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Sobre Purgatorio

Raúl Zurita


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Cada vez me resulta más extraño hablar de «mi» poesía. ¿Quién se torna voz cuando uno comienza a ocupar o a ser ocupado por un lenguaje que no es el que usamos para preguntar una dirección o para hablarle a tu vecino? No lo sé, y por más que ejerza el máximo control sobre lo escrito, que me obsesione la construcción, las secuencias internas, las estructuras que van dibujando los libros entre sí o que utilice el lenguaje de la Teoría de Conjuntos o las series lógicas, hay algo que se me escapa definitivamente, una especie de materia oscura de la que no sé absolutamente nada de nada, que ni siquiera puede ser objeto de preguntas, pero sin la cual sería imposible teclear siquiera una letra. Es esa materia oscura la que dicta y que me sorprende, por ejemplo, cuando pienso como reiteradamente, aún cuando sólo mantengo una relación esporádica con la naturaleza, se me imponen los paisajes; los Andes, el Pacífico, el desierto.

He recordado estas cosas el ver la nueva edición de Purgatorio sacada recientemente por Visor. Cuando el libro se publicó por primera vez, en 1979, en Chile, en plena dictadura, me sorprendió la recepción que tuvo una serie de ocho o nueve poemas llamados «El desierto de Atacama». Y me sorprendió porque, como muchas veces lo he hecho, escribirlo fue sólo una consecuencia. Yo mismo jamás había estado en un desierto, pero necesitaba algo, un texto que fuese simétrico a otro llamado «Áreas verdes». Por otra parte lo que realmente imaginaba era imposible de realizar: trazar física, materialmente, sobre una llanura desértica un poema que sólo pudiese ser visto desde lo alto (como las fotografías que había visto de las líneas de Nazca) y que en el libro fuesen sus fotografías. El poema no fue entonces más que la solución casi algebraica de un problema de estructura, solución que en todo caso se encontraba en las antípodas de lo que se entiende por «inspiración». Puedo entonces describir el proceso, desmontarlo si se quiere, y sin embargo el poema me es profundamente extraño, insondable: por qué ocupé esa forma, por qué fue ese territorio en particular, por qué no he podido sacarme nunca ese bendito desierto de encima. Lo ignoro. Muchos años después, en 1993, sobre el mismo desierto de Atacama pude trazar una de las frases de la idea original: «ni pena ni miedo», y que efectivamente se ve desde lo alto. Mide un poco más de tres kilómetros de largo y su fotografía cierra el libro La Vida Nueva. Tampoco sé bien el por qué de esa frase. Viví 17 años bajo la dictadura de Pinochet, donde lo que sí había era pena y miedo. Lo único que podría anotar entonces es que en medio del terror, de la pobreza y del aislamiento, imaginar poemas sobre el cielo y en el desierto, fue mi íntima forma de resistencia, de no morir.

No puedo ir mucho más allá. Toda constatación es siempre ambigua y lo que sigue no puede sino serlo: un año y medio después del golpe militar, luego que una patrulla de soldados me había retenido sometiéndome a una de esas típicas vejaciones en la que son tan expertos, me acordé de la famosa frase del evangelio: si te abofetean la mejilla derecha pon la mejilla izquierda. Entonces quemé mi mejilla izquierda. Estaba completamente solo, no había fotógrafos, testigos, nada, no fue una «performance». Me encerré en un baño y me la quemé con un fierro al rojo. Purgatorio se inicia con esa laceración (la portada de su primera edición es la fotografía de la cicatriz), y de allí en adelante lo único que me era posible era tratar de llegar al fondo de un cuerpo roto, de un cuerpo que era muchos y al mismo tiempo nadie, incapaz de definir una identidad, ni siquiera sexual, ni de poseer un nombre, ni un origen, porque todos los orígenes, las identidades, los nombres, estaban triturados. Y llegar al fondo de ese quiebre absoluto porque sólo desde allí podría nombrar el asesinato y los asesinos, la tortura y los torturadores y quizás, tal vez, como la más incierta de las esperanzas, vaticinar una hipotética, posible libertad.

