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Música, noticias, alegría,
no cambie el dial...*

Soledad Bianchi
Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien. No. 48, Musiques populaires
et identités en Amérique latine (1987)




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Las tres o cuatro cuadras que separaban el colegio de mi casa las hacía corriendo, casi volando, para no llegar a perderme en la radio las canciones que obsequiaba Ricardo García con «Regalo de Cumpleaños 'Ambrosoli'» y con «Discomanía», siempre en el mismo sitio: ¡en Minería! Y en la Cooperativa esperaba más tarde Julio Gutiérrez y «El Tocadiscos» que sólo giraba con melodías en inglés. Para el deporte, Julio Martínez (Jota Eme) y en las noches de domingo «'Cine en su hogar' con la compañía de Elba Gatica» nos permitía, a mí y a mi hermana, imaginar películas «para mayores de 21 años» cuando yo no llegaba a los 15 y ella era todavía menor. En la semana, después de cenar: las presentaciones en directo desde los auditorios con los chilenos Lorenzo Valderrama o Palmenia Pizarro, «la morena que canta lindo», «regalando» valses criollos; Dean Reed (¡rubio de ojos verdes!) o Brenda Lee desde Estados Unidos y muchos cómicos y cantantes latinoamericanos. Y además, a toda hora, las radionovelas.

Como una escritura-lectura con las perillas, el dial iba y venía, de izquierda a derecha, según los intereses, las preferencias, las fidelidades, curiosidades o necesidades: al final izquierdo, Radio Nacional de Agricultura, pero si se quería saber la hora exacta había que desplazarse al extremo opuesto para encontrar el reloj parlante de Radio Cronos, minuto a minuto.

A la disquería «Hoyl» me iba a escuchar gratuitamente los discos de moda de ese entonces, 1958, 1959... tocaban allí pocas grabaciones nacionales, a pesar de estar en los albores de «La nueva ola chilena» donde Danny Chilean, The Carr Twins (los mellizos Carrasco, en la vida real) o Fresía Soto, «la Brenda Lee chilena», preferirían con frecuencia el inglés al español en los años sesenta.

Y en el cine, «Rock around the clock» con Bill Halley y sus cometas y su rizo circular engominado y adherido a la frente. Y Elvis con su jopo, «imitado pero jamás igualado», para tristeza de los rockeros de Chile (etiquetados de «coléricos» en un país que califica con facilidad a todo el que se salga del «justo» medio, tradicional y pacato, decidido por el status).

Y Paul Anka susurrándole quedo a su «Diana»: «Put your head on my shoulder» porque «You are my destiny» y yo, sin tí, un «Lonely boy». Más tranquilo Paul Anka, aunque sus «fans» hicieran volar los ventanales del antiguo aeropuerto de Los Cerrillos cuando él aterrizó en Chile. Fuera de estos títulos, traducidos por los locutores, yo no entendía nada de estas lentas canciones que a diferencia del rock podían bailarse juntos. Y el rock de envidiables y premiadas piruetas en concursos que competían con contiendas supuestamente más didácticas sobre un tema determinado. Sin embargo, «Declarémonos con música» de la Radio del Pacífico era tanto o más enseñador: hacía llegar a otro público, a otro horizonte social, incorporándome a un mundo sólo sospechado (¿sospechoso o atractivo?) y mostraba una forma diferente (a la que yo conocía) de relacionarse y de comprender el amor. Porque el dial era tan jerarquizado como la sociedad entera. Jamás en «Hoyl», en el centro neurálgico del barrio alto, se oiría una ranchera, un corrido ni un valse peruano (si bien uno de Strauss podía acogerse con placer). Y en nuestras casas, de clases medias acomodadas, estas músicas que venían de la cocina o de las habitaciones de las empleadas domésticas, empezaban a gustarme...

Pocos discos chilenos se escuchaban, pero se oían melodías en castellano: algunas nos hacían sonreír en su pronunciación al tratar de esconder las francesas erres, otras nos hacían dudar sobre ciertos términos (cuando Charles Aznavour aconsejaba «Apaga la luz,/es más prudencial», ¿no habría querido decir «prudente»?)... o también cuando los gringos se esforzaban por acortar los finales para no decir como Nat 'King' Cole: «Cachitou, Cachitou, Cachitou miou,/ pedazo de cielou que Dios me diou». Y ellos y muchos otros cantaban, al mismo tiempo, en sus idiomas natales: el francés del colegio algo nos servía para compartir la soledad de Frangoise Hardy mientras «tous les garcons et les filles» de su edad — casi la nuestra — pololeaban «la main dans la main», pero también nos servía para soñar la ciudad que soñábamos conocer un día: «mais je sais qu'un jour d Paris» le decía Gilbert Bécaud a «Nathalie» y nosotros nos poníamos en su lugar aceptándolo por guía (¿cómo poder imaginar, entonces, las miles de obligadas partidas posteriores gracias a la «agencia de viajes Pinochet»?). Algo de italiano entendía, sobre todo cuando lo cantaba la sureña Cecilia, de Tomé. Pero salvo algunas frases, poco o nada lograba entenderle a Frank Sinatra (dubidubidú, con música de «Strangers in the night»), Dean Martin o Los 4 Ases, ni tampoco me importaba no poder traducir las palabras precisas de «Amor sin barreras» («West Side Story ») si después de verla 5 veces ya sabía a ciegas a qué escena pertenecía cada una. Sin embargo, en «El último cuplé», Santa Montiel nos hablaba el español más castizo (también exótico para nosotros). Y antes, Joselito me había hecho entristecer en nuestra propia lengua con ese ruiseñor preso de una flor, lejos de su ruiseñora: estas películas habían roto el habitual aislamiento del cine en español, circunscrito a espectadores analfabetos y a locales de bardo, fuera de los céntricos «Santiago» y «Continental». Y en la radio: Los Churumbeles de España, el Dúo Dinámico, Raphael, todos de «la madre patria». Y con otro acento, próximos, al otro lado de la cordillera: Los 5 Latinos —una especie de The Platters de Argentina—, el picaflor Leo Dan llamando a «Celia», «Marisa» y otras tantas; Sandro y sus atrevidas contorsiones con la voz y el cuerpo, parecidas a las de Tom Jones, o el osado Leonardo Favio que un verano propuso: «Quiero aprender de memoria / con mi boca tu cuerpo...».

