la interrogación se formula desde la negación misma de la escucha: “¿No me escuchas? ¿No me escuchas?”. El adverbio “no” señala la sospecha y el presentimiento de que nadie está escuchando y de allí la imprecación. La duda acerca de si el oído sordo de los ahogados escucha a la poesía que le habla, es también la pregunta por la posibilidad de un regreso “en el mar del dolor” que el poema constituye a través de su materia sonora. Esta misma pregunta puede ser también la que formula la imagen ausente del niño sin fotografía: lo que no se puede ver y, sin embargo ¿escucha? La poesía es entonces, a la vez, una escucha de lo inaudible y una voz que hace resonar la materia doliente del mar, esas moléculas sonoras que guardan el grito de los ahogados: “El bramido del inmenso Pacífico/resonaba como si quisiera decir/algo mientras que más abajo,/…/yo abrazaba el dolor de otro y/aún me parecía oír los pájaros/sobrevolando la playa. Sí, yo oí/al otro en las rocas y la arena/muerta caía sobre ellos”.
Estos versos del libro Zurita, -una suerte autobiografía del autor que es también relato del dolor chileno causado por la dictadura- proponen una imagen del mar como paisaje sonoro, como archivo acústico donde se van a depositar los restos del dolor porque el dolor es siempre un resto, lo que queda de algo que estuvo y que no se deja simbolizar, que solo se puede decir fuera del lenguaje, lejos de las demarcaciones del sentido, acaso mediante el bramido de las olas como materialidad que nombra el sufrimiento -chileno y humano- a través de la intensidad y variación del oleaje que descarga y reanima la vida emocional más íntima y arcaica. El agua entonces lava el dolor y le otorga liquidez, movimiento, velocidad no para disolverlo sino para liberarlo de su corporalidad herida y volverlo materialidad expansiva que fluye y reparte el sentido de ese dolor.
Zurita a lo largo de su obra poética y artística, propone otro orden de lo sensible para pensar lo político y lo afectivo y lo hace a través de un uso distinto de los materiales del dolor de la historia chilena. Si bien los referentes a la realidad aludida están en permanente tensión entre lo local (Chile) y lo transnacional (todos los países, todos los mares, la humanidad entera), lo crucial de su proyecto estético es aludir al resto opaco y esquivo del dolor que no se puede tratar pero que se debe escuchar en su materialidad acústica de grito y chillido. Así como el autor interviene el cielo de New York o un almacén de la India como un modo del desacuerdo-resistencia frente a ciertas políticas estatales o mediáticas, de la misma forma interviene la geografía que la poesía nombra –el océano Pacífico, la cordillera de los Andes, el desierto de Atacama, los glaciares- haciéndola devenir en “imágenes de pasiones”, en puntos intensivos y densos de dolor. El paisaje se desquicia; los mares caen, las cordilleras se hunden, los acantilados marchan, el cielo se vuelve mar, el mar se vuelve témpano de hielo como si el límite para el dolor humano se hubiese quebrado y todo el territorio nacional, en su materialidad mineral, vegetal animal, humana participara al unísono de esa falta indecible, de esa densidad afectiva que se desencadena y se irradia en el cuerpo muerto del país que es también el cuerpo muerto de otras zonas dolientes del mundo: “El Pacífico se hunde, y sus restos caen/ante nosotros como caen los restos de nuestro/corazón”; “El Pacífico también es una /estrella muerta en el fondo del mar de piedras./Debajo de las piedras el sepulcro del mar”; “Frente a las cataratas del Pacífico allá donde todo este/mundo se derrumba y son nuestras vidas el derrumbado/océano que cae mundo abajo como una interminable/ruina destrozado precipitándose en esos horizontes/ Porque todos somos el mar precipitándose todos el destrozado horizonte/…¿lo oyen?/…nosotros que fuimos/desmembrados vimos las cataratas de nuestras vidas y/era todo el océano el que se derrumbaba rompiéndose/ Así: “ (Escena 404).
Estos versos, al señalar el carácter colectivo del dolor que es de todos, que es lo común a todos (“todos somos el mar precipitándose”), insisten en la pregunta por la escucha (“¿lo oyen?”), en un país y una patria “no oídos”, porque como señala Brodsky en Menos que uno (2006): “un poeta es como un pájaro que gorjea, independientemente de la ramita que se pose, con la esperanza de que haya un auditorio, aunque solo sean las hojas” (155). Entonces la reiteración y apelación a la escucha es el modo que tiene la poesía de Zurita de decirnos que es el en oído, y no solo en la voz, donde la palabra se realiza y alcanza su máximo grado de convocación.
El mar entonces en estos poemas es a la vez: derrumbe, caída, descenso de una comunidad que se ahoga en “los flujos y reflujos de la desgracia”; archivo de los gritos hundidos, de las palabras muertas e inaudible de los torturados y desaparecidos; marea de residuos y escombros que emergen de las aguas del naufragio y se deposita en la arena: “frente al Pacífico un día x en una playa chilena un/poco más allá Chile flotaba ondeando suavemente como /a veces emergen flotando los cuerpos muertos en la playa”; “Cuando nuestras vidas se nos derrumbaron como/bloques de hielo en el mar y muriendo vimos la/escarchada línea del horizonte/…/Flotando sobre la congelada tierra y los hielos/que se abren como el Pacífico bajo la guillotina/del cielo sí: cuando todo lo que amanece está/muerto y es la muerte el amanecer suramericano”.
