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Raúl Zurita, en la cima de la poesía chilena
Por Eduardo Guerrero del Río
Doctor en Literatura
Publicado en revista Mensaje de Chile,www.mensaje.cl 18 de agosto de 2016
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El Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda es un galardón anual otorgado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, cuya creación data del año 2004. Entre otros, lo han obtenido figuras como José Emilio Pacheco, Juan Gelman, Ernesto Cardenal, Antonio Cisneros, Reina María Rodríguez, y los poetas chilenos Carmen Berenguer, Óscar Hahn, Nicanor Parra y, este año 2016, Raúl Zurita.
Como estudioso de la literatura, puedo afirmar que el nombre de Zurita comenzó a deslumbrarnos con la aparición de Purgatorio y Anteparaíso, pues evidenciábamos un aire nuevo y renovador en la poesía chilena de fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Por tanto, a través de estas líneas, quisiéramos recordar algunas de las múltiples vicisitudes de su vida y, más que nada, dar de cuenta de una poesía que ha sabido “acercarnos” poéticamente a la naturaleza y a la vida.
SUS INICIOS
Raúl Zurita nació el 10 de enero de 1950 en Santiago, dentro de una familia de clase media de origen italiano. De sus más cercanos (sus padres, su única hermana y su abuela) da cuenta en El día más blanco y en Zurita. En el primero de ellos (un relato, según el propio poeta, “que va desde mis primeros recuerdos hasta más o menos los catorce años y cuyo nudo es la ausencia del padre”) señala: “Nuestro padre murió el 15 de febrero de 1952, cuando yo acababa de cumplir dos años, y de él no tengo recuerdos”. O bien dice: “Amo a mi madre con mudez y temor. Temo sus estadillos, sus gritos, sus bruscos ataques de desesperación”. A su vez, en el otro texto, en donde “su ausencia (el padre) lo impregna todo como un eco de la pérdida de un país”, manifiesta: “Mañana me marcho, papá. Díselo tú a mamá. Voy/ a limpiarle el óxido a la bicicleta y tomaré por el/ viejo camino que dejó el río al secarse. No más/ libros papá. Partiré muy temprano para que mamá/ no lo advierta. Después se lo cuentas tú, papá. No/ me despediré de nadie. Me habría gustado dejarle/ algunas flores a Veli, pero ya hace mucho que/ aquí las únicas flores que se dan son las piedras”. Por otra parte, el nombre de su abuela italiana, Veli, va a ser recurrente en su relato autobiográfico, pues ejerció gran influencia en su infancia y fue ella quien lo acercó al conocimiento de la literatura italiana, sobre todo, La divina comedia, presente —sin duda— en su posterior obra poética.
Sus estudios secundarios los realiza en el Liceo José Victorino Lastarria, y los universitarios en Valparaíso, en donde estudia Ingeniería Civil en la Universidad Federico Santa María. Ahí lo pilla el 11 de septiembre de 1973, siendo tomado prisionero: “Alcancé todavía a correr unos metros entre los culatazos de los soldados que nos estaban esperando y caí. Sentí entonces los pedruscos del suelo enterrándoseme en la cara y unos segundos después los tacones de uno de ellos saltando sobre mi cabeza. Al volver a abrir los ojos, los altoparlantes emitían los primeros acordes de la canción nacional y los soldados nos ponían de pie a patadas”. Por esa época, algunos años antes, fines de los sesenta, comienzos de los setenta, “la escritura ya empezó a tener mucha significación, pasando a ser algo obsesivo y una pasión”. Esa obsesión y esa pasión lo llevaron a ser merecedor del Premio Nacional de Literatura en el año 2000 y a escribir obras como Purgatorio, Anteparaíso, La vida nueva, Poemas militantes, INRI, Los países muertos, Zurita, entre otros.
