La Cenicienta En
San Francisco
(CUENTO)
.......... Así que cuando
Garth Winslow y Suzie Sun sacaron la guitarra del desvencijado armario,
y Winslow se escupió las manos y afinó un minuto después la guitarra
tocando un prístino "la" en la primera cuerda, y Suzie no hacía otra
cosa que humedecerse los labios que la fláccida cerveza americana había
secado al fluir entre sus dientes, y todo parecía indicar que el asunto
iba a andar bien, y que Winslow estaba dispuesto a poner patas abajo el
mundo y estacionar el corazón en su justo lugar, y después de cantar
esos blues y canciones mexicanas no cabía duda que entraría airoso en el
cuerpo de Suzie Sun descargando su amor al mundo acumulado en las
pácificas noches de Roble Road, sobre la meseta de Berkeley, y sería
recibido amablemente, me dí vuelta hacia Abby, que agujereaba una lata
de la sucia cerveza Blue Star, y le dije en un perfecto y natural inglés
que "bueno". Este bueno indicaba a la mano de Abby, que ahora extendía
sus delgados dedos sobre mi mano y los oprimía haciéndome sentir la
fragilidad de sus huesos, que aceptaba ir con ella hacia la escalera de
servicio del edificio, treparla, embromar a los pacíficos vecinos que
reposaban de sus tiernas actividades en sincopado y ruidoso diálogo
sobre las almohadas con los crujidos de sus apolillados escalones y
alcanzar así a lo que ella llamaba con sugerente voz el attic y que
resultó ser, cuando estuvimos arriba, un mugriento y adorable entretecho
igual al de mi tía en su casa de tres pisos en Santiago. Solo que aquí
tú veías la bahía de San Francisco, y cuando la noche empezaba, la noche
clara de San Francisco, si entrecerrabas los ojos y mirabas por la
ventanilla, que tuviste que limpiar pasándole los dedos para lograr una
visibilidad aceptable, la multitud de coches que atravesaban el puente
que une la península con Okland y Berkeley, donde esa misma tarde me
había echado una despanzurrada siesta en la casa de J. L. Stevenson
(echa pedazos y poblada de perros pulguientos que René Deans amamantaba
con maternal ternura, la misma de J. Stevenson, el cochino pirata del
que me había tragado una tarde de infancia en Antofagasta su "Isla del
Tesoro"), parecía un movimiento de cosas como estrellas, lagartos
luminosos, gigantes reptiles que hicieron bien a mi alma. Y después le
hicieron mal, porque evoqué con una especie de extraña intensidad una
leyenda mapuche que dice que aquel niño que ve una noche por primera vez
luciérnagas sobre las matas de maqui y la segunda vez parece no saber lo
que las inquietas vibraciones luminicas del aire significan, no las
reconoce como luciérnagas, hijas de dioses opacos y subterráneos, no
tardará la muerte en enredarlo, y generalmente es una crecida del río, y
el cuerpo flotando golpeando contra las ramas quebradas de la ribera, o
la casa desierta y la madre, sin una mueca en el rostro, esperando meses
que el hijo baje de los cerros, el hijo que ella sabe reposa en las
visceras de un puma que se lo ha almorzado sin asco, o petrificado,
cercano al volcán, tallado en la nieve de la majestuosa montaña que nos
dio por baluarte el señor. Y eso fue lo que hizo mal a mi maldita alma,
porque San Francisco me tenía cogido en su enigma, en su ciudad de
muerte, nutriendo su bestial heroísmo de misterio, de las luces
arrancadas al enigma por la gente que se ama silenciosamente, sin hacer
alardes, demasiado sabios para tirar a la broma la vida.
