STELLA DÍAZ VARÍN, POESÍA RELIGIOSA
Cristián Gómez Olivares
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A la hora de escribir este prólogo, uno debiera estar plenamente consciente de su inutilidad. No sólo porque se abriguen dudas sobre los puentes que podrían tenderse entre los hipotéticos lectores y los significados que aquí, eventualmente, pudieran desplegarse, sino sobre todo por la extensión y la profundidad con que Enrique Lihn escribiera sus palabras liminares para Los dones previsibles y donde se resume, a cabalidad, la poética de Stella Díaz Varín (1926-2006). Ante batalla tan desigual, me he planteado aquí el objetivo de resumir de la mejor manera posible los puntos que calza nuestra autora en la poesía chilena y latinoamericana, desarrollando pero también discutiendo algunos de los aspectos tratados por el autor de La pieza oscura, y, además, reseñar la recepción que se ha hecho de la obra de Díaz Varín, para a partir de ese trabajo crítico leer su obra poética, pero también para adentrarnos en los desafíos que se presentan para ese corpus de crítica (feminista, parte de ella) desde la escritura de la Stella. Me permito, claro, llamar a nuestra autora como usualmente se le conoce, como todos la conocíamos. Porque, y esto es precisamente con lo que inicia Lihn su prólogo, hablar de la poesía de Díaz Varín es necesariamente hablar de la Stella.
Lihn señala expresamente en su introducción (no por nada el título de ésta es el nombre de la autora) que a pesar de que la poeta le pidiera que no hablara de ella sino de su obra, “haré las dos cosas en una, ante la imposibilidad de separarlas” (11). Una de las claves escriturales de esta poética consistirá, como veremos, en no trazar una línea divisoria tajante sino borrosa entre poesía y vida, entre escritura y experiencia, entre lo que supuso para Stella Díaz Varín escribir y publicar los cuatro libros que publicó en vida y convertirse al mismo tiempo en La Colorina. Haciéndole justicia, entonces, a estos dos procesos paralelos pero profundamente imbricados el uno con el otro, es que vamos a abordar la poesía de Díaz Varín desde una posición textual que entenderá su obra no como un mero trasunto biográfico, pero sí como aquel lugar donde confluyeran líneas estéticas que la autora compartió con sus contemporáneos, al mismo tiempo que se convertía en el epicentro de esos “Adornos de la propia persona retorizada, que es la máscara del poeta” (12), el registro simbólico y estético de su persona/je literario.
Para empezar, esas líneas estéticas que la autora compartiera con sus contemporáneos son algunas de las escuelas que marcaron toda una época en Chile. Desde su primer libro, Razón de mi ser, publicado en 1949 por Morales Ramos editor, Díaz Varín comenzará a demostrar un acendrado y particular acento, que la emparentará con esa poesía que practicaba por una parte Teófilo Cid y el resto de La Mandrágora, por otra con autores que sin estar afiliados a este colectivo surrealista (en muchos casos, disintiendo de ellos), practicaron en esa época y después una poesía ciertamente hermética, deudora de las vanguardias y, a largo plazo, de los modos del Romanticismo. Ese aliento en que la voz autorial dominaba la predisposición de la poesía, estaba fuertemente marcado por la impronta huidobriana de un Altazor que todavía estaba cayendo[1], el Neruda de su etapa más residenciaria (aun cuando estuviera cerca de comenzar en ese entonces su periplo por el exilio) y la grandilocuencia popular de Pablo de Rokha, cuando bramaba en contra del “trotzkysmo-nazismo-imperialismo” en su Arenga sobre el arte (115). A ese clima también contribuía, y cómo no, el legado americanista y de mujer que una Gabriela Mistral ya premio Nobel de literatura defendía como bandera.
Por lo mismo, no es de extrañar que el poema con que se abre Razón de mi ser sea el que le da título al libro, en tanto este texto reúne armoniosa pero agonísticamente esas influencias que la poeta sabía asimilar, junto con una marca que será premonitoria y definitiva: su definición de género. Viendo su obra de manera retrospectiva (beneficios del tiempo, triquiñuelas del crítico), creo que no es forzar demasiado las cosas si decimos que este poema de Díaz Varín ocupa un rol central en el conjunto de lo que en total escribiría. Tanto el tono como las preocupaciones de la hablante anticipan esa postura que la distinguiría radicalmente, esa actitud beligerante de la que nos interesa no sólo la leyenda de la que periodistas y groupies se han llenado la boca hasta el hartazgo, sino una beligerancia que a partir del mismo texto se convierte en uno de sus temas permanentes: “lanzó su agonía decisiva junto con las estrellas” (13), dice en la segunda estrofa de este poema; lo que de aquí queremos rescatar es, por una parte, la etimología de la palabra agonía, y por la otra, la genealogía que Díaz Varín establece para trazar sus particulares correspondencias a la hora de establecer una postura genérica. Agonía aquí puede leerse no sólo en su significación castellana, i.e., un período de sufrimiento que precede a la muerte, como una pena o una aflicción extrema, sino también, leyendo el conjunto que hasta ahora conocemos de la poesía de Díaz Varín, más adecuado nos parece asumir agonía como lucha y contienda, como una forma de enfrentarse al mundo.
Aun cuando señalemos que nuestro acercamiento será de índole textual, tratando de subrayar el valor literario de una obra que no ha sido suficientemente estudiada en su literariedad, tampoco podemos ignorar que esa leyenda turbulenta que rodeara a la Stella antes que a Díaz Varín, es una de los factores que modela & distorsiona su lectura y, en consecuencia, debe por lo menos ser tenida en cuenta a la hora de hacer un resumen de toda la valía de una escritura que, partamos por el principio, nunca se desentendió de ese carácter performativo que fuera tan propio de ella(s): de la Stella y de su poesía.
Así, tanto en el poema “Razón de mi ser” como en el libro al que le da título, la dimensión del dolor de la hablante es asimilado a niveles cósmicos y religiosos. Su linaje asimismo pertenece al de una larga tradición femenina en el que las sienes de una niña tienen una “rama florecida de lágrimas” (6) y donde también se cuentan vendedoras, novias y vírgenes, de las cuales no hay ninguna que no represente o sufra alguna forma de coerción y/o no esté envuelta en alguna clase de combate. Eugenia Brito ha subrayado en un prólogo lúcido pero poco estudiado, la postura emblemática de Díaz Varín en cuanto a poner de relieve una mirada desde el género que subrayaba la precariedad de la mujer y su posicionamiento social como temática.
De acuerdo a Brito,
En una fuerte tensión con el lugar hegemónico su palabra acata y calla, pero también insinúa veladamente, llegando en ocasiones a denunciar y protestar por el lugar obtenido (Stella Díaz Varín) y también desde antes Ximena Adriazola y María Monvel. Así, las áreas seleccionadas por este sujeto están en relación asimétrica con su posicionamiento histórico: si bien miméticas en muchas oportunidades, en otras, las más, rebeldes, densas, plurales. (9)
Más importante aún, Brito se da tiempo para detallar igualmente las diferentes formas que esta actitud contestataria asume entre algunas de las poetas que ella antologa. Así, aun cuando la mímesis pareciera alcanzar a gran parte de la producción poética de las mujeres de la primera mitad del siglo XX, esta mímesis “no será siempre seguida linealmente, sino que se trampeará al intentar desmontarla, señalando el desamparo del lugar (Mistral), el horror del rol (Díaz Varín) con ironía (Casanova) o dramatismo (Adriasola)” (9).
