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A propósito de “Narraciones quiltras” (Ediciones Oxímoron, 2017) de Nicolás Cruz Valdivieso.

Por Simón Ergas


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Todavía me acuerdo del comienzo de un poco de todo esto. Daba julepe, daba curiosidad, daban ganas de meterse a mirar con la cuenta de otra persona, como invitado, como un descomprometido. La sensación del principio de Facebook me llevó de vuelta a la primera vez que vi un Nintendo. Estaba delante de algo tan poderoso que prefería no tenerlo cerca, pero su magnetismo me mantendría, contra mi voluntad o a favor, pegado durante horas del día y sobre todo la noche. El libro de las caras, en su comienzo, nos conectó, nos hizo volver a viejos amigos, enchufarnos con los que no eran amigos y les miramos el muro. Luego aparecieron los papás que sí que se encontraron con viejos que no vieron más. Entonces vinieron los hermanos chicos que finalmente dominaron a la bestia. Confieso que hoy, al entrar a Facebook, me desespero. Da la impresión de que después de conectarnos con todos los que conocemos y un poco más, nos quedamos sin nada que hacer allá adentro, y para justificar su existencia, la existencia de algo que nos conecte, nos lo empezamos a tomar en serio: volaron corazones, volaron combos y patadas, linchamientos éticos. De repente lo que uno consideraba como un juego social, una ficción donde había caras, comenzó a ser tomado por realidad y lo que pasaba allí, pasaba más allí que afuera donde nada quedaba escrito ni registrado en unos servidores en Miami o San Diego.

De ese río de bilis negra que era el muro, de entre los ladrillos de tedio, se colaron de pronto cosas como esta: “¿Vos cachai que polvo fuimos y polvo seremos, Bagdad? ¡Puta que me excita esa huevá por la conchetumadre!”. Firma Nicaflor Porro. Raro. Quizás infantil. Me sacó una sonrisa pero no supe más. Dos días después, otra historia del mismo viejo cochino que no voy a repetir, se le sumaron más amigos drogadictos, poetas y empeñosos para el yatusabes. Lo que pareció un puntito lejos en el cielo era un mundo. Las letras que leí en un comienzo, como si tuvieran el mismo olor a gladiolo que los debates e increpaciones sociales, tenían desenlace. Tenían enlace. Todos los fragmentos que vinieron se unían entre ellos. Se levantaban como un monstruo, cobraban vida lejos de la sobre estimulación y la ansiedad de la hiperconectividad, para jugar con eso que funciona cuando imaginamos. El veterano de Bagdad. La jauría de poetas quiltros, un juego de ideas que sólo ocurría a espaldas de la realidad, pasaba en internet, pasaba donde están nuestros ojos leyendo y cabezas pensando, donde no están las personas sino sus perfiles más berracos.

Ahora sí quiero leer algo: “Muchos piensan que don Nicaflor Porro es inmortal. Algunos creen que hizo un pacto con el cola de flecha y a cambio de su alma se ganó la eternidad en la tierra. Otros cuentan que es capaz de renacer una y otra vez desde las cenizas como un ave fénix berraca. Otros dicen que es como Highlander el Inmortal y que solamente morirá el día que alguien le corte la cabeza. Otros cuchichean que es como Highlander el Inmoral y que solo morirá cuando le corten la cabeza del yatusabes. Yo creo que está claro cuándo morirá don Nicaflor Porro, el día en que muera don Nicanor Parra. Sin su maestro y enemigo público número uno en este puto mundo, el maestro quiltro ya no tendrá nada más que hacer aquí y se largará de esta tierra a perseguir y acosar por otras galaxias y mundos intangibles al alma imperecedera de su maestro”.

Hace casi un año exactamente, con Ismael, también mi editor, hablamos de Nicolás Cruz. Le confesé el prejuicio que me daba el título de su primer libro por usar el nombre de Bolaño, porque creí que lo usaba. E Ismael, quizás reflejo berraco del poeta quiltro en guerra perpetua Israel, dijo pocas palabras que me bastaron: Nicolás no le tiene miedo a la ficción. Hemos vuelto a conversar este año y me ha vuelto a decir lo mismo. Así que espero no estarle robando su discurso. En ese momento partí, en la Furia 2016, a la editorial y dije: “Quiero las obras completas de Nicolás Cruz”. No hubo promo pero sí la tierra prometida que anunció Ismael. Encontré la escritura de alguien que lo pasaba chancho, sí chancho, revolcándose en su barro, desinteresado, descomprometido, jugando con el hilito suelto de una madeja de lana gigante, y en los cuentos la iba desenrollado sin parar, como dijo Isma, sin miedo, porque como autor de todo eso, como oveja y esquilador, sabía que la lana no se acaba, entonces la disfruta.

Como fui obediente con lo que me sugirió Ismael, adquirí las obras completas de Nicolás (que ya no son las completas) y hoy puedo encontrar en ellas las semillas de la poesía quiltra. Quizás esté equivocado pero no es mi problema. Tampoco es el problema del autor que ya se desprendió al subirlas a internet. Estas historias, la forma de contarlas, la vida propia de cada una. Ahí está la gran madeja de lana: en el hígado de Bolaño, en la pierna de Rimbaud y, no menor, en las bolas de buey del Cristo Gitano, Ezequiel, que podría ser un Bagdad de la muerte trágica.

Ahora, ¿debe un escritor que se considere escribir así? ¿Debe un escritor profesional rechazar las bellas formas al escribir así? Si la novela es algo, el cuento otra cosa, ¿debe el escritor llevar la cosa a otra cosa distinta e inclasificable? Las Narraciones quiltras no son un libro de cuentos, mucho menos una novela fragmentada. Tampoco es la primera vez que se publica a partir de posteos. ¿Debe un escritor escribir de cierta forma? El año pasado leí muchos libros de cuentos y caí en Maupassant, por ejemplo, que estructura el relato de manera perfecta hasta dar lata; de casualidad llegó a mis manos el primer tomo de las obras completas de Chéjov, el gran Chéjov, tanto renombre, esperaba algo similar. Sorpresa: había algunos cuentos, pero sobre todo había piezas humorísticas, la mayoría eran retratos de época o incluso tallas similares a la que podría citar del capítulo Tercera Comisaria de las Narraciones quiltras:

“Noche lluviosa en la Tercera Comisaría de Santiago. Un preso grita: «¡Cristo vive!». Otro contesta: «¡Pitiémoslo de nuevo!”.

Más ejemplos: Cronopios y famas. Incluso Mark Twain escribiendo sus Cartas desde la Tierra. No hay una sola literatura. No hay una forma. Y vuelvo a pensar en la palabra que usé: descompromiso. En Nicolás no he encontrado nada que lo obligue, nada que fuerce su escritura más allá de lo que exija la historia y su estado de ánimo para ser llevados a cabo. En su primer libro de cuentos, en su novela y en estas piezas, en este libro que es sencillamente cruzar un espejo hacia un mundo hecho de letras, no hay atados, ni presunciones. Solo el gozo de la creación y de poder llevar cada idea a su paroxismo.

Alegría por el aluvión creativo de un autor y por la editorial que enhebró este libro.


 

 

 

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A propósito de “Narraciones quiltras” (Ediciones Oxímoron, 2017) de Nicolás Cruz Valdivieso.
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