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El viajero incansable y los poemas
Lobos del Ártico, Antología poética 1970-2018, de Sergio Badilla Castillo. Mago Editores, 2018

Sergio Infante
Académico y escritor



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Leer Lobos del Ártico esta antología personal en la que el poeta Sergio Badilla Castillo ha seleccionado una buena parte de su obra escrita entre 1970 y 2018, es aventurarse en un viaje de múltiples dimensiones, caleidoscópicas. El lector, guiado por la voz del poeta, hasta el punto de entrar en comunión con este, irrumpirá en un mundo que envejece y se derrumba. La aventura de ninguna manera es turística, puede resultar hasta angustiosa: fácil es que en medio de un paraje apacible nos hundamos en el pozo inesperado de la introspección y surjan culpas y dolores, o bien, las encrucijadas nos lleven a otros tiempos y lugares de la experiencia humana. Esto no quiere decir que estemos ante una obra torturante, el placer estético se impone en todo momento con ese mecanismo que Roman Jakobson denominó la espera frustrada, pues poco es lo que llega y se adivina en la poesía de Badilla y esto la hace enormemente significativa. No hay que olvidar que lo realmente significativo –en la comunicación– es inversamente proporcional a nuestras expectativas.

El tratamiento del espacio en estos poemas (la gran variedad de escenarios con que nos encontramos o la recurrencia a dinámicas metáforas espaciales) tiene sin duda que ver en más de un sentido con el autor de los poemas: sujeto que si bien vive en su país natal, quedó marcado para siempre por el exilio. Y, así como el eminente crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal llamó a Neruda “el viajero inmóvil”, a Sergio Badilla Castillo habría que llamarlo “el viajero incansable”, sobre todo en relación con su vida durante los años que abarca la antología que el lector tiene en sus manos. Con todo, la condición de vagamundos, intensificada en las últimas décadas, se la empecé a notar, en su estado incipiente, cuando, en plena diáspora, nos conocimos a fines de los 70 e hicimos parte del Grupo Taller de Estocolmo durante más de diez años.Por entonces, Badilla no solo era el que más viajaba de nosotros, sino que esos viajes lo dejaban siempre inquieto en lo creativo, llegándonos a contagiar. Y más, esto también permitió que nos enteráramos de lo que hacían otros poetas del exilio chileno en otros lugares. A donde iba, Badilla se daba la tarea de establecer contactos, él nos llevó a un inolvidable encuentro de poetas chilenos en Rotterdam en 1983. Él, algunos años más tarde, fue decisivo para que desde Chile vinieran a Suecia (en distintos momentos) Raúl Zurita, Juan Cameron, quien se radicó aquí durante varios años, Teresa Calderón, Carmen Berenguer, Diego Maqueira, Elicura Chihuailaf y Andrés Morales. Además vía Badilla conocimos varios libros que habían aparecido en Chile, recuerdo especialmente La nueva novela, de Juan Luis Martínez.

La presente antología muestra la intensificación de esos viajes. Claro, también se podría pensar que el autor pudo imaginar tantos distintos lugares pero sabemos que el poeta ha hecho esos viajes. La relación entre vida y obra siempre es delicada de tratar, sobre todo para alguien como yo que no cree en la decimonónica teoría del reflejo, donde una obra literaria se considera un espejo de la realidad. Prefiero ver esta relación como algo menos plano y más complejo, donde la creación poética no solo se explica por la experiencia personal y la influencia del acontecer inmediato, sino que también hay que tomar en cuenta el aporte de la propia literatura, con sus tradiciones de siglos y sus correspondientes rupturas, además de la totalidad de la cultura a la cual el poema pertenece a la vez que ayuda construir esa cultura determinada. Asimismo, hay que considerar en esta complejidad, la época y los discursos que circulan interpretando esa época y esa realidad, sin olvidarnos de los imaginarios sociales ni menos de lo que aporta la imaginación personal del poeta. Sobre la base de estas consideraciones, se entiende mejor cómo las experiencias de este viajero incansable que es Sergio Badilla son el elemento generador de sus ricos y significativos poemas, pero no los poemas en sí. Los poemas como todos los poemas del mundo son un constructo cultural hecho de palabras, un artefacto en el que convergen temas, figuras retóricas, relaciones entre el sentido y el sonido, etc. Un lenguaje y su impronta rítmica. Todo esto, en Lobos del Ártico va orientado por una concepción estética que Sergio Badilla Castillo llama el transrealismo poético. Dejemos que sea el propio autor quien lo explique:

[…] percibí que la realidad se tornaba aparente, o dicho de otro modo, para hacerse presente estaba sujeta a una multiplicidad de tramas que yo las había vivido, soñado o simplemente imaginado. Estos contextos se cruzaban, se entrelazaban, se relativizaban o eran meros productos de la imaginación cargada de planos superpuestos, pluridimensionales; inmediatos o distantes, en las texturas poéticas.

De allí entonces que discurrí que la mente tenía, en total medida, el manejo volitivo del universo, o más claro, de la inmensidad del cosmos lírico. Así yo estaba en condiciones de alterar el tiempo, haciéndolo asincrónico (proceso o efecto que no ocurre en completa correspondencia temporal con otro proceso u otra causa); ácrono, (fuera del tiempo); ucrónico (se da por supuesto acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder) o abiertamente paracrónico (suponer acaecido un hecho después del tiempo en que sucedió).

Esta cita expresa y explica lo que vemos plasmado con madurez en la presente antología. Al múltiple despliegue espacial se unen las diferentes dimensiones temporales, así de lo estrictamente contemporáneo podemos pasar a acontecimientos que se sitúan en otras épocas. El espacio del mundo real, sin embargo, no lo abarca todo, desde él saltamos a los mundos posibles de la literatura y de las artes con todas las implicaciones temporales que esto conlleva. Conviene advertir que el hablante en ningún caso entra en estos mundos como un mero observador, penetra totalmente en ellos; los goza o los sufre con tal intensidad que da la impresión de que siempre hubiera estado allí. Y el lector se compenetra con él en el instante de la emoción propio de la poesía lírica, porque los poemas de Lobos del Ártico, con sus elementos narrativos y de otras rupturas de género propias de la poesía actual, tienen a la lírica como su función dominante, esa que consigue una comunicación de yo a yo entre el hablante y su posible receptor.

A lo recién dicho, contribuye estilísticamente, según me parece, la fuerte presencia de la melancolía y, cuando no, de la nostalgia que se aprecian en los poemas ya sea por el tono o por el tema. Por ejemplo, el sentimiento de carencia que desatan los poetas muertos –de forma natural o por dipsomanía o mediante el suicidio– resulta conmovedor, lo mismo que el dolor por los hijos que se alejan o una cierta inquietud al recordar viejos amores o casas en las que alguna vez habitó. Mucho es lo que ha recorrido este viajero incansable pero con todo jamás pierde la capacidad de asombro ante lo que se le pone por delante ni deja de expresar la angustia frente a lo que ya se ha perdido o se está perdiendo de manera radical: “Todos somos fragmentos de la misma quimera/fantasmas de señales longevas/ en algún recodo del Universo”, leemos es este libro.

Habría mucho más que añadir sobre esta poesía llena de connotaciones y escrita con gran riqueza de lenguaje, pero prefiero callar ahora y que sea el lector quien encuentre y disfrute de lo antes nunca dicho, al menos no dicho de este modo.


Estocolmo, septiembre 2018



 

 

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