En busca de un espacio propio desde el cual leer la poesía de mujeres chilenas, Brito logra dar con una idea que nos parece clave a la hora de desarrollar una mirada de género que –yendo más allá de las demandas sociales que fueron el fuerte de cierto feminismo, especialmente en los años de la dictadura– es también capaz de dar cuenta de las estrategias retóricas de estas poetas para propiciar tal tipo de lectura. Según Brito, casa y ciudad son dos ejes de lectura que recorren parte importante de la poesía chilena, pero mientras la casa es espacio privilegiado de la escritura de mujeres, la ciudad parece ser un espacio ocupado con mayor frecuencia por una poesía que, provisoriamente, llamaremos masculina, aun cuando desde ya quisiéramos poner en cuestión cualquier biología de la escritura. Pero sobre esto volveremos más adelante.
Brito entrega ejemplos que parecen indiscutibles. Dos de ellos nos servirán para corroborar lo anteriormente dicho. Primero “Huésped nocturno”, de Eliana Navarro, segundo “La casa”, de nuestra Stella Díaz. El poema de Navarro –en una primera mirada– pareciera una evocación de la naturaleza más o menos en el estilo propio de ciertas poéticas apegadas a la recreación de ciertas zonas rurales entendidas como imagen primera de lo natural y, por extensión, de lo “auténtico”, ajeno o indiferente a los cambios producto del progreso. Sin embargo, si hacemos una lectura que ponga en juego otros contextos, vemos que la casa casi puede ser reemplazada por el vacío, un espacio donde el tiempo adquiere espesor propio y se transforma en escenario de profundos desgarramientos:
Entra, divino amigo pendenciero,
desgarra con tus manos olorosas
estas cortinas rancias,
sube aullando por las escaleras,
estremece las lámparas,
derriba estos retratos amarillos,.
en las alfombras baila
y que baile contigo toda la porcelana,
los chales incoloros de mis tatarabuelas,
el reloj lento, lento
y su lenta, lentísima campana.
Con tus manos de duende,
y con tus pies de duende,
desgarra este silencio,
esta sombra, esta nada.
La pregunta en torno al visitante se desplaza para interrogarnos ahora por el papel que pueda jugar ese espacio inhabitado y tradicionalmente asociado con la idea o la esperanza de un refugio.
Díaz Varín, por su parte, en el poema “La casa”, publicado por primera vez en Tiempo, medida imaginaria, logra dar con la metonimia de un cuerpo (“Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la puerta como trofeo. (…) Y esta era mi morada”, 17) que se exhibe como una especie de botín de guerra, pero que demarca además los límites de la habitación. La casa nuevamente pierde su condición protectora para ser reemplazada por el encierro y la contradictoria imposibilidad de la hablante para completar su proyecto particular. El oxímoron empleado a continuación no hace sino subrayar este fracaso:
Una víbora, encerrada en la jaula,
destinada a cualquier pájaro,
y una piedra caída temporalmente desde la cima,
una piedra nómade en busca de aventuras
servía de puerta, de mesa de comedor…
(17)
La “piedra nómade” es reducida a usos meramente funcionales, contradictorios con su definición de por sí compleja en tanto elemento inerte pero móvil.
La casa, entonces, se dibuja en el horizonte de la poética de mujeres como un punto de partida para hacer público lo privado, para estetizar este ámbito como parte de lo que Josefina Ludmer llamara, en un momento decisivo del debate feminista latinoamericano, “las tretas del débil” (González y Ortega, 1984). Para Ludmer, esta treta del débil tiene dos fases o dos caras, porque reúne sumisión y aceptación del lugar asignado desde el poder, con antagonismo y enfrentamiento y una negación a la colaboración. El fragmento de Díaz Varín recién citado nos parece particularmente importante a este respecto porque pensamos que subrepticiamente representa una respuesta, una reacción de Díaz Varín a otra voz y a otros poemas, específicamente de Nicanor Parra, quien cinco años antes de que se publicara Tiempo, medida imaginaria, había remecido la escena literaria nacional con la publicación de sus Poemas y antipoemas en 1954. En este libro figura el poema titulado “La víbora”, que de acuerdo a diversos testimonios estaría dedicado a Stella Díaz Varín. No obstante, y más allá del anecdotario, me parece de mayor peso el diálogo que se puede establecer entre “La casa” de Díaz Varín y la “Advertencia al lector”, de Parra.
Haciendo gala de su nueva estética, en este poema Parra intenta sentar las bases de las posibilidades de representación del proyecto antipoético. Una de las puntas de lanza en esta especie de manifiesto es el conocido verso donde se define por negación, en el que plantea que “Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse:/La palabra arco iris no aparece en él en ninguna parte,/Menos aún la palabra dolor” (Poemas y antipoemas, 33). A continuación, Parra menciona algunos de los objetos que sí pueden formar parte de su poesía, objetos o artículos que pretenden mostrar un contraste con los anteriores, producto de su carácter prosaico, entendido como tal en la medida en que estos nuevos objetos de la poesía se diferenciaban de los primeros por su pertenencia a la vida cotidiana del lector (o por lo menos a lo que en mil novecientos cincuenta y cuatro se leyó como una referencia “directa” a la vida cotidiana de los lectores), a saber: sillas, mesas, ataúdes, artículos de escritorio.
Pues bien: en su poema “La casa”, una vez que la hablante ha hecho profesión de fe de la aporía que la sobrecoge (“piedra nómade en busca de aventuras/servía de puerta, de mesa de comedor”, 17), lanza esa jaculatoria dividida en dos versos que es menos una justificación ante la asonada parriana que un acto de consecuencia, un credo al que la poeta terminará siendo particularmente fiel:
Qué quereis que se haga con estos materiales.
Nada. Sino escribir poesía melancólica.
(…)
Entonces escribiré mi biografía
al uso de los poetas indecisos.
Miraré a través de una llama de cobalto
y distinguiré objetos olvidados;
como cuando dormía adosada a la pared
y todo parecía bello sin serlo.
(17-8)
Creo que son dos las aristas que obligatoriamente tenemos que enfatizar, más allá de los méritos del poema, que hablan por sí mismos. En primer lugar, la decidida filiación con una estética deudora de un romanticismo o renovado o tardío y que otros llaman “órfica” (Alcayaga) o “metafísica o existencial” (Morales). Por otro, y con esto volvemos a lo que señalábamos algunas páginas más arriba, la inscripción en el poema de un sujeto veladamente autobiográfico, entendido este último como un producto de las operaciones de lenguaje a las que Díaz Varín somete su palabra, antes que un registro transparente e inmediato de una biografía.
