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Otro cuento de pájaros: El sueño
Soledad Fariña. Las dos Fridas, 2000

Por Javier Bello
Nomadías (Santiago, Chile). Nº. 5 (1er. semestre 2001) p. 148-150.


Otro cuento de pájaros, el último libro de Soledad Fariña, cumple con participar de una escritura que a lo largo de esta década y la anterior se ha presentado como una de las más coherentes y brillantes poéticas de la literatura nacional; una obra que hoy no existiría como tal de no haber sido protegida por su propia función de secreto.

Otro cuento de pájaros nos presenta un enigma tan antiguo como peligrosamente vigente en la poesía contemporánea: el misterio de la propia realidad, y su amistad y desavenencia con lo que imaginamos que somos o vivimos. La sustancia de toda escritura de imaginación se corresponde con la materia del sueño, de la misma manera que éste se corresponde con la realidad. Shakespeare nos recuerda en varias de sus obras que las evidencias de aquello que designamos en nuestra conciencia como existente, es un escenario, paraíso o infierno, donde reposan y se mueven las figuras del sueño. Nuestros deseos y nuestras carencias, nuestra enfermedad y nuestros monstruos, nuestras visiones y terrores, son tan consistentes como nosotros mismos y el mundo que intentamos conocer. La realidad es parte del ojo del observador o del dormido, y ese ojo no pertenece a la cuenca de su amo, sino a aquello con lo que se encuentra, aquello en lo que se deshace. Borges, el ciego, dejó entrever que las páginas que leemos y los hechos que vivimos, indistintamente, forman parte del sueño de la literatura, y que el sueño del hombre no deja de ser nunca el territorio, a veces abrumante, a veces desierto, de su propia imaginación.

Lo que Soledad Fariña nos hace presente en Otro cuento de pájaros es real. Su naturaleza irreal no pone en cuestión el peso literario de estas páginas, sino que cuestiona cómo nuestra mirada acierta y confunde las cosas, cómo el trabajo diurno y nocturno de la propia oscuridad cerebral es el acceso a lo que no perteneciéndonos resulta irredimiblemente nuestro, en el sentido en que pertenecemos al fenómeno de nuestra percepción. El mundo construido en estos relatos pende de la mirada de la hablante. Casi todas las imágenes de sí misma que Soledad Fariña nos permite ver en Otro cuento de pájaros, construyen un túnel de entrada y de salida que tiene como extremos, por un lado, el mundo y, por otro, una percepción que declara irracionalmente aquello que le pertenece y aquello que le es ajeno. Su devaneo y su abatimiento radican en la naturaleza de lo que es suyo y de lo que no puede serlo. La niña que observa la inmensidad del mundo, la transfigura en imágenes resplandecientes que caben en su mano, en su boca, en sus ojos. La mujer que observa, intenta seguir la huella de lo que ha guardado y que solo presencia a lo lejos, tras el brillo cortante de un plumaje de papel.

Otro cuento de pájaros me parece una objetiva crónica del sueño y, por supuesto, el resultado de su trascripción mítica, su encuentro con el propio origen y el aleteo del pequeño dios pájaro -bestia capturada, bestia que huye, centro luminoso y oscuro del deseo y la crueldad- no pueden responder a una linealidad de representación de los hechos cronológicos y lógicos, sino a la voluntad azarosa pero infinitamente precisa de los movimientos de la conciencia, es decir, del mundo. Estos cuentos no se sostienen en la narrativa de aquello que genéricamente llamamos cuento. Más allá del cuento, la escritura de Soledad Fariña se convierte en poema en prosa y luego en verso, y termina por ser una escritura ritual en la recuperación de su origen. Entonces es cuando lo que leemos se libera del compromiso de su nombre y se vuelve escritura que refiere a sí misma en el sentido de que cuestiona su propia fundación, la fundación como poeta de Soledad Fariña.

