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Tentando El nacimiento de la hebra.
Presentación de El Nacimiento de la Hebra, de Julieta Marchant. Ed. Edícola. Santiago, 2015

Soledad Fariña



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Una imagen abre el poema: la hilera de castaños de la infancia y el gesto de agacharse. Quien se agacha en el paisaje del recuerdo es  quien ha dado inicio al movimiento del poema: la abuela, o más bien, “mi abuela”.  Pero  las imágenes  que siguen, irrumpiendo o acompañando a la hilera de castaños, son dos secuencias extrañas. En la primera una madre, captada en  gesto mínimo, acomoda el vestido de la hija.  En la segunda,  hay  personas sentadas, inmóviles, indiferentes a una lluvia repentina. Aun ajenas a la imagen del inicio, éstas  –mediadas, al parecer por el ojo de un fotógrafo- podrían ser un nudo o una clave en esta reflexión. La voz poética, -que también será mano o brazo-  “aguarda la escritura” mientras afuera “acontece lo infinito”, lo inesperado, la lluvia repentina.  Lo que ocurre dentro y fuera podría pensarse desde  la díada madre/hija,  pero aquí hay una vuelta más –el origen, el nacimiento de la tríada unida –o desunida- por un nombre.

 El nacimiento de la hebra, este hermoso y largo poema de Julieta Marchant está dividido en secciones y  basado pero no anclado a la experiencia biográfica: alguien -la hija-nieta, la voz- piensa, evoca, recuerda, escribe o intenta escribir. Pero antes de ello, se pregunta y las respuestas o dudas, desde la experiencia grabada -o no- en el recuerdo, constituyen la espiral de este viaje.

¿Qué guardamos en la memoria?  ¿Qué privilegio tienen las imágenes que nos llegan como recuerdos? El texto avanza y retrocede, nos vuelve a llegar la imagen primera. Pero, ¿qué está llegando, en realidad? El relato dice: la abuela recoge unas castañas, la nieta ofrece cargarlas.  Empiezan así a “caer desde arriba”  imágenes-ideas, alguien se dobla, alguien habla, alguien –hoy- duda y la mano espera –escribir-  el poema ¿con palabras?, ¿con letras? La mano decide tomar distancia, divaga entre lo que está y aquello que no está;  la imagen oscila  en el recuerdo de  un gesto o de una acción que quizá no existió.

Tal vez haya que acudir a la memoria ajena, a la anécdota escuchada. El acto de asirse a otras manos, apretarlas. Asirse, o su contrario: desprenderse. Y en este gesto doble está, creo, el sentido profundo, -“enterrado”- del poema: la memoria o desmemoria de un nombre ¿de quién? Ya lo veremos, tal vez lo sospechamos, porque es un nombre el que atraviesa la entrelínea pero la grafía lo elude, no nombra, no hay nombre, como tampoco hay, dice la mano,  comodidad para evocar el pasado. Aun así,  la imagen es llamada.

Hay una continuidad en el triple hilo de la trenza, la unión, ya lo insinuamos, es un nombre –no dicho, no escrito- para tres cuerpos distintos: abuela, madre hija.

El cuerpo de la madre es recordado en su quejido. La hija cree escucharlo, pero la imagen se arranca, huye.

El cuerpo de la abuela se evidencia en  ausencia.  La hija-nieta intenta traer recuerdos a través de las fotos, pero piensa que las manos de su abuela han trenzado un pasado distinto al de las fotos extendidas sobre una mesa cuando ella ya no está.  

“por el contacto con la muerte  -dice la voz de la nieta- replegarse hacia la infancia / retroceder / protejo retazos / zurzo / donde la tela cede y oscurece la memoria / aprieto la mano”. (pág. 8)

Hay acciones-palabra que signan pertenencia: trenzar, replegarse, ovillarse, retorcer, zurcir, proteger los retazos, finalmente: apretar. Rebuscar, reconstruir  el nacimiento del hilo en el nombre heredado. Construir la memoria desde el olvido ajeno, “amontonar escenas”, mínimas, el gesto de la madre de anudar tallos, el suyo propio en el caminar chueco de sus pies, los pasos de la abuela y de la madre en su diferencia.