La tradición poética, entonces, con la que se entronca nuestra autora, intenta develar aquellas honduras del ser que permanecerían ocultas para el ser humano en su rutina diaria, honduras o abismos de su condición que sólo podrían alcanzarse en una introspección profunda que –en un gesto circular que involucra otros niveles de lectura–lo alejaría del mundo y su apariencia, para devolverlo al mundo verdadero y su esencia (de haberla), luego de haber concluido un periplo que puede asumir formas tan divergentes como las del viaje vertical en Altazor, el retorno mítico de Piedra de sol o la recuperación onírica del surrealismo, pero que en cualquier caso involucra un retorno a un punto de partida. Para Octavio Paz, quien entenderá el romanticismo desde su particular visión de la poesía como comunión,
El pensamiento romántico se despliega en dos direcciones que acaban por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que
hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la
sociedad; y la unión de ese principio con la vida histórica. Si la
poesía ha sido el primer lenguaje de los hombres –o si el
lenguaje es en su esencia una operación poética que consiste
en ver al mundo como un tejido de símbolos y de relaciones
entre esos símbolos– cada sociedad está edificada sobre un
poema; si la revolución de la edad moderna consiste en el
movimiento de regreso de la sociedad a su origen, al pacto
primordial de los iguales, esa revolución se confunde con la
poesía. (Los hijos del limo, 91)
A nivel latinoamericano, José Olivio Jiménez ve cómo estos presupuestos en torno al romanticismo europeo encuentran su solución de continuidad en la interpretación que de ellos hace el modernismo rubendariano and so on. En la introducción a su antología de la poética modernista y finisecular, Jiménez rastrea el uso de la analogía y la ironía como los pilares sobre los que escribirán su obra los autores de ese movimiento, desde los primeros Darío y Martí hasta Lugones y Mistral como sus últimos y ya renovados practicantes. La analogía será la fuerza que traduzca la correspondencia universal, el ritmo que unifica la creación y que hace legible la dispersión de la existencia: las “Correspondencias” de Baudelaire probablemente sea uno de los poemas que mejor ilustre estos ecos remotos que dibujarían la intrínseca unidad de la realidad (“Comme de longs échos qui de loin se confondent/Dans une ténébreuse et profonde unité,/Vaste comme la nuit et comme la clarté,/Les parfums, les couleurs et les sons se répondent”, 18); la ironía vendría a poner una disonancia en esa posibilidad –una declaración de deseos, también– de que todo sea (un) símbolo. Las vanguardias de comienzo del siglo XX representan un salto formal con respecto al modernismo y su relación con las escuelas parnasiana y simbolista, pero prosiguen con su afán de “rebelarse contra las formas aceptadas de la naturaleza y su representación, [aunque] continuó reaccionando contra los límites físicos del mundo y contra la abstracta y remota noción de otro mundo” (Balakian, 151).
En el caso chileno, algunos de los autores que con distintos matices podrían formar parte de esta compartida visión del ejercicio poético, serían, entre otros, Rosamel del Valle y Humberto Díaz-Casanueva, los integrantes de la Mandrágora y Gonzalo Rojas, Gustavo Ossorio y Mahfud Massís y Boris Calderón, por dar sólo algunos de los nombres que vienen ahora al caso. Según Rosa Alcayaga,
Stella Díaz Varín escribe su poesía, esta poesía, cuando la mayoría de los
poetas chilenos abandonaban el camino vanguardista y preferían ir tras la
senda parriana: en este particular poema observamos como Stella, a
despecho de sus pares, no reniega ni ahoga los cisnes ni a las hechiceras
ni a las sacerdotisas y revela una cierta visión sacra de la naturaleza y del
cosmos en todo su esplendor. Desde ese poema uno puede advertir que
Stella cree en un poeta como vidente, un poeta profético y heroico, poeta
como médium tal como fuese concebido por los románticos al recrear una
poesía como renovada mitología.
Signo evidente de esta vinculación que hemos hecho entre Díaz Varín y el espíritu de la vanguardia, es el poema titulado “El poeta”, dedicado como si no fuera suficiente a Pablo Neruda y “a todos los poetas que le anteceden y le suceden” (Los dones previsibles, 20). Aquí Díaz Varín, sin abundar en la figura de Neruda mismo, pero sí valiéndose de él para manipularlo como una especie de arquetipo, subraya la tarea del poeta como un sujeto capaz de interpretar el mundo de manera tal que logra una reconciliación entre aquellos polos opuestos y/o distantes para la percepción normal, pero que en las manos (o en los ojos) del poeta entrega una realidad que ha logrado superar sus contradicciones.
De este modo, la hablante de este poema define al poeta como “Un hombre/para quien todas las cosas/son parientes lejanos”. Lo interesante de esta definición no son sólo los ecos que despierta del poema de Baudelaire, sino por sobre todo su contenido implícitamente político, su forma de decir en plena década de los ochentas (Los dones previsibles fue publicado en 1992, pero en 1987 había recibido el premio Pedro de Oña, por lo que podemos datarlo por lo menos hasta la época de la dictadura), que la poesía tiene el poder de resolver, aun cuando en términos estéticos, aquella fragmentación y aquella violencia de la que éramos testigos bajo el gobierno pinochetista y cuyas consecuencia aún hoy no dejan de sentirse. La tenebrosa y profunda unidad de la que hablara Baudelaire es en Díaz Varín la reunión de un conglomerado familiar, tal vez no relacionados directamente, pero que aun así guardan lazos de sangre.
En esto juega un rol decisivo la mirada: si se trata de desentrañar el mundo para encontrar a esos familiares que ahora nos resultan familiares, el poeta entonces “Camina cielo adentro/Sobrecogiendo al sol con su mirada” (20). El poeta que se describe aquí es capaz de juntar, gracias a su corazón, los cuatro puntos cardinales, lo cual voluntaria o involuntariamente es referencia obligada, al menos si se es poeta chileno, a los cuatro puntos cardinales que son tres: el sur y el norte (versión huidobriana), o en la perspectiva de la Mistral, esos dos únicos puntos cardinales que “son Montegrande y el Mayab” (177): las capacidades físicas del hablante/poeta –mirada, boca y corazón– son las que lo llevan en este poema a través de ese viaje donde va caminando sobre el agua.
Es inevitable tener en cuenta las referencias bíblicas que hacen asumir la figura del poeta con dimensiones religiosas. Después de haber pasado la noche orando solo en la montaña, de acuerdo al relato bíblico, Jesús de Nazaret alcanza a los apóstoles que estaban en medio de un lago, en una barca. Al verlo caminar sobre el agua, estos últimos se atemorizaron y comenzaron a gritar creyendo que era un fantasma, hasta que Jesús tuvo que tranquilizarlos diciéndoles que sólo se trataba de él. Maravillado ante tal hazaña, Pedro le pide a Jesús que lo ayude a llegar hasta él, ante lo cual Jesús lo invitó a acercarse. Una vez en el agua, Pedro apenas alcanza a dar unos pocos pasos cuando el viento se puso a soplar y, atemorizado nuevamente, cae y le pide socorro a Jesús. Éste, luego de levantarlo, le recrimina ser un hombre de poca fe y le pregunta: ¿Por qué dudaste?