La falta de porvenir es la muerte: un cuerpo que flota y que el oleaje arroja en la orilla de una playa volviéndolo bramido del mar, “concha acústica” donde se deposita aquello que queda de la voz cuando las palabras mueren, es decir, cuando desaparece la posibilidad de comunicar un sentido y solo queda la phoné, el sonido ese resto insignificante, materia corporal que deviene ahora en ruido marino, cresta de espuma, chasquido de agua.
El dolor como mar, el dolor en el mar es para Zurita la posibilidad de un reencuentro en la escucha. A través del oído y del sonido del mar se puede imaginar otro modo de la pertenencia, otra forma de arraigo para los ahogados cuya voz interrumpida se convierte en molécula de agua, en átomo de oxígeno, en otra forma de lo viviente.
En este sentido, la poesía de Zurita enfrenta una cuestión central planteada por Giorgio Agamben en el ensayo “Sobre lo que podemos hacer” (2011) relacionada con el hecho de que el poder “separa a los hombres de lo que pueden, es decir, de su potencia y, de este modo, los vuelve impotentes”, “Existe sin embargo”, observa Agamben, “otra y más engañosa operación del poder que no actúa de forma inmediata sobre aquello que los hombres pueden hacer –su potencia- sino sobre su impotencia” (63). Aquello que no podemos hacer, aquello por lo que no podemos hacer nada es lo que nos duele. Y nada podemos hacer por un niño muerto o un país muerto. La poesía, entonces, no restituye ni repara, ni cura la el sufrimiento pero sí es “una pequeña isla” en el mar del dolor, “en el océano infinito del silencio”: “un pequeño puntos que dice algo entre el infinito de todo lo que no se dice”.
En su libro INRI (2000), Zurita le hace decir a la poesía que es posible un encuentro de los cuerpos que faltan, un volver a la vida desde la muerte porque “el corazón no muere cuando pensamos que así debería ser” (poeta lituano Milozs, “Elegía por NN”):
Y por eso ningún cadáver
ni ningún grumo de sangre
que cantó cuajado en el hueso
ni ningún tendón roto vendido en el canasto
ni ningún amanecer asombrado entre los verdugos
ni ninguna ruina ni naufragio
dejó de encontrar el cielo
que es nuestro y es de todos.
Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad
Porque tú y yo no nos perdimos
ningún cuerpo
ni sueño ni amor fue perdido.
Estos versos dan cuenta de una sobrevida que opera en ese “grumo de sangre” que todavía puede cantar en medio de la osamenta y que se reproduce y expande como un eco en el cielo de New York, en el mar de la India, en los acantilados de Chile para “encontrarnos” con lo perdido, para no perderlo, para hacerlo resonar en esa porción de eternidad que es siempre el afecto como potencia que se renueva.
La poesía entonces pone el oído en la materia desmembrada de la muerte para escuchar cómo suena la marea cuando quita vida y se traga la voz de los ahogados que siguen pidiendo que alguien los salve: “El sonido del mar se ha/ hecho más intenso, más misterioso y hondo” porque en su oleaje hay “bocas que “parecían/aún gritar bajo los témpanos” como si “esos infinitos alientos/congelados fueran el mar”. El mar es el grito de los ahogados que la poesía captura para hacerlo sonar en su diminuta isla verbal cuando nadie parece ya escucharlo. Es entonces entre el decir y el no decir, entre la potencia y la impotencia, entre la satisfacción y la privación, donde la poesía de Zurita se vuelve un canto que resiste e insiste porque todavía le queda algo por decir:
Pero antes del final yo quería
todavía decirte algo más
de mis poemas,
contarte que abajo
sus movimientos son como
los flujos y los reflujos
del mar, escúchame …
yo necesitaba
todavía decirte que abajo
mis poemas son siempre el mar
Galip Kurdi, el niño sirio ahogado en las aguas de Mediterráneo no tuvo fotografía pero tuvo un poema: “las palabras muertas del mar” son “su epitafio”, un epitafio que es también el de otros ahogados, un antimonumento escrito sobre el agua que deja su muerte, la deja abierta para que siga resonando.
Bogotá abril 2017.
* * *
EL MAR DEL DOLOR
A Galip Kurdi
Aylan Kurdi tenía tres años y su fotografía recorrió el mundo. Yacía
boca abajo y el rojo azul de su ropa se recortaba con una extraña
pulcritud en el borde la playa. Horas después los guardacostas turcos
recuperaron los cuerpos de su madre y de su hermanito de cinco años,
Galip, pero de él no hay fotografías.
Nadie podrá imitar su última imagen posando boca abajo en la orilla
de la playa. Ningún artista podrá darnos ese golpe bajo. Ah, el mundo
del arte, de las imágenes, de las billones de imágenes. Las palabras del
poema son más puras, más limpias.
Cuando la barca repleta de emigrantes sirios se dio vuelta, el padre
nadó de uno a otro niño tratando desesperadamente de salvarlos, pero
solo pudo ver como desaparecían. Yo no estaba allí. Yo no soy su padre.
No hay fotografías de Galip Kurdi, él no puede oír, no puede ver, no
puede sentir, y el silencio cae como inmensas telas blancas.
Abajo del silencio se ve un trozo del mar, del mar del dolor. Yo no soy
su padre, pero Galip Kurdi es mi hijo.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com LOS SONIDOS DEL DOLOR:
EMOCIONES MATERIALES EN LA OBRA DE RAÚL ZURITA
Gina Saraceni
Pontificia Universidad Javeriana