Pero ella, la hija-nieta, ha cambiado su nombre –enmendado, escribe-, re-anudando el nombre de las otras. No ha conservado esa parte de la triada ¿se libera así de la peor herencia?

Grafía y diferencia de los pies, el recuerdo es frágil, pero la escritura “dispensa” y advierte un ruido, un estorbo entre el recuerdo interno y lo que afuera sucede, disputa entre la escritura  y los recuerdos que incluso cambian la primera imagen evocada, la de los castaños.

La mano, la voz que piensa-escribe se pregunta por el poema ¿es una línea que desborda?, ¿o son los gestos inciertos del recuerdo? Ahora los ruidos del afuera –la lluvia- calman. Pero la inmovilidad continúa.

La madre se queja y la hija no logra escribir esos quejidos, ¿duda de la semejanza? Pensar en los sonidos, los ruidos del adentro y el afuera.   Pues la hija no  escribe los actos de la madre, carece de palabras, piensa o trae a la escritura  los gestos de carencia ante la idea de plantar, germinar, reverdecer, 

“…  escribir como quien habla, pensar como quien calla / sumisa ante la idea que nada reverdece. / Mi madre planta un sauce en la mitad del jardín / e imaginamos que todo impide su existencia / yo atiborro de macetas un balcón que no sabe de jardines /  (pág. 13)

Sin embargo hay algo en el reino vegetal que permanece y  las une

 “/nos une una antigua achira  / que se sobrepone a la muerte de mi abuela  / y que ella ha dejado como un humilde tesoro”.

La achira custodia el nombre de la abuela, pero la flor –o el nombre-  “si crece es por calor y gracia, si escribe es por daño”, pues al escribir, al deletrear el nombre “algo se pierde”. La reflexión  une (o desune) los nombres y las cosas,  y la antigua incertidumbre se plasma en esta hermosa frase:

“Quizá así serán siempre las palabras
nombres que se desviaron al pensar que llegaban a las cosas.”(pág. 13)

Deseo vehemente de acercar el pasado,  sí, pero observando el momento del acercamiento, pues  si hay lejanía del cuerpo, la mano no puede escribirlo,  la mano enmudece.

Enigma de las letras: decir y no decir ¿a qué convoca la imagen mal recordada o no-recordada?,  ¿qué  es lo que realmente  dijo y qué es lo que yo recuerdo? Entonces hay que suavizar en el recuerdo el error, la falta.

La cadena, la cadencia que construye el poema, además de evocar, acata el olvido:

  “cierro los ojos, empuño el olvido / una imagen huye del cuerpo y forja una herida / que se hace espacio y va rompiendo antiguas costuras. / El pulso de una voz, hablar para ser silenciado / por otra voz que adentro habita / y que empuja a cierto desamparo / o la ajenidad entre el yo y las cosas.” (pág. 16)

Conciencia de memoria y escritura: hay recuerdo pero también hay algo irrecuperable

“en el frío los cuerpos se alejan / y en sus ranuras se hunde una mano / que agudiza el espesor de la distancia”.  (pág. 17)

La mano, escribe, al fin,  “por abandono”.

Y el olvido. ¿Qué es el olvido?

La abuela olvida el nombre, la madre enseña a la hija a recordar, a unir sílabas, a leer  y “a cómo no perderse entre las cosas”, a no despreciar la distancia entre el objeto y su vocablo, la importancia del sonido en cada la letra. Pero las palabras abandonan y del extravío –dice esta hija atenta- surge la idea de la realidad del lenguaje: su ser es su propio descuido.