No obstante caminar sobre el agua, el hombre también camina sobre su corazón. Y camina, además, en solitario. El deseo de unidad se trasluce en la dicción del hablante: si casi todo el poema está dominado por una tercera persona que “narra” lo que le sucede al hombre, en la penúltima estrofa pasa a una primera persona que explicita su anhelo de caminar, suponemos junto al hombre, sobre el mar. Sin querer demorarnos en el tono devocional de este texto, a todas luces secundario en tanto lo que se busca en el poema es recargar la figura del poeta con una tarea o un deber que –al interior de la poética de Díaz Varín– no resulta en ningún caso desproporcionada, nos parece que la misión del poeta que aquí se le asigna a éste es de un corte redentorista que sólo podemos adjudicar a los tiempos y el contexto que rodearon la escritura de este texto. El tiempo del asco, como lo llamará insistentemente Díaz Varín en una serie de entrevistas (en http://www.letras.mysite.com/stella1.htm), proporciona una explicación provisoria de esta nueva investidura para el poeta, la que, sin embargo, no resulta contradictoria con lo que hasta ahora hemos visto del proyecto poético de Díaz Varín. El carácter religioso tiene más que ver con la posibilidad de re-unir, re-ligar y re-conciliar lo que de otro modo aparece como ajeno a la experiencia del hablante.
En un texto tremendamente subvalorado, Armando Uribe Arce analiza los medios que provee la poesía para la canalización del inconsciente, de manera tal que los preceptos de la retórica, la métrica y la poética facilitan o fuerzan la presencia del inconsciente en el poema, en tanto las primeras no son elementos ajenos al poema, sino los medios e instrumentos con los cuales el segundo hace su ingreso al texto. En principio, la tesis de Uribe, que parte de las teorías de Starobinsky y el psicoanálisis disidente de Nicolas Abraham, señala a grandes rasgos que son las reglas retóricas del verso las que estrechan o comprimen la escritura hasta un grado tal (Uribe habla de las facultades conscientes del poeta),
que, sin saberlo ni quererlo, obligan –por angustia, sorpresa o gozo– a que
su inconsciente personal (y, si cabe, el colectivo de que participaría) se
abra paso en forma de palabras, sílabas o fonemas, puntuación y otras
vías formales y “técnicas”. La propia técnica del verso es lo que introduce
en la forma del poema (indistinguible de “trama”, “idea”, “emoción”,
etc.) lo inconsciente reprimido y primordial. (92)
Para Uribe, un rol clave en esta “inducción” del inconsciente hacia el texto lo juegan las repeticiones de todo tipo que podemos encontrar en la obra final, en el producto escrito. Aun cuando Uribe privilegia las repeticiones que se pueden rastrear en la rima, también abre el compás para incluir aquí las aliteraciones, las cacofonías y onomatopeyas, la puntuación y la acentuación, etc. Nosotros agregaríamos los paralelismos y los símbolos que conforman un campo retórico [2] (Arduini, 47) donde se insiste en los vasos comunicantes que alimentarían esa analogía romántica en medio del efecto desestabilizador de la ironía: ya desde la dedicatoria podemos encontrar estos rasgos de estilo, puesto que “El poeta” está dedicado no sólo a Pablo Neruda, sino también “a todos los poetas que le anteceden y le suceden”, es decir, una línea que no es meramente el amontonamiento informe de autores y libros publicados, sino la cadena donde se engarzan los poetas en comunión con la palabra, donde se anulan las diferencias.
Díaz Varín repite la imagen del hombre caminando sobre el agua a todo lo largo del poema (páginas 20-23 de Los dones previsibles), sólo para ir modificándola y agregándole nuevos márgenes de sentido. De este modo, la soledad del hombre adquiere un lugar consustancial a esta empresa de recolección de fragmentos, cada uno de ellos recogido en tanto antítesis: “Nacido de la luz y de la sombra/Con solamente aparentar tristeza/Mueve a risa” (20), “Sueltos como los hombres en su gran prisión/Inefable/como Dios cuando quiere ser hombre” (22), “Oh fanal de ojo ciego” (22). Las antítesis que aquí se representan se encaminan en el final del poema hacia una síntesis indicada por un cambio en la hablante (decíamos que pasa de tercera a primera persona) al declarar su anhelo por acompañar al hombre dibujado en el poema en su caminar de pie sobre el agua, pero especialmente “Cuando tu gran corazón/Quiebra la soledad”, i.e., cuando se consigue concretar la religiosidad de la experiencia.
En otro lugar del libro se hace mención de esos sueños antiguos que abruman a sus acompañantes, sueños antiguos que son esa suerte de origen al cual se desea volver. Mientras el amante “Cantó el canto de las aves pasajeras”, la hablante atestigua que “Yo/Edifiqué los aires” (59). Aun más elocuente es otro de los poemas del mismo libro, “Edades principios y finales”, cuyo aliento nostálgico parece evocar un pasado difícilmente recuperable, a partir de las condiciones de enunciación representadas en el poema. La imposibilidad de retrotraerse hasta aquellas, le hace pronunciar este treno:
Otro es ahora
El árbol y su corteza
Otra muy otra es la mirada
Que consigna la cifra
Otros muy otros los poetas
En la tierra sombría (44)
No es casual el título de este poema. Pareciera que, enfrentados a la atmósfera atosigante e irrespirable de la dictadura y la subsiguiente descomposición social, finalmente hubiera irrumpido en el cuerpo del poema algo capaz de nublar ese desentrañar de la realidad que hasta ahora venía llevando a cabo la voz de Díaz Varín. El lamento por la incapacidad de traducir aquella cifra se asocia con otro por los poetas, que de acuerdo a lo que leemos en el texto, definitivamente ya no son los mismos. En un ensayo sobre la modulación política de la poesía chilena escrita en el insilio de los setentas, Naín Nómez (2010) aclara que si bien el terror pinochetista y la represión política incitaban a practicar una poesía abiertamente testimonial y contestataria, no fue ni con mucho el único tipo de poesía que podría calificarse de política, sino que bajo esta etiqueta (palabra como pocas venida a menos de un tiempo largo a esta parte) podían encontrarse corrientes como la poesía lárica, la poesía intimista o la antipoesía, por citar sólo algunas. Lo que sí aunaba a todas estas era el sentimiento de la pérdida, un motivo que aun cuando hacía mucho que estaba presente en la poesía nacional, había logrado ir transformándose para dar cuenta de los complejos y distintos estados de alienación que compartían (con los necesarios matices del caso) poetas de las generaciones del cincuenta y el sesenta. Por eso, concordamos con Nómez en que la producción poética nacional ni se detuvo ni se desentendió por completo de temas y esquemas que ya le preocupaban con anterioridad y a los que incorporaría, en las primeras fases de la dictadura, esa oscilación entre la autocensura y la poesía más abiertamente comprometida.