¿Y la música-hecha-en-Chile? Con ritmos internacionales llegaba en «la voz que acaricia», Ginette Acevedo; los clásicos universitarios, los festivales de la canción de Viña del Mar o una absurda traducción de Gloria Benavides confesando que «las caricaturas» la hacían llorar mientras a nosotros nos sucedía lo mismo con los boleros interpretados por Los Quincheros. La canción tradicional, «la música típica» chilena podía oírse en «Aún tenemos música, chilenos», «Chile ríe y canta» y otros escasos programas especializados. Era poco frecuente escucharla antes de «el mes de la patria»: entonces, se entonaba, se palmeaba y... se olvidaba hasta el próximo septiembre. En las fondas construidas durante la semana del 18 puede oírse nuestro «baile nacional» y «abran quincha, abran cancha» para las cuecas, la tonada sólo se escucha y la refalosa es una danza «demasiado folklórica» para hoy. Las ramadas vibraban más al ritmo de las rancheras, los corridos, los chá-chá-chá (variados en cumbia con los años)...

El tiempo avanza y una cierta conciencia política comienza a manifestarse en muchos jóvenes: ¿cómo no poder decir nuestros problemas en palabras que no fueran extranjeras ni traducidas? Y el «Oratorio para el pueblo» de Angel Parra me revela otro cristianismo en 1964, diferente al de las obligadas canciones que debíamos entonar en la iglesia: «que sois casa de oro, torre de marfil», le decíamos a la virgen utilizando un «vosotros» tan lejano de nuestro lenguaje cotidiano como distante me parece esa época.

Isabel y Angel Parra comenzaban a oírse y por ellos y su Peña se regresaba a Violeta y se conocía a futuros integrantes del «movimiento de la nueva canción chilena», inseparable del movimiento de masas que lleva a Salvador Allende a la presidencia en 1970. Cantada, apoyada, promovida por los estudiantes y sectores politizados, la nueva canción acompaña actividades, manifestaciones e iniciativas de la Unidad Popular, y se añade a la música chilena, europea, norteamericana y latinoamericana que siempre se ha oído en Chile, sin desplazarlas.

En 1965, en un «grupo folklórico» de la Universidad de Chile de Santiago esperábamos las pausas para cantar boleros o zambas argentinas, telón de fondo de todos los paseos, de trabajos de verano, de reuniones políticas... Cuando entré a ese Monoprix, los tiempos y lugares se me confundieron, «Je ne regrette rien» sonaba en los parlantes y mientras Edith Piaf hacía rodar sus R, me sentí en Chile en los años 60, pero estaba exiliada en Francia en 1975... «Y ahora, aquí en Bondy, la 'Sonora Palacios' con ustedes» y cerca de 300 chilenos bailábamos (achilenadas) cumbias, toda una noche, en 1985, en la banlieue parisina. Y poco antes, Lucho Barrios había recorrido Suecia y Holanda con sus valses y boleros (achilenados).

Con un folklore poco difundido y en versiones estilizadas, falsas y clasistas. Sin ritmos actuales y nuestros como el tango, el corrido, el valse, el bolero o la salsa, en Chile tomamos de todas panes en una síntesis del «todos mezclados»: ¿cómo limitarse a la música de origen mapuche, casi desconocida?, ¿cómo limitarse a la música hispana original o evolucionada en su fusión? Con la radio, con los desplazamientos, con los discos, con la TV, ¿cómo pretender un supuesto «purismo»? Así, la música popular chilena, la que se oye mayoritariamente, es mezcla, unión, suma, mestizaje: como la identidad latinoamericana.

Sin mucha riqueza musical ni rítmica, la mayoría absorbe en Chile lo que nos habla, las palabras que identifican y expresan sentimientos, los textos que nombran nuestros sentires reprimidos, las melodías que se bailan siempre, las canciones que acompañan y se tararean sin cansar: ésta es la «música popular» chilena, la que llena los wurlitzer en los bares y las quintas de recreo Violeta Parra junto a los Beatles, Carlos Gardel, Zalo Reyes; Luisín Landáez, Lucha Reyes, «la morena de oro del Perú», y Elvis Presley; Cuco Sánchez con Los Jaivas, Olga Guillot, Madonna, Los Prisioneros y... todos unidos, ¡jamás serán vencidos! Y por ahora, dejo de recordar, por la atención dispensada, muchas gracias y hasta luego, será hasta la próxima en el mismo punto del dial...

 


(*) Transmitido en horario matinal y escolar, cuando yo estaba enferma, al placer de no asistir a clases se añadía la posibilidad de escuchar «El show de Ricardo García, / ¡qué alegría, qué alegría! / trae exclusivas canciones, / confidencias y emociones. / El show de Ricardo García, / ¡qué alegría, qué alegría! / música, noticias, alegría, alegría, / no cambie el dial / es Minería.»

 

 



 

 

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