Luego, en esta cadena es la hija la que enseña a la abuela a saber, conocer mediante el tacto, los dedos que se abren y se juntan. Ante esa imagen, se impone el silencio. Es el silencio el que convoca, los ojos de la que  recuerda-escribe, se cierran

“Cierra los ojos y la hilera de castaños permanece quieta / ensombrece la capa de hojas que se acumulan en el suelo, / apisonar esa imagen con los ojos, con el oído que se queda. / Recordar el pasado como quien vuelve a respirar / después de un golpe en el pecho.” (pág. 19)

Escribir para llenar los huecos  de lo que no se recuerda (lo insoportable). Y aquí vuelve lo que he señalado como nudo de esta cadena: el nombre –no nombrado en el poema- que une a las tres hebras. Pero la abuela lo olvida, olvida su nombre, el de su hija (la madre) y el de su nieta (la hija). La hija,  que escribe-piensa se resiste ¿a la unión? ¿al recuerdo?

Quien escribe  piensa en la imagen de la escritura o su detención: imágenes-ideas lanzadas desde arriba. Gesto que recuerda la reflexión de Valery sobre el efímero sentido de las palabras: debemos cruzar un abismo, para hacerlo lanzamos plumas al aire, en ellas debemos sostenernos para llegar al otro lado. Si nos asimos a ellas con rapidez, podemos lograrlo, si nos detenemos en ellas más del tiempo prudente, caemos al abismo. Las plumas son las palabras. Si nos detenemos en ellas más de lo necesario, caemos al abismo. ¿Lo mismo sucede con  las imágenes-ideas que poblarán el recuerdo?

El texto, el poema completo divaga en torno a esta reflexión: la inexactitud del recuerdo, su versatilidad, fragilidad. El inmenso poder para convocar el recuerdo que tienen  las palabras y a la vez su gran debilidad. Una herida  nos completa, dice, pero hay un suspenso, una espera, es el momento en que el poema abandona a quien escribe, “momento en que el lenguaje se destempla, encuentro de quien fuimos y quienes somos.”

Hay aún otra tentativa para acceder al recuerdo. Visitar  lo real imaginado: la casa de la infancia

 “urgencia de encontrar algún detalle que la anude a la memoria”,

Árbol y mujer se atestiguan uno a otro, la que escribe, su mano tiembla cuando las palabras confiesan sus límites, recuerdos –en el tiempo-   abuela, madre e hija se buscan.

 “Vigilamos la casa de infancia con retardo / como quien hojea fotografías de parientes muertos (…) las fotografías podrían leerse desde los que les falta / la muerte ocupa la casa que una vez habitamos / lo que resta sujeta la escena y envuelve a la hija / levanta el cuerpo / cuando el lenguaje es suficiente y demasiado / contemplar en silencio la retirada de un adentro” (pág. 24)

La irrupción de la muerte despoja a quien escribe de un  peso y  “clava el ojo en la letra, el oído piensa, el oído espera en la letra y sangra”.

Descubre, en ausencia,  lo que la tela ocultaba. Disolución de un rostro (¿disolución del recuerdo de ese rostro?), el rostro parece aferrarse a los objetos. El estado de escritura no es cómodo a esta mano, “estorba la mano que aprende a la otra que pretende” y sin embargo, escribe.  Tal vez desde las palabras que faltan. La imagen de un cuerpo que se entierra, que se guarda.

Ejercicio de escritura frente al recuerdo que se evoca suavemente o que violentamente es traído con la duda de si realmente fue así. Voluntad de retener con las letras la inclemencia del olvido.

Eterna y áspera duda de quien escribe: qué hacer ante la incógnita dejada por la muerte de quien inició la hebra: tres rostros y un nombre, el nombre nunca escrito, pues el tercer hilo,  la hija-nieta que escribe,  lo ha cambiado.

El nacimiento de la hebra, complejo, riquísimo texto poético que va abriendo múltiples aristas, una de ellas podría coincidir con la reflexión inacabada y antigua (o anticuada, tal vez) de lo llamado por Freud el “misterio de la feminidad” no resuelto por el psicoanálisis. A lo que años más tarde una mujer  replicaría

“…la psicología no nos entrega la clave del misterio de la feminidad, cámara oscura, caja de caudales, tierra-abismo”, es la escritora  y psicoanalista Luce Irigaray en su libro Espéculo de la otra mujer, de 1974, refiriéndose a la imposibilidad que veía Freud en su teoría para descifrar el “misterio”, (pág. 13).  “Sin duda la luz nos vendrá de otra parte”, había dicho Freud  dejando en parte  a la poesía esta posibilidad. [1]

Esencialmente, El nacimiento de la hebra nos invita desde los recuerdos, a un viaje entrecortado hacia el nacimiento ¿de una estirpe femenina? ¿de una triada?, ¿de un nombre?

