La parábola de lo inexorable: Las aguas bisiestas de Sergio Infante
Por Sergio Badilla Castillo
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En su organización textual el poemario Las aguas bisiestas de Sergio Infante, se encuentra dividido en cuatro partes: La Guerra de Horeb, Las vueltas de Faetón, Después de los témpanos y De la utopía, la exaltación irónica con un sarcasmo trágico, en esta estética de la contraposición y el lugubrismo, en sus ardides sensoriales –en sus quimeras que se deslían en las grietas donde se escurre la realidad- no es impropia a estas imágenes remitentes que nos ofrece la poesía de Sergio Infante.
En Las aguas bisiestas, Infante, asiente converger un cúmulo de componentes alegóricos en decadencia constante, en una inexorable dislocación. El yo subordinado a los acontecimientos, en la modalidad del lenguaje usado por Infante como autor, y como testigo omnisciente, a manera de elemento heterodoxo, se mueve entre una continuidad de laberintos donde concurren registros múltiples y referencias eruditas; y en los que se nos asoma, insistidamente, una voz profética en un espacio que agoniza y donde surge la palabra de la sofocación:”No te calles, viejo infante. Tiéntale al futuro las riberas perdidas”; una señal esclarecida en un cosmos que se extingue y donde mana la dicción angustiada “Sin arca este diluvio universal. Edificios hincados ante el agua” a manera inequívoca y degradada los personajes se presentan, bizarros y heteróclitos, tales como: el Gran Rasca u Ovidio o el puente como prosopopeya al intentar recrear al ave Fénix para salvar a la civilización. El mito y sus héroes, siempre son presunción y entorno, como zona concordante y paralela donde desembocan las ocurrencias y las metáforas que andamian esta poética, para su inferencia.
La pluralidad del hablante
El hablante lírico de este libro adquiere por momento un tono plural y, repetidamente, subraya el concepto de una obra, que por su contenido, se transforma en circular, porque está presente la imagen del devenir, contagiado y contagioso, que se acerca al caos y la idea del caos, en sí, es auto-referencial, porque es causalidad y efecto, Génesis y Apocalipsis, Alfa y Omega, tal como se plasma en el poema, El eterno retorno: “La tierra se igualará a lo que ya han de ser/ historias borrosas, pero dulces todavía/ cuando los futuros terrícolas se suban/ a las primeras de esas naves salvadoras.”.
La ambigüedad barroca, del Gran Chapucero, que es el mismo Gran Rasca, como una especie de Jano de pacotilla, es la careta, que se transforma en un punto de disyunción entre el corpus textual y la mitificación del mismo con un sentido polisémico: “Me llamaron truhán, falso/ zahorí amparado en la roña de unas leyendas/ Entréganos la ganzúa preciosa que guarda los bidones/ y larga de una vez los cinco dígitos del código!”. Este retruécano manierista, también surge y se manifiesta en el uso de la convocatoria textual, como en los casos de “que grande que viene el río” o “maajestuosa es la blaanca montañaa”, donde la luxación fonética acentúa la alegoría: práctica intertextual, que según Severo Sarduy, es un elemento paródico del neobarroco.
Sin lugar a dudas, la primera fracción, de estas “Aguas bisiestas”: La guerra de Horeb constituye uno de los registros más sugestivos del libro, en ella hay una mirada geográfica de la temporalidad y de la fábula como espacio de la catástrofe, del desastre pendiente, de esa espada de Damocles que espera su turno inexorable, y que pone de sabido, esa majadera levedad con que se asume la destrucción de la biosfera, cuya exposición poética se manifiesta, especialmente, en los poemas: “De la región onfálica”, u “Hoy por la tarde” cuyos textos componen el gozne de la sucesión semántica que se enuncia en los poemas posteriores, como son los argumentos textuales, fundamentalmente, del “Cielo hecho trizas”, “Infernadero” o “En un museo de historia natural”., aunque está constante, es la presencia que deambula por todo este escenario simbólico y apocalíptico.
Cuando aludo al barroco, presente en la conformación de la textualidad de este libro, y en su visión iluminada desde el punto de vista del tratamiento de su escritura, y sombrío, a la vez, en la configuración de su propuesta, sin ambages, digo, que es la mejor obra de Sergio Infante, la más inspirada, de este poeta de quien conozco, su producción literaria, minuciosamente.
Ahora, cuando hago referencia al concepto de temporalidad como el componente que enlaza al poemario en su promiscuidad temática, donde asisten personajes de distintas épocas y elementos, como ruinas arqueológicas, que hacen sus epifanías entre “nosotros los modernos, los posmodernos”; si bien, en él, existe una temporalidad histórica, como una articulación de temporalidades entre el pasado y el presente, el futuro es, ciertamente, indefinido, en estas aguas bisiestas que en su creciente merma e infortunio, se ajustan a la estética (neo)barroca y en ese contexto, de estupor y desgano, podremos decirle a Eliot: que ésta tierra, está baldía.
Allende el tono mordiente y profano del poema, manan, al mismo tiempo, los augurios de un insondable cataclismo auto-inferido que determina la sombría disolución del mundo con este lenguaje de profecía. La escritura de Infante es el indicio más substancial de la degradación ética de una sociedad que vive al margen de la vida y va en busca de su Apocalipsis, sin demora, donde “el último zahorí”, “de loco, de bufón, de mal parido,/ en sequedad florecen los escarnios”. En una hierática síntesis, estas aguas bisiestas, que se agotan, es una desconsolada representación de una realidad que nos afecta y que busca rescatar de las magulladuras a una humanidad inconciente, en un mundo sordo, agonizante y a punto del colapso total. Tal vez, “un saldo de sol/ en el muro advenedizo de los sueños”.