Con esto en mente, no nos parece exagerado el calificativo de político para un texto como “Edades principios y finales” que pone un matiz de duda dentro del proyecto de Díaz Varín. En consonancia con lo que ya señaláramos en torno a “El poeta”, en este segundo poema también podemos ver la función que cumplen las reiteraciones y las insistencias en este texto, dado que esos principios y esos finales del título del poema no hablan exclusivamente de un pasado añorado, sino que son la perfecta mediación (a través de de las anáforas pero también de las personificaciones y una serie de otros aparatos retóricos) para darle paso a un inconsciente que en realidad es crítica del presente e indignación por un estado de cosas que, a mediados de los ochenta [3], no aparecía muy auspicioso. Pero no obstante las similitudes del procedimiento, creo que en este caso el compás se abre un poco más hacia un inconsciente colectivo, hacia un inconsciente político que hace de las repetidas contradicciones retóricas la única salida formal posible para sustentar una poesía que siendo de carácter político y coyuntural, no objetó por esto su proyecto de largo aliento ni puso en discusión (aunque de algún modo siempre los puso) sus estándares literarios. Como bien se cuida de aclarar Armando Uribe, las repeticiones en la poesía (y si estamos en eso, cualquier otra figura literaria) no implican necesariamente la presencia directa del inconsciente del autor. Uno supone que esto sobra decirlo, pero mejor decirlo: estas pulsiones no son obligatoriamente cuadros clínicos, pero su aparición como una norma en la escritura poética, su –valga la redundancia– reiteración, invitan a leerlos como una puerta de entrada hacia un inconsciente que se asoma a la página mediatizado por un conjunto de reglas de una retórica que va, por cierto, mucho más allá de sí misma [4].
En el caso de Díaz Varín, la transición ocurrida queremos suponerla como un traspaso que no se limita a la resolución simbólica de un conflicto específico (a saber: las condiciones de producción de estos poemas en el clima represivo de los setentas-ochentas), sino que además se hace cargo en una segunda instancia de las contradicciones de clase, pasando de su enunciación particular del conflicto ya señalado, a dirigirse ahora a ese discurso clasista que por definición es dialógico y antagónico en su estructura [5]. No hablamos aquí de “reflejar un contexto” de la sociología convencional de la literatura ni de analizar el texto a partir de su “trasfondo social”; creemos que, matizando los planteamientos post-estructuralistas para los cuales la Historia tiene el mismo estatuto que cualquier otro texto, que el acceso a la totalidad o lo real sólo puede llevarse a cabo a través de su textualización, es decir, por medio de la previa reescritura de un subtexto ya histórico o ideológico, en el entendido de que tal subtexto no precede al texto mismo ni es externo a él. Una vez recreada esa totalidad (la Historia que actúa como causa ausente), las antinomias como las que antes señaláramos en algunos poemas de Díaz Varín, se ponen en discusión las posibilidades de intercambio y combinación de las unidades constitutivas del texto, teniendo en cuenta las tensiones existentes entre los contenidos ideológicos que llegan a expresarse en la superficie del texto y aquellos que no han sido explicitados (desplazados, reemplazados o reprimidos), de modo tal que la estructura literaria nunca está completa en ninguno de sus niveles, salvo que tengamos en consideración aquello no dicho en el texto, su inconsciente político, siendo entonces los mismos componentes textuales los que nos señalen la ruta para llegar a aquello que el texto intenta controlar o administrar.
Desde el momento en que la lectura que estamos haciendo accede a su discurso contradictorio de clase, estamos en condiciones de reconstruir, en el caso de Díaz Varín, aquellos antagonismos sociales que el texto sólo indirectamente puede tratar, para el caso que nos ocupa, la perspectiva de género que más arriba hemos señalado, pero reinsertándose ahora como parte de un proceso dialógico en que el género ya no es sólo una cuestión de pareja u hogareña ni de espacios literarios, sino que los incluye dentro de otros marcos de representación, como en el emblema aquel con que las feministas solían ir a las protestas contra Pinochet: “Democracia en la cama y en el país” [6].
No podemos agotar aquí la necesaria pero compleja discusión en torno al inconsciente político y los problemas metodológicos (y espurios, a nuestro parecer) que conlleva entre el feminismo radical y el marxismo; bástenos por ahora con haber mostrado algunas lecturas posibles entre la obra de Díaz Varín y su política textual explícita pero también implícita y en la cual se despliegan gran parte de los valores formales y de toda índole que nos hacen entenderla como una autora fundamental de la poesía chilena, sin muchas dudas por lo menos para nosotros. Así y sólo así podemos recontextualizar, a partir de estas conclusiones, el juicio de Enrique Lihn según el cual Stella Díaz Varín era “una tenebrosa cantante desconsolada y también frenética, orgullosa de sus imágenes y negligente en relación al sentido de su canto” (11-12).
Confieso que en lo personal eso de “negligente” en cuanto al sentido de su canto, siempre me pareció difícil de explicar. Demasiado taxativo, en opinión de este lector que quiere ser atento. Me parecía, a veces, como si Lihn hubiera querido recalcar la despreocupación de la autora por su obra, tal vez mencionando oblicuamente los más de treinta años en que la poeta no publicara un solo libro completo, aunque no contamos, nosotros, con todos los antecedentes para explicar por qué aquello (no) ocurrió. Tal vez, dado el apego de Díaz Varín a una poesía de corte aparentemente o hasta cierto punto hermética, de la que Lihn nunca quiso saber mucho, podría haber sido que el prologuista quisiera reprocharle su tránsito por las oscuridades del significado y las deudas con escuelas como el simbolismo y el romanticismo.
Sólo ahora he llegado a la conclusión de que Lihn no intentaba ninguna reconvención, sino que desde ese de Enero de 1988 en que fecha su prólogo, ya entonces barruntaba a su pesar proféticamente, lo que críticos y poetas y lectores nos hemos demorado en identificar como la carga inconsciente de la obra de Díaz Varín, esas pulsiones donde se engarzan los significados reprimidos o elididos y la carga política de esas omisiones; la mentada negligencia en consecuencia se trataría de la dificultad de comprender cabalmente el sentido de la propia obra, ya sea que se refiera al sentido del texto, a la carga semántica del cual el texto no puede desprenderse, ya sea a la dimensión que alcanzó su canto (su obra) en la poesía chilena y en cuya sociabilidad Díaz Varín cultivó con especial entusiasmo la enemistad y los resquemores de no pocos, con o sin justa razón.
Esta parte de la historia se conjuga con la segunda arista que queríamos destacar en Díaz Varín, tal vez un rasgo central de su figura como poeta, pero también como ícono cultural de la segunda década del siglo XX y comienzos del que todavía está empezando, despuntando apenas su segunda década. Decíamos al principio de esta introducción, que aun cuando nuestro acercamiento haya sido primordialmente hacia la obra de la autora, no podemos por eso dejar pasar su figura y su leyenda, su cabellera larga y sus noches de juerga, sobre todo atendiendo al hecho de que aquellas guardan una intrínseca relación con su propia poesía y esta última ha sido leída, en no pocas ocasiones, a partir de las dos primeras.
Pero, para referirnos a un tema resbaladizo como éste, donde no sabemos cuándo termina la obra y cuándo comienza el personaje (y tal vez no sea necesario delimitar algo que en los hechos nunca estuvo bien delimitado), partiremos separando aguas con algunos planteamientos que nos parecen si no del todo, casi por completo errados. Me refiero, en primer lugar, al intento (vano) por leer la obra de Díaz Varín, de la Stella, a partir de su biografía, como si su obra poética careciera por completo de todo aparato literario y lo suyo no fuera sino un receptáculo de vivencias, una suerte de diario de vida en verso. Ejemplos de este approach los hay y si los cito lo hago porque también creo que el error de fondo en estos casos hubiera podido enmendarse sino se hubieran confundido tan flagrantemente biografía y escritura. En su ensayo “Stella Díaz Varín: la poesía como gesto autobiográfico (escritura y experiencia interior)”, Nelson Rodríguez Arratia estudia a partir del concepto de experiencia interior, los modos en que la autora de Los dones previsibles traduciría en sus textos poéticos una serie de contenidos que nos permitiría leerlos como autobiográficos.
