Tríptico de Santiago
I
Bajo los árboles entrelazados, una paloma. Cierta y gris.
En el Parque Forestal
cerca de la calle Monjitas
Lila y la mejor de las suertes
me confían este Infarto del alma
que leo sobre un banco.
No reconozco los humores de aquellos
que parecen desdoblar
sus gustos. O cambiar de frase en frase.
Sé que este libro
buscado por años
en su primera hoja dice:
“Te escribo.
¿Has visto mi rostro en alguno de tus sueños?”.
Y eso basta.
Puede que nadie sea reconocible
pero aquí, entre las hojas,
se afianza una íntima paz.
II
Me gustaría hablar con alguien
alguien que se acerque
que se siente junto a mí en este banco del parque
y me hable
en un idioma amigo
sosegado
como esta paloma que abajito me mira
y me conversa.
III
A veces, ser otra es una buena costumbre.
Inmigrante en una misma.
Los ojos como si fueran nuevos.
La mano que aprieta levemente
lo ajeno en una mano propia.
La otra que anda por ahí
sola, abandonada de una.
Esa que
retirándose del sitio que le dio cobijo
junta las palmas, agradece
observa el espacio, memoriza
conserva la inmensa prontitud
su presencia
cuando la paloma se lanza hacia la copa
del árbol trenzado sobre su cabeza
y se va
abrigadísima de Dios.
(A Diamela Eltit, su Presencia
Santiago de Chile, noviembre de 2011)
Un lago
Cuentan que la profundidad de un lago
es semejante a la altura
de las montañas que lo rodean.
Cada vez que observo
esa superficie
al ras de una breve playa
me conmueve este pensamiento.
Era un día de febrero
un día cálido, sin viento.
Carmen dormía.
Vos y yo caminábamos en el muelle
haciendo equilibrio
entre hierros atravesados
sobre un apoyo invisible.
No te animabas a zambullirte
–el agua de un lago siempre es fría, casi helada–
yo apenas jugaba con los pies descalzos
en el oleaje.
Todo el mundo estaba ahí.
La cabaña a pocos metros
el silencio
y en la montaña
la presencia inalterable del fondo del lago.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . A nuestra familia Quintana en Esquel
Alabanza
Por tres generaciones
–que yo sepa–
las mujeres de mi familia
perdieron su cría.
Cuando esperaba a mi hijo pensaba en ello.
Comprendí que estaba marcada
que era posible tanto
la noche como el día
por eso
le hablaba a mi criatura
como quien en el buen clima siega el heno
y para el tiempo inclemente
prepara los enseres.
Sangré.
Sangrar no es buena cosa antes del parto.
Ahora
cuando mi hijo va y viene por los caminos del Señor
siento su presencia natural, como la lluvia o el ciruelo
pero hay un instante, en cada día,
que vislumbro el milagro
–la diferencia–
y agradezco.
En el resquicio del invierno
En el resquicio del invierno
las brasas arden
ascuas del sol que permanece desnudo
sobre las tejas del hogar.
Alegría y dolor acampan
bajo un mismo cielo.
De cada reino, seres celestes,
cruzan hacia la Comarca.
Un orden cambia
pero la rosa mosqueta aún crece entre los espinos
y las yemas germinan en las araucarias.
Fiel a aquello que querían nuestras almas
la madurez arrebata a la tristeza
sus candelabros nocturnales.
De la mano de los alquimistas
como lobos helados
sin temor al silbido de las balas
regresamos.
Contextos
Una torre cilíndrica de hormigón.
Es lo primero que puede verse en la distancia.
Luego las casas precarias
los muros
y por fin
las rejas.
Después, el alambre de púa
la basura sobre el barro
y un poco más lejos
la villa
los carros
los perros flacos y sedientos.
Dentro
en un mundo parecido al nuestro
me aguardan
amigas de otra vida
reencontradas
no sé muy bien, todavía, por qué.