En Otro cuento de pájaros la voz poética se pregunta por el lugar de donde mana la palabra -sustancia que refleja el mundo y se amolda al ojo que le da forma-, se pregunta por la unción que ha recaído sobre su cabeza, el mandato del que es víctima. Parafraseando a María Zambrano, Soledad Fariña intenta saber desde dónde y desde cuándo ella ha sido designada para su sacrificio, el poeta como el animal perfecto que presiente que no se encontrará con su propia muerte, sino con aquella que le ha sido asignada de antemano. Esta prosa trata de aquello que hace la escritura ineludible e inconfundible. Nos encontramos con una escritora que oye las voces de su pozo oculto, de su cabeza enterrada, y en ella se encuentra con el pájaro que otorga el brillo de sus plumas y huye de su destino, su condenación a ser la belleza: él mismo es esa extraña apariencia que marca el fin último del deseo de vida y en su ausencia revela el punto de fuga de la muerte.

El primer cuento, titulado "Al alba", intenta construir una cierta narratividad («No se por qué había una vez estábamos solas») pero el orden de los hechos perece a través de la misteriosa presencia y luego la desaparición de la madre. La madre de «Al alba», figura adánica, da nombre a las cosas y se los entrega a la hija, origen y matriz de la escritura; como el Alba del Popol-Vuh, la madre «sostendría, nutriría...», sin embargo abandona, tras otorgar la primera unción, Su presencia es mágica y mantiene el contacto que la escritura busca con aquello que se encuentra enterrado; es portadora de una religión que no es ciega con el cuerpo de los muertos y también con el propio: «...su voz se hacía ronca, como si estuviera llamando a alguien debajo de la tierra». El pelo suelto de la madre y el poder femenino de la luna inician el viaje. La madre al beber abre los labios y canturrea: una canción, una oración. La madre mítica es casi parte de las rocas que dominan el paisaje nortino. No tiene rostro. Es palabra, imagen, voz: un ser mudo en comparación al modo en que son parlantes los humanos, un ser musical al modo en que los dioses hablan. La dimensión geográfica de la poesía de Gabriela Mistral cobra sentido en "Al alba". "Fina, la medianoche", la cita mistraliana en el tercer fragmento de Otro cuento de pájaros, es una pista que confirma la adhesión de Soledad Fariña al espacio de la poeta chilena, figura con la cual se puede identificar literariamente a la madre del cuento. El viaje dibuja una ascensión río arriba; el encuentro con el alfalfal indica el preludio de la iniciación, rodeada en todo momento de un abismo. La ermita tras la catarata se encuentra rodeada de un abismo. Dentro de él madre e hija llevan ofrendas y realizan abluciones con miel que hay junto a la momia sagrada. La importancia de los colores en la obra de Soledad Fariña es determinante. En este punto es necesario recordar el título de su último poemario, En amarillo oscuro. En "Al alba" el color de la miel, la sustancia que unge el cuerpo y lo hace sagrado, otorga opacidad y transparencia a la obra de Soledad Fariña. El zumbido del insecto, el vuelo de la abeja que obliga a zigzaguear a los versos. La miel otorga corporalidad a lo sagrado. Tras la fusión sexual de niña y agua, la madre desaparece: la hija es abandonada tras la iniciación y debe andar su propio camino. Un camino de regreso: la niña intenta volver, deshacer los pasos hechos, por la hierba amarilla del alfalfal. Cae al vacío y se sostiene con la mirada al destello blanco, al zumbido, al aleteo de una presencia misteriosa: pájaro-insecto-dios-ángel, para finalmente volver al abrazo de la momia-madre. La sinestesia constante en la obra de Soledad Fariña encuentra una encarnación perfecta: ni en el hombre ni en el pájaro, sino en su cruza, en el mensajero mudo del dios: el ángel.

La palabra "alfalfal" establece otro nudo en la coherencia y la continuidad de la obra de Soledad Fariña. Su presencia como imagen es fundamental en Otro cuento de pájaros de un modo diverso pero consonante con aquella que sostiene el ritmo de Albricia, segundo poemario de la autora. Desde El primer libro hasta Otro cuento de pájaros la poeta entrega las pistas de una escritura cifrada y encifrada en el secreto de su propio origen. "Otro cuento" refiere a "un primer cuento". Las palabras que gravitan alrededor de la iniciación a la que asistimos en "Al alba", refieren a los libros que de ésta provienen. Si el primer libro es el Popol- Vuh, la A es el comienzo del abecedario. Alrededor del poder abierto y creador de la primera letra giran, aletean y zumban las palabras alfalfal, albur, albricia, alba. "Al Alba" termina recordando el primer poema de Albricia. Tras el abandono de la hija después de su iniciación, el día comienza. El inicio de la soledad se encuentra bajo la luz de la propia revelación, un peso que será constante sobre el posterior desenvolvimiento de la persona narrativa. Solo después de que la calidad de esa luz se ha hecho evidente, las imágenes que pueblan las demás piezas de Otro cuento de pájaros pueden intentar ser descifradas.

