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Conmemoración a los 10 años del silenciamiento de la voz grave y carmesí.

Por Ashle Ozuljevic

 



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Decían que le temían a sus puños, a su fiereza brutal, a la rapidez de sus movimientos. Yo le habría temido más a sus silencios entre líneas, entendiendo que todo aquel que manifiesta dureza, es por dentro fragilidad y tristeza. Su poesía atravesada por el desgarro y el sufrimiento, con la ira anudada a cada cuerda vocal, a cada palabra que se traza, franqueada por el desencanto engendrado en las situaciones ilusas con las que nos han querido convencer por la simple condición femenina, por la simple condición de permanecer demasiado lúcida y viva. Nace su poesía, de quien confesó haber estado profundamente convencida de que este mundo tenía arreglo... y sin embargo, fue testigo de fracasos sistemáticos que prefirió encarar antes de exiliarse, y sin embargo la muerte tres veces reverdecida en los hijos que paría, y sin embargo los padecimientos por llevar sus ideales más allá de lo razonable. Su decepción manifiesta en el rechazo abierto a cualquier eufemismo, a cualquier invención bella que no sea verdadera, a palabras rimbombantes que impidan usar la poesía como un medio de autenticidad, su rechazo al floreo cualquiera que éste sea.

Cuando la poesía es una enfermedad y una necesidad, cuando es la expresión de quien no cabe en sí mismo, de quien percibe más y más allá de lo que puede soportar un simple ser humano, cuando es la creatura de quien sabe que la vida es la ausencia total de sentido, se establece el fatal compromiso. El pacto con la poesía es un pacto de vida, y muchos de ellos -los más consecuentes- son pactos con la muerte. A aquellos se ceñía Stella. Lo dijo Octavio Paz, tanto mejor que yo: “el decir poético es afirmación simultánea de la muerte y la vida”, y su anhelo de unificar poeta y obra fue finalmente lo que acabó con su vida y lo que, paradojalmente, permite que ella renazca hoy entre nosotros. Y es que no nos podemos quedar con los poemas de Stella sin Stella. Su vida –la vida, una bestia estúpida, en sus propias palabras- terminó hace una década pero se reanuda en tardes como hoy, en las que es imposible evitar oír su voz profunda cuando leemos sus escritos. Su pacto con la vida, hacer de ella su obra, y no temerle a la muerte González Videla, a la muerte Pinochet, a la muerte cáncer de pulmones, a la muerte cirrosis hepática… comprometerse con la vida y con la muerte, para estar mucho más allá de ésta.
 
Su pacto hacía posible lo quimérico: vivir en un país donde levantar la voz es un delito. Stella vivía ese delito de la manera más exquisita. Vociferando a grito pelado la poesía desnuda, las ganas de que la pasión emerja como una ley, empoderada con su femineidad voluptuosa, sin espacio para la duda, no lo hay en medio del vértigo, de la brutalidad de la realidad, a la que solo podía reaccionar con la lengua y los nudillos afilados. Porque, ¿qué hacer cuando el horror te visita periódicamente, cuando parece que eres la única que puede soportarlo? Resistir con los puños y sin ninguna otra arma, resistir con la palabra, con la voz, con el útero, con una copa en las manos, resistir con las colillas de cigarro húmedas. Resistir a las habladurías del mundo y sus insoportables estupideces. Hacerle resistencia a todo, morirse con las botas embadurnadas de mierda hasta la rodilla. Atreverse a que tras la máscara del poeta, aparezca la propia persona retorizada, repetida en todos sus surcos. Ser individuo a partir de esa voz de sí misma, engalanada de palabras dolorosas y rugientes de las palabras que sean, de las palabras que queden. Aceptar los dones, desmitificar al poeta alado, comprendiendo que sólo posee ese puñado de palabras que habrá que cuidar con el propio cuerpo, y no a la inversa, a sabiendas  de que el trato es desigual, que el pacto es de por muerte.  Resistir resistir resistir, el mantra existencialista de Stella Díaz Varín.

 

Quebrantaestelas                                                              

Tenemos la mano que nadie quiere acariciar
demasiado atormentada
por la lucha y por el triunfo
por la búsqueda de la palabra escondida
¡ven de la luz, poeta!
no te atormentes con la curva que deja el corazón de un muerto,
pues tienen la obligación de estar presentes en cada una de tus medianoches
y saben ellos que son muchos tus insomnios.

No es nada entonces la venida del apocalipsis
la mano se esconde destinada a la muerte
por una luz enceguecedora, bella y roja,
inundándolo todo, desmintiendo las tinieblas,
¡ven, poeta, arrodíllate!
cree en los amaneceres
aun sabiendo que estos culminarán en la oscuridad orgásmica pero desesperanzada
nunca antes pudimos evitar ser sometidas a la sombra,
¡ven de la luz, poeta!
no hay ya hijos anteriores enterrados
no hay ya océanos ni barcos ni libélulas leprosas
no hay ya mitines ni dictadores que pongan su rostro ante las cámaras,
bien maquillados con gotas de sangre ajenas;
hoy se ocultan y nos dejan simples batallas perdidas
casas desarmadas
huertos y libros deshojados y deshilachados
tu cabellera aun colgando desde cualquier puerta abierta
reflejada en un espejo donde tus pasos no cesan de irse.

¡Ven, ven de la luz, poeta! vencida y condenada,
sin evidencia de haber hallado la palabra escondida
la puta palabra sin estela

tenías razón
uno ya no puede valerse de nadie ni estar en todo,
ni necesitar una amada boca ni un meloso soliloquio vertiginoso,
la unción miserable de la escama a la víbora ronca y melancólica,
su mortaja desde la que se desprenden maldiciones y canciones de amor en flauta.

Desciende de la luz, inúndate, poeta,
la vida es una bestia estúpida
no la aceptamos tampoco sin conminarte a estar presente en cada pensamiento develado.
Intentaremos obligarte en tú día, descubrirte y desnudarte
traerte hasta esta superficie vana
obscura y cobarde
donde te espera, sin embargo,
el sol sobrecogido bajo tu mirada de fiera incomprendida,
el nido de la acústica,
sólo un tiempo, sí
un tiempo imaginado.



 


 

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