DÉCADA DE LOS SETENTA
Previo a la publicación, en 1979, de Purgatorio, en la revista Manuscritos, aparecieron algunos versos de Zurita que fueron elogiados por el crítico literario Ignacio Valente: “Algo menos de un centenar de versos, que aparecen con amplia y cuidadosa diagramación en el primer número de la revistaManuscritos —y que son, al parecer, su primera publicación—, consagran ya a Raúl Zurita entre los poetas de la primera fila nacional, como un digno descendiente de los grandes de nuestra lírica”. Sin duda, este fue un gran espaldarazo para el poeta y, por qué no decirlo, comenzó a crear ojerizas y anticuerpos en contra de él. También en esta década, junto a Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld, Fernando Balcells y Juan Castillo, crearon el Colectivo de Acción de Arte (CADA), con un carácter contestatario a la dictadura de ese momento. Zurita nos dice: “Como vivíamos tremendamente enclaustrados, quisimos realizar acciones que se transformaran en colectivo. De hecho, las hicimos ocupando espacios de dominio público”. Entre estas acciones, está el quemarse la cara en 1974; masturbarse en 1979, frente a un cuadro en una exposición de Juan Dávila, e intentar cegarse con amoníaco, acción sin duda de carácter simbólico: “Nuestros ojos ciegos emergiendo en la nueva primavera”. O, como señala en Anteparaíso: “Así, tirándome cegado por todo el líqui-/ do contra mis propios ojos esas vitri-/ nadas; así quise comenzar el Paraíso”.
Pero antes de “comenzar el Paraíso”, a fines de esa década, da inicio al Purgatorio, su “ópera prima”, que confirmó las laudatorias palabras de Valente. Era una poesía distinta que renovaba nuestra lírica, “un tránsito por lo precario y lo doloroso, y una forma de purificación a través del dolor” (Zurita). Dolor personal, pero también dolor colectivo. Teníamos una patria destruida y el poeta da cuenta de esta destrucción. Por lo mismo, con Purgatorio se nos hacer ver la pérdida del paraíso, el abandono de Dios y se transforma en una “alternativa al poder hegemónico” (Eugenia Brito). Por su parte, Ignacio Valente afirma en su crítica: “Se trata, pues, de una aventura geométrica más allá de Euclides, de una aventura metafísica más allá de Aristóteles, de un viaje al otro mundo más allá del Dante: juego y confusión de todos los planos de realidad, tiempo y espacio, dentro y fuera, cosa e imagen, yo y no yo: el desierto es un microcosmos, la cifra de un mundo que consiste en sus infinitas posibilidades, por obra de una exaltada fantasía que, sin embargo, lleva en sí un extraño rigor lógico. En el orden del lenguaje, esta empresa consiste en forjar un idioma poético impersonal, sin sujeto, sin yo lírico, que habla en el código de los teoremas físico-matemáticos, en la forma de los enunciados lógicos más neutros y objetivos”.
DÉCADA DE LOS OCHENTA Y DE LOS NOVENTA
En 1982, el poema “La vida nueva” fue escrito en los cielos de Nueva York. A esta acción de arte se sumó el año 1993 la escritura, en el desierto de Atacama, de la frase “Ni pena ni miedo”. El mismo año de 1982 se publica su segundo poemario, Anteparaíso, en donde se manifiesta una “liberación de los códigos represivos” (Rodrigo Cánovas). Es la presencia de la muerte, pero también del amor: “Pero aunque eso suceda/ y Chile entero no sea más que una tumba/ y el universo la tumba de una tumba/ ¡Despiértate tú, desmayada, y dime que me quieres!”… “Griten piedras y malezas del campo/ que por nuestro amor/ las cárceles de las ciudades se derrumban/ y las rejas se deshacen/ y hasta los candados han cedido/ reventándose en los pórticos de los edificios”… “Que yo y ella nos queramos para siempre/ y que por nuestro amor sean queridas/ hasta las puntas de fierro de las botas/ que nos golpearon”.
Como dice el propio poeta: “Su sentido es precisamente marcar aquello que está antes del paraíso, una apuesta a la felicidad, a la construcción de una nueva sociedad”. En todo caso, más allá de las temáticas implícitas, de esta “denuncia poética” hay que volver a resaltar el trabajo de un lenguaje renovador, rupturista y, como menciona Valente, “la invención de una sintaxis insólita”.