Es en el cuento que da título al libro donde la irracionalidad se extrema, donde el sueño abismal equivoca de abismo al soñador, donde la desnudez del otro inicia el viaje del error, el sumergimiento y el vuelo como opciones contradictorias de la balanza de la escritura, donde los ángeles cuentan que los "pájaros representan el conocimiento de las cosas", siempre huyendo, donde ofrenda, gallo, ojo y vitral, se unen. Allí aparece una música sin fuente, sin centro: el murmullo de las cosas. El gesto de alguien leyenda y abandonando la lectura restablece la pregunta de la propia fundación: ¿he sido libre en mí elección o habré sido elegida? Es a partir del libro donde se inician la elevación y el sumergimiento. El deseo encarna en esas "colinas de palabras", en las frases, en el "lujo de sus ritmos". El gesto de alguien escribiendo y abandonando el lápiz otorga a la escritura un signo que representa todo deseo y toda desesperación. La creación es la voltereta que conduce al abismo, pero ese vacío está dominado por el brillo de aquello que sólo refleja: la aparición del pez, el pájaro, el anfibio, el andrógino, las alas mercuriales que poseen a los pies, el aleteo que dibuja el zumbido, el zigzag de los versos en las plumas del tucán ("hay otra forma de/ nombrarlas/ hay otra forma"), el pájaro del paraíso, el infierno del color, el ambiguo tornasol, el reino indefinido de la luz sobre los colores ciegos, el espejo sarduyano y barroco de la mirada, donde el bien y el mal no existen, dos joyas del mismo azogue: el sueño del arte, la angustia del poema, el principio de la tortura.

En el tercer fragmento de Otro cuento de pájaros, el hundimiento en la desesperación, el suicidio en la bóveda del metro, el cadáver enterrado, detonan otra vez la división del afuera y el adentro, el arriba y el abajo, dividen los colores, el azul y el bermellón como fuerzas en lucha. El movimiento del tren es la pregunta por la eternidad, una respuesta sin fin que solo es posible en lo transitorio. Los símbolos que representan los colores son estancos culturalmente fijos, pero la ausencia de naturaleza del subterráneo urbano sólo se representa en el cambio de éstos. La eternidad "¿es larga?, ¿es ligera?, ¿aérea?, ¿densa como las cosas que duran?" Esto que veo, ¿es blanco?, ¿es rojo? Las imágenes brillantes y la oscuridad de lo que sucede y no se deja ver, se encuentran una vez más en la miel, sustancia que cura con su opacidad y transparencia, la opacidad y transparencia de la letra, la intimidad contradictoria de la representación. "Fina, la medianoche" es la palabra de la madre rocosa que dialoga con los muertos, pero "ella misma es color, ella misma es la bóveda", la bóveda que se destapa y deja ver la escena de los amantes, quizá ella y el otro, quizá el padre y la madre. El cadáver esta vez no se encuentra rodeado de ofrendas: en la mano del muerto yace una navaja, pero quizá también es el vivo con una armónica o el enfermo con una jeringa. El muerto es portador de la escritura, la momia entrega las palabras, "le abro la mano, un papelito arrugado" donde se encuentra "el pájaro vestido con su vestidura de alas", el dios que no entregó el don a tiempo. "No hay nada, no hay nada" dice el vivo, dice el muerto, pero todo existe, y esto es aún peor. "Todo es pensamiento, el lenguaje no existe. Si el lenguaje no existe, todo es posible". Pero el lenguaje existe, y es lo propio de Soledad Fariña. Se trata de lo que le pertenece pero a la vez la separa del mundo, esa supuesta realidad que debe, por mandato, asir con su única arma, un arma de doble filo, el mismo muro que la aleja del exterior. "Todo es posible, todo es posible" repite cerrando los ojos del engaño con el légamo de las palabras. La palabra es aquí, en Otro cuento de pájaros, más que en ningún otro lugar, inevitable.

 

 

 

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