Es lo que tal vez está en el libro que siguió a Purgatorio. Pero acabo de afirmar que éste nace de la experiencia de la dictadura. Nuevamente la constatación es ambigua porque casi la mitad de sus poemas fueron escritos entre 1970 y 1973, antes del golpe militar, cuando yo era un estudiante de ingeniería en la Universidad Técnica Federico Santa María de Valparaíso. Los amontonaba en una carpeta de plástico que llevaba conmigo cuando me apresaron en la entrada de la Universidad en la madrugada del golpe militar de Pinochet, el 11 de septiembre del 1973. Entre esos poemas habían unos poemas con dibujos, que están en la sesión final de Purgatorio y que desde un comienzo los soldados creyeron que eran escritos en clave. Cuando les respondía que eran poemas, las golpizas se hacían más violentas, pero extrañamente pasado el momento me los devolvían. Esto se repitió incontables veces. Después de tenernos dos días boca abajo con las manos en la nunca en un estadio de Valparaíso, nos trasladaron al barco Maipo, uno de los tantos cargueros cuyas bodegas fueron usadas como campos de prisioneros. Tenía los brazos totalmente acalambrados por lo que sostenía la carpeta con los dientes. Al llegar a la cubierta, uno de los oficiales me la sacó y cuando le respondí, por milésima vez desde que me tomaron, que eran poemas, los volvió a mirar y dijo sí, son poemas estas mierdas, y arrojó la carpeta al mar. Fue duro, pero no por alguna pretensión en particular, sino porque esos poemas eran la prueba de otra existencia, desaparecidos ya nada podía indicarme que antes, sólo dos días atrás, había habido otra existencia, que tenía 23 años. Ya nada podía asegurarme que esos insultos y órdenes, que esas carreras con la vista tapada en medio de las filas de soldados golpeándonos con sus culatas, no hubiesen sido desde siempre la única realidad y que, como en un cuento de Cortázar vuelto de golpe pavorosamente verdadero, lo único real era el presente porque todo lo anterior; el haber sido un estudiante, haberme gustado la poesía, ser hijo de un padre muerto a los 31 años, no era sino un sueño inventado por la desesperación. No fue entonces escribir esos poemas lo que marcó este libro, sino el instinto básico que me decía, aunque en ese momento no lo supiera, que la única posibilidad de sobrevivir era recordarlos. Empecé así a reconstruirlos, letra a letra, en esa bodega atestada, sin un centímetro para respirar, donde en las noches caíamos dormidos unos encima de los otros porque la superficie del suelo no alcanzaba para recostarse. Primero se me vinieron unas palabras, luego fragmentos que iba pegando en mi mente al mismo tiempo que trataba de recordar esos recuerdos, de que no se me fuesen de nuevo. Nunca sabré si los poemas que iban reemergiendo eran exactamente los que había escrito o no, pero cuando finalmente salí de allí logré transcribirlos, había variado algunos, otros eran falsos recuerdos, pero estaban. Cuando los vuelvo a ver me parece incluso sentir que huelen, que tienen el olor de los hacinamientos, el olor de esos cientos de cuerpos pegados al mío, sus alientos, sus gases, sus toses.

En 1975 volví a escribir. Quise creer que el quemarme la cara había sido el primer chillido y que ese acto seguramente demencial era también el chillido del que nace. Los poemas pasaron a llamarse Purgatorio, e imaginé también la secuencia: el próximo libro debía llamarse Anteparaíso y debía tener unas escrituras en el cielo y el último La Vida Nueva, y que debía terminar con un poema que se leyese desde el cielo. Pensé entonces que lo que se había iniciado en la máxima soledad y angustia, debía concluir algún día con el vislumbre de la felicidad. Estaba por cierto la alusión a la Divina Comedia, pero la razón de eso no es intelectual. Mi abuela y mi madre son italianas y ambas quedaron viudas con dos días de diferencia, mi padre murió cuando yo tenía dos años y con mi hermana menor vivimos con esas dos mujeres solas. Mi abuela jamás volvió a Italia y de niños, seguramente para mitigar su nostalgia, nos contaba como si fueran cuentos pedazos sobre todo del Inferno. Es un ser que adoré y escribir tomando ese libro como referencia fue una forma de hacerla presente, de volver a oír su voz.

Es un poco eso. Soy un mal comentarista de mí mismo, pero a veces siento que Purgatorio como los libros que siguieron, representan una cierta imagen de lo que puede generar el dolor, de su desesperación, pero también, y ojala fuese así, de una extraña perpetuidad y sobrevivencia. Nada de la poesía anterior podía servirme para expresar eso, ni los malabarismos de Gonzalo Rojas ni la portentosidad de Neruda ni la antipoesía de Nicanor Parra. Me pareció que frente al horror había que responder con poesía que fuese más vasta y más fuerte que el dolor y el daño que se nos estaba causando. Siento entonces que tuve que aprender a hablar de nuevo desde el quiebre total, desde casi la locura, para poder decirle todavía algo a alguien. Purgatorio da cuenta de ese aprendizaje. Hay exactamente en el centro del libro un informe psiquiátrico al que le sobrepuse en el pie de la página «te amo te amo infinitamente». Sí, creo que en medio de palabras infinitamente arrasadas, desgastadas, mutiladas, la poesía es eso: poder, aunque sea desde lo más hondo de la humillación y de la vergüenza, decirle algo a alguien. Poder abrazarlo.


 

 

 

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