Hay un párrafo de Derrida –en Glas- que tiende, tal vez no a aclarar, pero sí a dar espesor y evidenciar la dificultad de situar el nombre de “mi madre”.  El texto es citado, en francés, por el filósofo Patricio Marchant, en su libro Sobre árboles y madres, de 1984. [2]

Suject de la denonciation; je m’apelle ma mere qui s’ apelle (en) moi. Donner, accuser. Datif, accusatif. Je porte le nom de ma mere, j’apelle ma mere a moi, j’apelle ma mere pour moi, j’apelle ma mere en moi, me rapelle a ma mere. Je decline dans tous les cas la meme subjugation.

La siguiente es una traducción de L Felipe Alarcón, quien  aclara que todas estas frases se pueden leer de dos maneras.

Sujeto de la denunciación. Yo me llamo mi madre que se llama (en) mí. Dar, acusar. Dativo, acusativo. Llevo el nombre de mi madre, llamo a mi madre (a) mí(a), llamo (a) mi madre para mí, llamo (a) mi madre en mí, me vuelve a llamar [me recuerda] a mi madre. Declino en todos los casos la misma subyugación.

Otra cita, esta vez de Luce Irigaray  también de su libro Espéculo de la otra mujer. [3]

“O bien, ella será de tal suerte inscrita, se inscribirá de esta suerte  en un proceso genealógico in-finito, una enumeración abierta del recuento del “origen”: donde ella será “como” su madre pero no en el mismo puesto, sin correspondencia con el mismo cifrado. Donde ella será su madre y no su madre, ni su hija como madre, sin cerrar el círculo, pero tampoco la espira, de la identificación. (Luce Irigaray, pag. 65)

El párrafo de Derrida, citado por Marchant, nos ha dejado en una encrucijada de doble lectura, (y difícil traducción); Irigaray, por su parte, en el proceso de “identificación” de la sujeto mujer, ha signado el  lugar  madre/hija  con un doble movimiento, transformado en espiral, que no cierra.
 
En su reflexión,  Julieta Marchant  no teoriza, no propone,  solo abre, refiere y complejiza el camino a partir de recuerdos, abundando en desvíos, fallas, dudas  y el poema no cierra el círculo del origen o nacimiento de la hebra. Hay un statu quo, aparente inmovilidad, la hija observa, la madre, que es hija, en parte se ha ido –con su madre-  en parte se queda ¿con su hija?

El círculo no se cierra, entre el afuera inmóvil y el adentro que acontece ¿seguirán ellas tentando el nacimiento, el  entrevero?

Cesa un rostro y con él el rostro que mira se apaga.
Una hilera de castaños se guarda en la imagen
de una hilera de castaños.
La hija está a este lado de la ventana
la madre en parte se ha ido, en parte se queda.
Nadie se levanta de sus sillas, nadie nunca quizá
Volverá a levantarse.

Soledad Fariña,
Mirasol, Septiembre 2015.

 

 

* * *

Notas


[1]. Si ustedes quieren saber más acerca de la feminidad, inquieran a sus propias experiencias de vida, o diríjanse a los poetas, o aguarden hasta que la ciencia pueda darles una información más profunda y mejor entramada. Freud, Sigmund, Conferencia 33, sobre La feminidad, 1922.

[2] Marchant, Patricio, en Sobre árboles y madres, Stgo., 1984  (pág 40.) He tomado solo el segundo párrafo de la cita.

[3] Irigaray Luce, Espéculo de la otra mujer, Akal, Madrid, 2007. 1ª. Edición Speculum de l’autre femme, 1974, Edition de Minuit. Francia



 



 

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Por Soledad Fariña