Según Rodríguez, el discurso lírico tendría características peculiares que lo harían un medio particularmente plausible para el género autobiográfico. Entre aquellas estaría su cercanía con la temporalidad o, si entiendo bien su argumento, con una traducción directa de aquello que él insiste en llamar “experiencia interior”:
“La escritura poética, para ser un claro registro autobiográfico, debe
especular con la cuestión del sentido del tiempo, cómo este ha sido
vivido y cómo ha sido proyectado. Es aquí, en esta experiencia
donde la escritura, en el tiempo, se ubica como la experiencia interior”.
Lamentablemente, nos parece que Rodríguez se dedica más en su ensayo a hablar de cómo el tiempo ha sido vivido (por Stella Díaz), antes que a estudiar cómo ha sido proyectado, suponiendo que por proyectado se refiera a la puesta de lo temporal en la escritura. Pocos ejemplos, en realidad, tenemos de esto último, comparado con el énfasis que este estudioso pone en recalcar el que “la poeta deja la voz en la pluma, para consumar y construir el despliegue de su alma en la historia” (el subrayado, en todo caso, es nuestro).
Nos parece que tanta transparencia se salta con demasiada ligereza la opacidad de ese lenguaje literario que media entre uno y otro polo, entre vida y obra (bajo el supuesto, que desde ya entendemos como un inaceptable argumento ad hominem, en el que “la vida” se ubicaría por completo fuera, previamente al texto). Este callejón sin salida en el que la obra se reduce en su totalidad a la biografía de la autora, oscureciendo la multiplicidad de significados que el texto pudiera desplegar con vuelos propios, podría eventualmente encontrar un punto productivo de inflexión en otro párrafo de Rodríguez; en un momento de su argumentación, el autor vislumbra la posibilidad de que entre la poesía y lo vivido se produzca una mutua influencia, un “entrecruzamiento, un influjo recíproco y circular. Pues para la poeta la vida tiene un alto grado de comprensión de su existir por la escritura”.
Aunque no desarrolle este punto de una relación que vaya en ambas direcciones, es aquí donde nosotros quisiéramos subrayar la prioridad que tiene o que nos gustaría que tuviera una crítica que intente ponerle signos de interrogación a lo que se afirma desde el texto y de lo cual muchas veces cierta crítica entiende que tiene que hacerse eco; por el contrario, esperaríamos “desconstruir su simulación” (Schopf, 177), esto es, la de la obra, en el intento de aclarar en la medida de nuestras posibilidades los mecanismos internos que la mueven y, al mismo tiempo: ya que estamos en esto, vamos a sincerarnos, estudiar las condiciones de posibilidad que nos llevan a leer tal obra como literaria dentro de un conjunto de otras obras de las que también intentaremos indagar en su posible carácter literario, menos articulándolas que desarticulándolas en sus componentes y supuestos.
Por lo mismo, la mentada relación de la obra de la Stella con su vida quisiéramos asumirla desde otra perspectiva. El yo poético que recorre esta escritura lo vamos a relacionar, desde un principio, no tanto (aunque también) con el sujeto biográfico de la leyenda turbulenta de la que hablara Lihn –pero no sólo Lihn– como con el personaje performático que Díaz Varín se creara en su vida literaria y que se despliega con virtudes difíciles de igualar en el documental La colorina, para dar un ejemplo visible de esa personalidad, disponible para todos aquellos que no conocieron en persona a la Stella pero sí pueden acceder a su obra, especialmente ahora y ojalá que aun con mayores motivos editoriales en el futuro. Nuestro argumento es que esta performance que la Stella llevó a cabo en su vida literaria, en un escenario que se fue agrandando poco a poco para llegar a cubrir gran parte de sus espacios (los públicos, al menos, aun cuando la distinción entre lo público y lo privado aquí tienda a adelgazarse), podemos entenderla como parte integral de su obra, como una forma de su escritura que trazaba una interface siempre presente, capaz de traducir entre el poema y la vida, producto de las figuras retóricas desde las cuales leer no sólo el poema, sino también el transcurso biográfico de la Stella.
Svetlana Boym, ensayista y artista rusa afincada en EE.UU, escudriña entre los recovecos de estos polos que no son opuestos para sacar algunas conclusiones que nos serán imprescindibles al momento de encarar este aspecto clave de la obra de Díaz Varín. El afán de Boym será el de llevar a cabo
Una reconsideración de la relación entre una persona literaria, la persona biográfica y el personaje público-cultural [que] me ayudará a elaborar las
mitologías culturales de la vida de un poeta moderno y las conexiones
entre hacer poesía y fabricarse un yo. ¿Cuál es la relación entre la
subjetividad y el cuerpo? ¿El escritor o la escritora vive sus propias ficciones o, por el contrario, simplemente escribe la historia de una vida?
(2 [7]).
La respuesta la halla Boym en la crítica que los formalistas rusos llevaran a cabo en las primeras décadas del siglo XX, aun cuando éstos sean una compañía inesperada a la hora de adentrarse en estos temas [8]. Como la misma ensayista se ocupa de aclarar, el siglo XX vio una profunda negatividad en torno a la figura autorial –la muerte del autor, el grado cero de la escritura, la deshumanización del arte, entre otros– que prácticamente acabó con cualquier intento de discutir los alcances de la autonomía de la obra literaria, la cual ocupó durante un tiempo no menor el sitial de una verdad revelada, casi con categoría de dogma, convirtiéndose si no en la piedra de toque de la teoría contemporánea, en algo que se asemejaba a un consenso ya sancionado del cual el autor de esta introducción no quiso ni pudo excluirse.
Sin embargo, Boym objetará que la modernidad predicada desde la vanguardia europea (donde primara la idea de la despersonalización de la obra literaria) pueda considerarse como sinónimo de la modernidad en otras latitudes, si ni siquiera lo que llamamos “vanguardia europea” fue una y la misma alrededor de los distintos rincones de Europa, para no decir nada de los desarrollos del mismo fenómeno más allá de las fronteras de este continente. Un punto a tener en cuenta a este respecto es que el artista como figura cultural tiene un papel mucho más importante en países donde se estén librando guerras de independencia nacional; en otros, plantea la teórica rusa, tales como Polonia, España, Italia y Grecia, los mitos que rodeaban la figura del poeta romántico han sabido demostrar su longevidad. Para el caso ruso, la situación es especialmente elocuente, en tanto
En Rusia y durante todo el período de la Unión Soviética, donde el
culto a la personalidad, ya sea en referencia al zar o a un líder
comunista sobreviviera todas las guerras ideológicas, la aporía
moderna de escritura y vida se manifiesta de maneras absolutamente
diferentes. Aquí el rol del artista y/o el poeta sigue siendo
crucial tanto en la esfera de la mitología cultural no oficial como
en el mundo de la ideología oficial. El poeta es percibido como la
voz, la visión y la conciencia de la nación. (10)
Creemos que algo similar se produce en Latinoamérica y en especial en nuestro país, donde nuestra modernidad desigual[9] e incompleta ha recurrido de manera continua al arsenal de sus intelectuales públicos para llenar aquellos huecos de nuestras vidas nacionales que son sinónimo de nuestras modernidades.
