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PUERTAS EN LA OSCURIDAD
Ediciones Inubicalistas, 2017
Novela testimonial de Adriana Bórquez
[1]


Por Susana Burotto[2]


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PALABRAS INTRODUCTORIAS
¿Qué diferencia un texto de ficción y de no ficción? ¿La intención del autor? ¿El material narrativo? Porque en ambos casos se usa un lenguaje, hay que conformar una realidad nueva con las palabras, tener en cuenta un lector, apelar a los recuerdos, trabajar con elementos que pueden —o pudieron— ser reales, pero, que al trasladarlos a un letra escrita, cobrarán una realidad, adquirirán un tono, un matiz, que tendrá su propia identidad y donde la ficcionalidad puede no ser la invitada principal pero igualmente se sienta en una silla visible en el entorno de las palabras del texto de no ficción, en el testimonio, el recuento histórico, el ensayo. La misma ficcionalidad que es la dama principal, la reina perfecta y suprema del que quiere alcanzar esa condición de hacer algo cercano a la literatura.

Digo esto a manera de reflexión antes de presentar el libro de Adriana Bórquez Puertas en la Oscuridad como una necesaria inquietud que esta obra me brinda como lectora y como responsable de presentarla.

PUERTAS EN LA OSCURIDAD
Es difícil tener una perspectiva crítica o analítica, desde el terreno literario, para una obra como ésta, que es un testimonio profundamente humano sobre alguien como Adriana Bórquez, que vivió las experiencias extremas de la detención, la tortura, el exilio, el regreso. Estoy acostumbrada a apreciar la literatura desde el ángulo de una ficción que tiene como resultado un producto lingüístico determinado y créanme, especialmente usted, Adriana, que las dimensiones de esta obra exceden con creces tal perspectiva. Pido las disculpas del caso, entonces, porque navegaré en dos aguas con este comentario, no por ambigüedad o actitud dispersa, sino por la compleja realidad de este libro.

¿Qué son estas puertas abiertas de las que habla el título del libro? Aquellas que se abrieron en medio de la cerrazón absoluta, el desconocimiento, la ignorancia o la desidia que vivió la mayor parte de la sociedad chilena desde la dictadura hasta ya avanzada la década de los 80. Son todas aquellas personas, instituciones, sensibilidades, que visibilizaron todo que estaba ocurriendo. De ahí lo que dice la propia autora en el prólogo de su libro:

Esta vía crucis de espanto pude andarla sólo porque, en ese momento de la Historia, se manifestó una Iglesia que retornó a sus orígenes junto a los pobres y perseguidos de la Tierra; una iglesia compasiva y comprometida con el dolor de los desamparados.

De ahí que el foco está dirigido a mostrar el testimonio de una ayuda, de recordar rostros, nombres, episodios, en que esta Iglesia —la misma con la que la mayoría de nosotros, como sociedad chilena, pudimos enterarnos de muchas situaciones que nunca traspasaron la cultura oficial de esos años o, si la hicieron, fue tergiversada— contribuyó a recuperar la dignidad de tanta gente que por años fue obligada a ocultar una verdad o a luchar en la oscuridad del exilio, la resistencia o la invisibilidad social. Es, por tanto, un libro–tributo, y como tal, necesario. En la ficción hay verdades muy poderosas, que a través del entramado de una historia real, ofrece la posibilidad que lectores, hasta ahora desconocedores de esta época de nuestra historia, puedan visitarla, en los labios de una mujer que al mostrarse como personaje, acerca la realidad a la ficción, le da su sangre, su memoria, su respiración. Los lectores son importantes, sin ellos no hay puente que transitar entre la vida del escritor, lo que ha escrito, lo que el lector recibe.

Y como libro–testimonio, como libro–tributo, Adriana trabaja un lenguaje preciso, delicado, contenido, evocador. Nos hace caminar con ella por parajes y situaciones diversas, desde el tiempo posterior a su detención, de donde sale con heridas físicas, anímicas y del alma y nos lleva a Santiago, a una población de monjas obreras en las Barrancas de Pudahuel. De ahí a la Casa de Ejercicios del antiguo Seminario de Punta de Tralca. Después el Convento de Clausura de las Monjas Adoratrices en Avenida Brasil. También hay lugares de iglesia, conventos que le niegan la entrada, sólo nombres angustiosos de lugares donde no hubo acogida, resaltando el motivo del miedo, tan humano y doloroso, que ha sido narrado tantas veces en la literatura. Luego el regreso luminoso a La Casa de Ejercicios y el regalo de otra hija, Selva, que se suma la compañía de Lichi, su hija adolescente. Por todos esos lugares y sus episodios, va dejando huella de su dolor, de su miedo, de su incertidumbre. Pero como buena narradora, también recrea atmósferas, describe lugares, se asoman rostros de semblantes amables, palabras de consuelo, una humanidad concreta pero siempre breve, siempre a la espera de lo que vendrá. Y en sus sueños y anhelos más queridos, la imagen de sus hijos y de alguien que sólo llama “él”, rondando cada uno de sus pensamientos, acompañándola como vigías alertas, que le impiden doblegarse al miedo y al dolor. Los instantes de luz son tan escasos que su intensidad se doblega. Cada descripción, cada retrato de personas, tiene el claroscuro de algo que puede ser tan fugaz que las barreras entre el mundo de la fe y el agnosticismo desparecen, como en ejemplo de la misa en las vísperas de Navidad:

Con los ojos de la memoria veo a las compañeras entremezcladas con las monjas, en cuclillas en los reclinatorios, a los hombres de pie a la entrad del recinto, nosotras tres cogidas de la mano, cerca del altarcito. Rememoro el recogimiento y la unción con que cada uno siguió el culto, el silencio profundo, las miradas empañadas, nuestras lágrimas calladas, los dedos sudorosos de mis hijas aferrados a los míos, mi plegaria angustiada.

Y esta emoción la que traspasa su letra y que tiene que ver con que la materia narrada es la vivida. Sólo que aquí hay un logro que tal vez no se alcanza en muchas narraciones de naturaleza similar; ese equilibrio entre el recuerdo, el testimonio, la memoria, y su capacidad de amoldarse al lenguaje de una ficción que se va deslizando sin aparente esfuerzo, con naturalidad, humanidad, sencillez, encantando al lector, al desprevenido, al conocedor, al que busca el pasado, a cualquiera que lea estas páginas.

Sigue el peregrinaje y la espera, en busca de un asilo que no llega. Aparece la Casa de Ejercicios de los Sagrados Corazones, en Macul, como nuevo refugio. Y también la Vicaría de la Solidaridad, como nuevo espacio para albergar y proteger a los perseguidos. En cada lugar, rostros conocidos, breves reencuentros, nuevos adioses. Otros lugares fugaces, con el miedo a cuestas siempre, con la ronda vigilante de los servicios de la dictadura.

Finalmente, luego que la narradora nos lleva por múltiples obstáculos, vigilancias, rondas de miedo, dolor, culpabilidad, desencuentros, y dudas, está la escena del aeropuerto, que la llevará a un nuevo destino, el exilio, el único posible entonces para escapar a la muerte. En esa escena, desde que llega hasta que sube al avión, se concentra, con admirable poder de síntesis, toda la vida de la protagonista, lo que deja atrás, lo que emprende, la vida que –cito textualmente– “plagada de desencuentros me golpeó como nunca antes en ese momento de partida. No obstante, no hay espacios para desandar lo andado; solo existe un camino y, ese, lleva hacia adelante”.

Celebro este hermoso, valiente, vital testimonio. Vida y literatura se entremezclan en un camino que también sirve para enseñar, recordar, retener la memoria.


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Notas


[1] Nacida en Osorno en 1936. Ha publicado los libros: Un Exilio (1998), Resistencia (2000), Historias de Mujeres (2002), Kawéskar (2009) y Poemario (2011). El año 2015 se reedita Un Exilio por Ediciones Inubicalistas, en una versión modificada. Profesora de Francés por el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, y M.A. en Sociología de la Educación de la Universidad de Oxford. Exonerada política, detenida en Colonia Dignidad y la Venda Sexy, en 1975; exiliada en Inglaterra entre 1976 y 1985, trabajó en Korogwe y Moshi en el proyecto educacional de Tanzania, África, en 1979-1980. A su retorno a Chile, se sumó al trabajo de la Comisión de Derechos Humanos en Valparaíso, Santiago y Talca, siempre en el área de investigación y documentación. Distinguida por sus actividades en pro de los Derechos Humanos con el “Premio Elena Caffarena Morice”, entre otros.

[2] Profesora de literatura en la Universidad Autónoma de Talca, diplomada en Humanidades en la Universidad de Talca y magister en Humanidades y literatura de la Universidad Adolfo Ibáñez. Ha dirigido talleres literarios, y participado en diversas antologías de cuentos. Ha publicado las novelas: Ficciones Frágiles (2005), Los Gritos de las Sombras (2009) obra ganadora del concurso Oscar Castro de Rancagua y Los Cercos Invisibles (2016).


 

 

 

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