.......... Saqué los ojos del puente y me dí vuelta
hacia Abby que me miraba concentrada, pensando quizás qué diantres era
lo que me pasaba por la cabeza que me hacía parpadear con las cejas
fruncidas y meterme distraído los dedos en las narices y rascarme los
pelillos interiores, hasta sacar algunos y limpiármelos sobre el
pantalón. Intenté ver si en la habitación había algún diván, o una
alfombra o cualquier cosa blanda sobre la cual echar a Abby para que no
se ensuciara cuando me echase encima y le contara cierto secreto con el
aliento y la alegría de un cuerpo compañero, destrozándome en gotas
grasas y gelatinosas que se anidarían con ternura en el hogar estrellado
del planeta. Pero lo cierto es que no había allí ni siquiera un ejemplar
del "San Francisco Herald Tribune" que pudiésemos extender y hacer las
cosas como un par de seres civilizados. Al mismo tiempo me bajaron
grandes ganas de hacer orina de cerveza yanki, y me daba no se qué
arrimarme a la pared y hacerlo delante de Abby, y entonces, pretextando
una extraña necesidad de soledad en un inglés que ni el mismísimo diablo
entendería, la abandoné, fui hasta la escalera, y oriné como un gran
señor sobre cada uno de los peldaños. Luego, sólo por hacer tiempo, pasé
el pie derecho sobre la charca y traté de limpiarla por lo que pudiera
pasar. Descendí a tientas, sintiendo en mis manos el polvo fresco de la
baranda y llegando al entrepiso, cogí la caja con seis cervezas que se
me había ocurrido traer por si se nos secaban las gargantas. Cuando
volví al entretecho, Abby estaba apoyada contra la ventana, el rostro
vuelto hacia el interior del cuarto de modo que los reflejos venidos de
las luces exteriores, semáforos y luminosos, eliminaban sus rasgos y
diseñaban a gruesos trazos sus formas. Uno no sabía si era la misma Abby
que había dejado allí minutos atrás, o una niñita de ocho años mirando
entrar, desde su mundo infantil, a su cueva al oso que yo parecía ser
envuelto en mi chaquetón marrón con cuello de pieles. Como sea, la
imagen suscitada en mí, la presa justa para el animal desraizado
hambriento de ternura, alteró mis pasos nerviosos, y abriendo ambos
brazos como dispuesto a ahogarla en un apretado encuentro, empecé a
caminar hacia ella levantando las rodillas y marcando con estrépito los
aletargados troncos como vi alguna vez que lo hacen los osos que
trabajan en las películas. La muchacha se echó a reír sin ambages,
poniéndose las uñas sobre la boca, gesticulando como atemorizada, aunque
sin moverse, con gestos que ahora lograba percibir habituado a la
penumbra, y agradecí en silencio que ella continuara este juego, esta
especie de jungla que había establecido con el propósito de poderla
coger primero, como jugando, y luego apretar mis piernas contra sus
muslos y luego besarla en la boca y tocarla en los senos, a ver si
resultaba algo de todo eso. Cuando estuve a un paso para acentuar la
emoción del momento me detuve y me golpeé la caja toráxica con ambos
puños acompañando la acción de ciertos supuestos gruñidos de oso
hambriento. Luego me acerqué más aún y mientras ella se apretaba contra
la pared lancé como zarpazos los brazos intentando aferrarla. Justo en
ese momento se escurrió y fui a dar de cabeza contra la pared en tanto
la muchacha corría presurosa a refugiarse en la esquina opuesta de la
habitación, burlándose del pobre animal que como un crucificado se
apoyaba sobre el muro y asomaba su cara risueña por la ventana, mirando
otra vez las luces de los autos sobre el puente y el inmenso luminoso
"Hertz Rent a Car" que había sido encendido a la distancia. Aquí se me
hizo presente que el juego cobraba dos alternativas; me ponía a
perseguirla por toda la habitación gruñendo y saltando como un oso
eficiente hasta atraparla y tirarla al suelo, o bien me quedaba allí,
contra la ventana, simulando un llanto de oso grande pero bueno que le
gustaba el mundo pero no sabía qué diablos hacer en él; sin encontrar
desde hacía un mes una presa que le facilitara hacer las cosas y le
compartiera sus virtudes celestiales acogiendo al animal en el hogar
estrellado del universo, encarnando al monstruo en su ser, liberándolo
por un buen tiempo de la madrecita soledad que tan mal venía tratándonos a
nosotros pobrecitas creaturas del Todopoderoso. La imagen me fue
penetrando, calando hondo, sentí como de golpe mis nervios se
desplomaban y un efectivo y real sentimiento de tristeza, de chileno
sentimental e hijito de su papá y de su mamá, comenzaba a desalojar al
chileno cabrío y gritón, a suavizarla en la garganta las palabras mudas
del castellano áspero con que maldecía y alababa el universo, y le
introducía por los músculos del cuello y probablemente por los ojos
castaños, levemente abiertos, una cosa que bien malditamente sabía que
era la tristeza, como un dinosaurio acechando, esperando el justo
momento para elevar su sagrada patita y depositarla sin piedad a la