En Chile, quien más alimentara el mito del vate y su inserción en la vida pública de la nación fue, en un rol que le venía como anillo al dedo a su propia poética, Pablo Neruda. Pero tampoco estuvo sólo en esto. Huidobro y De Rokha nunca se sustrajeron de los problemas de la vida nacional ni de intervenir, con diversa fortuna, en la resolución de ellos. La inserción problemática y de amor-odio de la Mistral con el poder político en Chile también apunta en la misma dirección. Fundamental en esta condición personajes públicos es la sobrevivencia de aquella mitología romántica de la que habla Boym y que sigue asociando, como un anacronismo que busca todavía una explicación, genio y poesía, autor y personaje donde el segundo no pasa de ser una metáfora del primero. Incluso si, como ocurriera entrados ya en nuestra modernidad coja y dubitativa, la expansión capitalista y el desarrollo de nuevas tecnologías y formas de esparcimiento como el cine y la fotografía y las nuevas formas de socialización que los acompañaran, terminaron por convertir al hombre de letras casi en una rareza y en el caso del poeta en particular, relegándolo a la figura del dandy apolítico y de la bohemia, alternando roles con instancias sociales y políticas que, como señala Ramos, siempre formarían parte de nuestra agenda literaria (véase nota 8): el poeta comprometido y el bohemio demostrarían tener muchos puntos de encuentro.
En este contexto, lo que Boym califica como “personalidad literaria” es donde creemos que mejor se acomoda la trayectoria de Díaz Varín, si tal concepto lo entendemos como las relaciones dinámicas que se dan entre literatura, los géneros menores o paralelos a la creación literaria y la existencia diaria, sin coincidir ni con la personalidad misma del autor ni con personaje lírico, con el yo inscrito en el poema; de este modo, Boym –vía Tynyanov– intenta demostrar cómo los hechos de la vida personal del autor pueden devenir hechos literarios y viceversa. El énfasis de Boym-Tynyanov está puesto en lo que el segundo de estos llamara la “poética cultural” de la vida del autor, ates que en una aproximación sicologista y/o sicoanalítica. La personalidad literaria, agrega Boym, es producto de la evolución literaria y se moldea de acuerdo a la mitología siempre cambiante que rodea a la figura del/a poeta:
La individualidad del autor no es un sistema estático; la personalidad literaria es
tan dinámica como el período literario en el que y con el cual cambia. No es un
un espacio cerrado que encarna o revela algo. Es, más bien, una línea rota, rota
y dirigida por el período literario. (Tynyanov, citado en Boym 22)
El mismo Tynyanov habla de ciertos fenómenos estilísticos a los que cabría entender como índices de una personalidad literaria que se refleja o aun mejor se trasluce en el texto. Así la cuestión de cuál de los dos factores tiene preeminencia se resuelve a favor de ese tono confesional, la emocionalidad y los disfraces del yo y su parodia, los que redundan en ahondar y expandir leyenda del/a poeta y que le sirven, a este/a últim@, para firmar su pacto de sentido con los lectores. En el caso de Díaz Varín, cualquier rasgo biográfico de su poesía está mediado y/o “entrecomillado” por el gesto y la performance que acompañaron desde muy temprano a la Stella[10] , quien gozara de un carácter tempestuoso e indomable como no pocos pudieron comprobar. Como muy bien lo señalara Lihn en su prólogo a Los dones previsibles, hay poemas de Díaz Varín que se definen antes en la gestualidad que en el sentido que se pueda extraer exclusivamente del texto. De aquí que podamos llevar los planteamientos de Tynyanov a un nuevo nivel, uno en el que seamos capaces de decir que la separación que la crítica más formalista supuso entre la enunciación y el sujeto del enunciado tiene que ser no negada, pero sí se debe morigerar su alcance, teniendo en cuenta que si, como plantea Judith Butler, los cuerpos y los discursos se producen mutuamente los unos a los otros, entonces podríamos sugerir que
Hay formas en que la sexualidad y la corporalidad [11] del sujeto dejan sus
trazos en los textos producidos, tal como … los procesos de producción
textual dejan también sus trazos o residuos en el cuerpo del escritor y los
lectores (Grosz, en Threadgold 89)
Sólo así creo que cobran sentido motes y sobrenombres como la primera poeta punk, la Bukowsky chilena y otros que han servido de aliciente para continuar con la leyenda, sólo si se los recontextualiza y se los relaciona intrínsecamente con su escritura o –aun más– si se los considera como parte de su escritura con toda propiedad, es que podremos entender a cabalidad la figura y la obra deslumbrante de un poeta como la Stella, esa Stella Díaz Varín que desde que se fue nos hace falta.
Una adenda: la aparición del documental de Geissen y Guzzoni, La colorina, donde accedemos de manera privilegiada a la figura y la vida de Díaz Varín, significó una mayor visibilidad de una autora como Díaz Varín, casi permanentemente ignorada hasta entonces. No creemos que se trate de una presencia masiva ni mucho más acentuada, pero no es menor la presencia en televisión abierta de un documental como éste. También hemos visto reportajes sobre Díaz Varín en distintos medios, desde el Proyecto Patrimonio en internet a publicaciones como la revista Paula. Es inevitable pensar entonces que, aun cuando la obra poética de esta autora resiste etiquetas simplistas, nos aprontamos a ver la conversión de este estilo de ser y de escribir en un bien cultural, una forma de acumulación que estará “disponible” para su consumo. Indudablemente, esto es una especie de desafío para la crítica literaria y cultural: ¿qué tipo de lectura se hará en adelante de Díaz Varín?, ¿cómo será recibida la rebeldía constante en una sociedad que en las últimas dos décadas ha privilegiado el consenso político? Kemy Oyarzún cree que “Una historia de la recepción de la escritura de mujeres en Chile (tarea pendiente) se engarzaría necesariamente a la trayectoria del movimiento feminista en nuestro país” (10). Efectivamente, nos parece una tarea pendiente, sobre todo con respecto a la autora de Sinfonía del hombre fósil: si estará o no esa recepción ligada al movimiento feminista chileno o a las nuevas generaciones de poetas y críticos que están por venir, es, como dice Oyarzún, algo que está por verse.
Vermillion, 2010
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OBRAS CITADAS
- Abraham, Nicolas. Rhythms: On the Work, Translation, and Psychoanalysis. Stanford University Press: Stanford, 1995.
- Alcayaga Toro, Rosa. “Reflexiones acerca de la obra de Stella Díaz Varín”, en:
http://virginia-vidal.com/publicados/ensayos/article_349.shtml >
- Arduini, Stefano. Prolegómenos a una teoría general de las figuras. Murcia: Universidad de Murcia, 2000.
- Balakian, Ann. Orígenes literarios del surrealismo. Un misticismo en la poesía francesa. Zig-Zag: Santiago, 1957.
- Boym, Svetlana. Death in Quotation Marks. Harvard University Press: Cambridge, London, 1991.