En La vida nueva (1994) se van a reunir los poemarios El paraíso está vacío (1984), Canto a su amor desaparecido (1985), El amor de Chile (1987) y Cantos de los ríos que se aman (1993). Por ejemplo, en Canto a su amor desaparecido, nuevamente el tema del amor y de la muerte: “En este libro hay una serie de cambios totales: de lenguaje, de formas, de diagramación… Su tema no son tanto los desaparecidos en América Latina, que es una parte sin duda importante, ni tampoco la pérdida de una relación en particular, que también puede serlo, sino que, sobre todo, yo diría que el tema que recorre este pequeño libro es la sobrevivencia del amor, incluso después de su muerte. Dicho de otra manera: cómo el amor sobrevive incluso a su propia muerte, a la manera de una corriente subterránea” (Zurita). En cuanto a El amor de Chile, “surgió por el caso de los degollados. Quise hacer algo que fuera exactamente lo contrario, una reivindicación por el lado de la belleza”. En esta reivindicación, asistimos a un recorrido por los paisajes de nuestro país: “Es que el amor nos quemó el sueño y somos los/ arenales, somos ustedes, somos las líneas/ de Zurita, nos contestan los desiertos de Chile, infinitos, mudos de amor, llamándonos”… “Y que cuando Chile que había estado ciego/ vuelva a ver/ que vea de nuevo el fulgor de estas costas”.
En esta década de los noventa, ya en democracia, es nombrado por Patricio Aylwin como agregado cultural en Roma. Por esta época, comienza a sufrir la enfermedad de Parkinson, algo invalidante en lo físico, aunque —en el caso del poeta— no le ha impedido seguir escribiendo y conquistando más merecimientos.
PREMIO NACIONAL Y ÚLTIMAS PUBLICACIONES
Uno de estos merecimientos es la obtención del Premio Nacional de Literatura en el año 2000. La prensa de esos años da cuenta, a través de artículos y cartas, de la envidia que causó en el medio literario este galardón, solicitando incluso que fuera invalidado. En Zurita, con un tono irónico, menciona: “Un fraude, una vergüenza, darle el/ Premio Nacional a ese lameculo que/ le escribió un poema al Presidente”. En lo específico, se refiere a la publicación ese mismo año de Poemas militantes, “concebidos en la noche del triunfo de Ricardo Lagos”: “¡Ah la alegría del pueblo/ que hace acostarse juntos/ a los muertos con los vivos!”. Para Valente, “Los dos hilos conductores de esta obra son la militancia (cívica, política, social) y el amor (a la amada, a las gentes, al pueblo). Son hilos que a ratos se alternan entre sí, pero que en los mejores momentos se entrelazan, y este tejido de amor y militancia es el mérito mayor del libro”.
Finalmente, quisiéramos hacer mención de tres poemarios más: INRI (2003), Los países muertos (2006) y Zurita (2011). El primero de los nombrados es, para Zurita, “el corolario feroz de La vida nueva: no hay resurrección”: “Escucha el INRI de su amor santo subir/ ardiendo sobre las praderas incendiadas del Pacífico./ Escucha el INRI de los cielos ardiendo. Océanos y/ mares de Chile escuchen el INRI de los cielos ardiendo”… “Mireya dice/ que es la madre de un barco de desaparecidos/ arrumbado en el desierto. Dice que el barco es Chile,/ que una vez fue un barco de vivos, pero que ahora/ surca el mar de piedras con sus hijos muertos”. En Los países muertos, “aparecen los detalles de lo precario, de lo frágil, de lo doloroso, del horror de los pequeños y de los grandes infiernos” (Zurita). Libro no exento de polémica por la referencia que se hace a personajes del ámbito cultural chileno. Es una especie de “desquite” poético.
Por su parte, Zurita —extensa obra de más de 700 páginas— es la “suma, archivo, simulacro autobiográfico, palimpsesto que reabsorbe y reescribe libros anteriores, incluso ese ajuste de cuentas que fue Los países muertos. Pista de aterrizaje y despegue, Zurita marcó un punto de inflexión en la trayectoria del poeta” (Pedro Pablo Guerrero).
Por casi cuarenta años de trayectoria, con una obra poética potente, provocadora, rupturista en cierta forma, Raúl Zurita ha marcado un antes y un después en la lírica nacional. Es el poeta por antonomasia. A su vez, los cielos y los desiertos han dado testimonio de esta poesía luminosa.