primera cedida, al primer bajar la guardia del corazón. Con la frente
apoyada en el vidrio, sin hacer un gesto, la tristeza, lenta y enorme,
empezó a manar desde mi nuca hacia atrás, por los agujeros del
chaquetón, desde el fieltro de mis pantalones bendecidos con la grasa de
las "pannes" de nuestro Plymouth 49, buscando el preciso blanco de la
mano de Abby que acechaba muy cercana a mi espalda. Si alguna fe tengo
en los dioses, me la acaparan sin duda los dioses resignados del
silencio, los quietos dioses que interceden para labrar el lenguaje
terrícola, animal, primitivo, coloquial sin diálogo, hiriente, atractivo
como los limites de la razón, cada partícula del cuerpo emitiendo
señales del hombre cocinado en la salsa de su propio enigma,
testimoniando allí, con un leve temblor de los dedos, con una cierta luz
en los ojos, con un modo de caerse y erizarse el cabello, con una manera
honesta de sentir los genitales, con una suerte de temblor de los
músculos de los brazos, y los pómulos, y de los músculos del trasero y
de los huesos de las piernas, desplazados de su independencia y bañados
de una mismo, haciéndote saber que la rótula es tuya, y el peroné, y los
cartílagos, y las arterias sonando y tú escuchándola fluir y golpetear
la sangre contra las venas, y las contracciones y dilataciones del
esfínter, y el roce de la saliva cargada del sabor agrio de la cerveza
raspándote las amígdalas, y toda la azul maravilla de tu cuerpo y de tu
alma que testimonian el enigma, esgrimiendo como una ridícula joya tu
angustia pasajera, tu sin sentido no tan pasajero, y tu estilo honrado
de existir, que maldita sea tu grandeza, doliéndose aún hasta de lo que
no se tiene, y bendito porque el sabio dios del diente chueco y la
sonrisa agridulce asomado entre la áspera contextura de su máscara, te
transforma en imán, y atraes el acero, y todo confluye en ti, y en ti se
acaba hermano, y renace en ti y no pasará un segundo antes que te
excites y seas inmortal, y te digas eres un maricón si te dejas comer y
no mereces a tu compañera, ni te mereces el misterio, ni debes parir
hijos cobardes que trabajen en serviles bancos y enseñen en colegios
para señoritas, y te fuerce a ser el hombre que eres, y una hombría
real, surgida de las derrotas, de las pisadas de los dinosaurios, un
macho que te nace de la cabeza, y del vientre, te pone las dos patas en
el mundo y esperas confiado lo que venga, y no te vas a andar con
chiquitas ni remilgos ni gestos llorones cuando te rodeen los brazos de
la mujer cogiéndote la cintura y te diga: ¿Niño, muchacho, muchacho, qué
te sucede? En un idioma que no es el tuyo pero que ahora lo vas a hablar
con jactancia, como un actor shakespereano, porque no hay cosa en el
mundo que no sepas cuando se aproxima el momento de la llegada de los
ángeles, y puedes
responder: Nada, no me pasa nada, y decir "enquot; ingles lo que estabas
pensando sin omitir palabras, hablando con las patas, con las cejas, con
la lengua mascada entre los dientes, con las carcajadas si es que te
falta el vocabulario para pronunciar al fin la única palabra que puedes
decir: yo aquí, existiendo. Nada, no me pasa nada, estaba pensando-
dije a Abby.
.......... Me di vuelta y le
cogí la cabeza entre ambas manos, y le acaricié el pelo y la besé en la
frente, y en seguida puse mi mano en su nuca, y sostuve la misma mirada
con que ella prometía su compañía aquella noche. Pronto la había rodeado
y le acariciaba todo el cuerpo y sus manos presionaban mi espalda, y le
aparté un segundo y me despojé del querido chaquetón y tirándolo en el
suelo, recosté a Abby sobre él y yo me eché a su costado y proseguimos
acariciandonos sin hablar hasta que yo introduje la mano bajo su vestido
e intenté desnudarla, porque entonces, para mí sorpresa detuvo mi
maniobra cogiéndome la mano, y yo paralizado la dejé quieta sobre su
vientre sin saber que hacer; en cuanto ella aflojó la presión insistí en
acariciarla y ahora si ella se dejó hacer, pero cuando tiré de la ropa
hacia abajo, se afirmó contra el suelo, dificultandome mi
intención.
.......... -¿Por qué no?
-pregunté.
.......... Estaba muy excitado,
aunque sin rabia.
.......... -No sé
-dijo-. Tú te vas mañana a México. Nos conocemos desde hace tres días.
Aún no sé pronunciar tu nombre.
..........
-Antonio -dijo-. ¿Esta bien?
..........
-Esta bien -dije-. Ahora ya lo sabes.
.......... Se sentó sobre el chaquetón, cruzando
las piernas. Con la mano derecha acariciaba la piel, aparentemente sin
saber qué hacer.
.......... -No es eso lo
que quería decir -dijo-. No sé nada de ti. Lo único que hemos hecho
desde que nos conocimos ha sido cantar con la guitarra y tomar cerveza.
Apenas sabes quién soy. ¿De dónde eres? ¿Por qué viniste a U.S.A.? ¿Por
qué estas aquí conmigo? ¿Por qué no estás pasando esta noche con Suzie o
con René Deans, o con cualquiera otra? ¿Me entiendes?
continúa
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