- Brito, Eugenia. Antología de poetas chilenas. Confiscación y silencio. Dolmen ediciones: Santiago, 1998.
- De Rokha, Pablo. Arenga sobre el arte. Editorial Multitud: Santiago, 1949.
- Díaz Varín, Stella. Razón de mi ser. Morales Ramos editor: Santiago, 1949.
_______________. Sinfonía del hombre fósil. Ediciones Salamandra: Santiago, 1953.
_______________. Tiempo, medida imaginaria. Ediciones del Grupo Fuego: Santiago, 1959.
_______________. Los dones previsibles. Editorial Cuarto Propio: Santiago, 1992.
- Guzzoni, Fernando y Geissen, Werner. La colorina. Rodrigo Flores y Paz Urrutia productores. 2008. Documental.
- Jameson, Fredric. Imaginario y simbólico en Lacan. Buenos Aires: Asalto al cielo ediciones, 1995.
- Jiménez, José Olivio. Antología crítica de la poesía modernista hispanoamericana. Hiperión: Madrid, 1994.
- Lihn, Enrique. “Stella Díaz Varín”, en Díaz Varín, Stella. Los dones previsibles.
- Ludmer, Josefina. “Las tretas del débil”, en González, Patricia Elena y Ortega, Eliana. La sartén por el mango. Ediciones Huracán: Santo Domingo, 1985.
- Morales, Andrés. “La esperanza oculta en Stella Díaz Varín”, en:
http://virginia-vidal.com/publicados/ensayos/article_320.shtml
- Navarro, Eliana. “Huésped nocturno”, en http://www.eliananavarro.cl/antiguas_p02.html
- Nómez, Naín. “Exilio e insilio: representaciones políticas y sujetos escindidos en la poesía chilena de los setenta”, en Rev. chil. lit. [online]. 2010, n.76 [citado 2011-02-05], pp. 105-127 . Disponible en:
http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22952010000100006&lng=es&nrm=iso
- Oyarzún, Kemy. “Escritura de mujeres en Chile: estéticas, políticas, agenciamientos”, en Nomadías n° 7 (2003-2004): 7-20
- Paz, Octavio. Los hijos del limo. Seix Barral: Barcelona, 1998.
- Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. D.F: Fondo de Cultura Económica, 1989.
- Rodríguez Arratia, Nelson. “Stella Díaz Varín: la poesía como gesto autobiográfico (escritura y experiencia interior)”, en Lit. lingüíst. [online]. 2004, n.15 [citado 2011-02-05], pp. 91-106 . Disponible en:
<http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext
- Schopf, Federico. “Más allá del optimismo crítico”, en Rodríguez, Mario, Triviños, Gilberto y Alonso, María Nieves. La crítica literaria chilena. Editora Aníbal Pinto: Concepción, 1995.
- Threadgold, Terry. Feminist Poetics. Poiesis, performance, histories. Routledge: London-NY, 1997.
- Uribe Arce, Armando. El Fantasma de la Sinrazón & El Secreto de la Poesía. Editorial Beuvedráis: Santiago, 2001.
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NOTAS
[1] Recuérdese que Huidobro había fallecido recientemente, en 1948.
[2] El campo retórico “es la vasta área de los conocimientos y de las experiencias comunicativas adquiridas por el individuo, por la sociedad y por las culturas. Es el depósito de las funciones y de los medios comunicativos formales de una cultura y, en cuanto tal, es el substrato necesario de toda comunicación”.
[3] Asumiendo que estos textos hayan sido escritos en esa época y, aun si no lo hubieran sido, el argumento no se invalida, no sólo por el largo período que Díaz Varín pasó sin publicar y que de alguna manera nos inhabilita (por ahora) para fechar con exactitud sus textos, sino porque el lamento por un pasado, cualquiera que eventualmente este haya sido, contiene en este poema los gérmenes de una poderosa crítica política.
[4] Para el lector interesado en profundizar en los aspectos relacionales entre inconsciente e inconsciente colectivo, una buena introducción es el libro de Fredric Jameson, Imaginario y simbólico en Lacan (1995); para indagar en la transición del inconsciente y su versión textual, aparte del ya citado texto de Armando Uribe, Nicolas Abraham, Rhythms: On the Work, Translation, and Psychoanalysis. Todas las referencias se encuentran las “Obras citadas” que van al final del texto.
[5] Nos hacemos eco aquí de la concepción de clase como entes relacionales esbozada por Fredric Jameson (1989), en la que se recalca que las clases se definen entre sí por contraste, en el contacto entre la clase dominadora que busca asentar sus estrategias de legitimación, mientras un sistema de impugnaciones surgirá de la clase que se le oponga. En cualquier caso, ninguna de estas puede ser entendida aisladamente.
[6] ¿O era en la casa y en el país?
[7] Todas las traducciones del libro de Boym son mías.
[8] Parte de este ambiente se generó por una lectura sesgada de los formalistas rusos, especialmente en Norteamérica, viendo en ellos única y exclusivamente teóricos preocupados por deslindar la literariedad de la obra, dejando de lado todo aquello que tuviera que ver con los hipotéticos referentes de los cuales se ocuparía el texto. Esto, según Boym, se originó en la reacción de los formalistas en 1924 ante la avalancha del culto a la personalidad producto de la muerte de Lenin y las lecturas progresivamente más sociológicas de lo literario. Sin embargo, debido a posteriores purgas estalinistas, los mismos formalista tuvieron algunos de ellos que escribir biografías más o menos estándar de clásicos rusos y/o modificar su punto de vista e investigar la relación de lo biográfico, lo histórico y lo literario. Aunque excede con creces el propósito de esta introducción, alguien debería alguna vez revivir el decurso de la crítica literaria chilena, que en los años de la dictadura militar se vio confinada al estructuralismo más estricto y a alejarse de cualquier análisis político o cultural, en un movimiento exactamente inverso al de los formalistas.
[9] “En América Latina, sin embargo, la modernización, en todos sus aspectos, fue –y continúa siendo– un fenómeno muy desigual. En estas sociedades la literatura “moderna” (para no hablar del Estado mismo) no contó con las bases institucionales que pudieron haber garantizado su autonomía. ¿Cómo hablar, en ese sentido, de literatura moderna, de autonomía y especialización en América Latina? ¿Cuáles son los efectos de la modernización dependiente y desigual en el campo literario? (…) En respuesta a esta problemática nuestra lectura se propone articular un doble movimiento; por un lado, la exploración de la literatura como un discurso que intenta autonomizarse, es decir, precisar su campo de autoridad social; y por otro, el análisis de las condiciones de imposibilidad de su institucionalización. Dicho de otro modo, exploraremos la modernización desigual de la literatura latinoamericana en el período de su emergencia”. (Ramos, 12)
[10] El lector puede encontrar mayores antecedentes de este temprano afán performativo en el artículo de Virginia Vidal, “Stella Díaz Varín, Reina de los sirlos”.
[11] En el texto en inglés, la palabra que aquí se usa es “corporeality”, un uso hasta cierto punto arcaico de “corporality”, pero que le agrega un matiz muy interesante a lo que escribe la autora. La RAE no reconoce la palabra “corporealidad”.