.............. ANTONIO SKARMETA



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La Cenicienta En San Francisco
(Continuación)

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.Ni que me hubiese analizado toda una vida, intentando hallar el débil núcleo de mi poder en el mundo; ni que hubiese estado meditando durante toda su linda existencia cómo tumbarme, cómo hacerme pedazos y reintegrarme al mutismo hosco del aturdimiento que cuando emanó de su garganta, con esa voz que ansiaba besar, la larga hilera de porqués. Siquiera hubiese preguntado por qué estaba con ella esa noche solamente y se hubiera callado el resto. Pero no; se traía unos porqués incisivos bajo el poncho; ni que se hubiera propuesto joderme, con esos por qué esto y no lo otro. ¿Qué quería que le dijera? ¿Qué le contara esa noche la historia de mi vida? Y qué historia sin cabeza iba a largarle si no le contara con pelos y señales la de mi padre, y la de mi abuelo Esteban, sumergiéndose en el Adriático desde un segundo piso en la isla de Brác, frente al puerto de Split en Yugoeslavia cuando tenía dieciocho años; y qué historia sin cabeza y más estúpida la de mi abuelo, sin que le dijese quién fue mi bisabuelo Jorge, viviendo en una aldea campesina, hablando idiomas extranjeros y algunos cuantos dialectos, leyendo a Goethe en alemán por las noches y ordeñando a las vacas en la madrugada, y contándole el "Fausto" a los pobladores cuando se trataba en las reuniones de estirar la lengua y acabar el vino dulce de Yugoeslavia y la fuente con las gigantescas almendras, para mascarlas entre cuento y cuento, fortificándose mientras se le saca las entrañas a la leyenda, sin grandes aspavientos, seguramente distraídos, arrancando las migas de harina del pan, destrozando su celestial levadura, y haciendo con ellas apretados montoncitos para golpearlo con  un dedo a lo largo de la tabla de la mesa, mientras la noche del sábado avanza y llega el amanecer del domingo,  colorado y gordo como un gallo, poblado de campanas y de desayunos para los hijos que viajan a Split a las pruebas de los "sokols" o a las competencias del seleccionado de la patria contra los turcos o los rumanos; y a que porqué iba a contestar inteligentemente sin hablar de mi madre Magdalena que me parió sorpresivamente en noviembre del 40 en Antofagasta, y no en Brác, ni en Hiroshima, y del viejo Don Cosme, padre de Magdalena, displicentemente echando su vida detrás del mesón de un almacén apolillado en Prat esquina de Esmeralda, llenando incansables cartillas de quinientos pesos para hincharse de oro jugando a los burros en la pista de arena del Hipódromo de Antofagasta, y de Elena su esposa, tejiendo calcetas y yerseys, y friendo en una cocína a carbón pejerreyes vivos saltando alegremente sobre la sartén; y saber responder por qué Cosme estuvo con Elena y la engendró, por qué Magdalena recibió a Antonio, mi padre, y me echó al mundo; y despues saber responder por qué soy amigo de Manuel Silva, y de Samuel Carvajal, y de Fernando Vargas, y de Jaime Escobedo, y por qué obtuve un siete en un ramo tan insensato como la Lógica Simbólica cuando entré a estudiar la Filosofía en la Universidad, y por qué hay gente que desprecio y gente que amo,, y por qué he escrito cuentos con títulos como "Al Trote" y "Describiendo con la Mano Derecha una Especie de Parábola" o "¿Quién es el Dueño del Mundo?", y por qué soy escritor y no Ministro de Obras Públicas del Principado de Mónaco, o un pianista homosexual ejerciendo sus encantos en algún burdel de Vivaceta; o un sucio falsario inventando historias de neuróticas y escribiendo para regocijo de señoras con barbas, novelas rosa con palabras sucias y ribetes floreados; y por qué no me suicidé cuando tuve la real gana de hacerlo desde un décimo piso y me hice pichí en los pantalones de sólo mirar para abajo, y me dije inmediatamente déjate de huevadas, y me acosté serenamente y al día siguiente fui al colegio muy temprano y asimilé perfectamente el secreto de la clase de Historia de Chile de Carlos Fredes Aliaga, y me fumé un "Liberty" silenciosamente y en forma inteligente en los baños del colegio; y por qué el mar de Antofagasta no me sale de la mollera; y la negra compañera de Rio de Janeiro, y yo y el loco de Malbrán echados sobre la playa Flamingo, mirando volar las palomas sobre el océano Atlántico hablando de Platón, con la emoción de querer acostarnos con las dos muchachas que descansaban cerca, en traje de baño a diez metros nuestro; y la marihuana en Panamá y la nefritis que me jodió tres meses y me reveló el mundo mientras se me pelaba el trasero de tanto estar echado sobre la cama, y que por qué podía dar sin trasmitir hasta por las orejas del amado William Saroyan, y del mismisimo Saint John Perse, que justamente metido en el bolsillo del chaquetón, aguantaba ahora el peso de Abby, con sus toneladas de porqués inocentes y superficiales, brotándole quizás como una protesta a la fugacidad de las cosas, y al sin sentido, y al hijo de un chiflado chileno que podría caerle en el vientre si no se andaba con cautela, y después de haberme dicho en un minuto todas estas cosas en el corazón le dije:
.......... -Porque te amo, Abby.
.......... Lo cual era la santísima verdad. Ahí mismo habría podido empezar a jurárselo por todos los santos y los dioses en que no creo hasta agotar la provisión de cosas celestiales y preso de la más mística emoción apoyarme agotado contra la pared y quedarme dormido como un percherón joven hastiado de correr sin rumbo. No tuve necesidad de hacerlo, sin embargo, Abby me miraba inquisitivamente tratando de evaluar el grado de veracidad de mis palabras. Al fijar mi vista en la suya, me percaté  que no había sido demasiado convincente. Uno dice tantas veces la palabra amor, que al final ya no sabe de qué está hablando, y no sabe por consiguiente lo que uno calla, ni lo que se hace tiene sentido aparente, y entonces cuando uno se percata del sonámbulo hijo de perra que uno es, ciego, negado del vislumbre, del resplandor primitivo de la palabra primitiva, paridora de seres donde  hay la luz que revienta como un truco de circo barato (pienso en los conejos y las galeras de los prestidigitadores y en los pañuelos multicolores emergiendo al movimiento del todopoderoso que es el charlatán) que nos deja la boca abierta por toda la infancia, esa misma boca que el mundo nos va cerrando hasta dejar las dos hileras de dientes apretados una contra la otra y un rasgo desconfiado en los labios, y una sonrisa irónica que reemplaza a la carcajada abierta y la emoción de lo verdadero. Cuando eso sucede, cuando hay un ser limpio que te conoce, que no sería capaz de ser el charlatán absurdo que uno s, y te mira y te cala y te dice como el Dios sobre el Sinaí, yo sí, yo te conozco por tu nombre, y te dice Antonio, y suena algo así como Antounio, y tú no apartas la mirada y la sostienes dejándote  bañar por la magia de lo prístino y nada extraordinario está sucediendo, uno no podría hacer de eso una sucia película, ni fabricar una novela con cincuenta mil ejemplares de tiraje, cuando eso sucede, un muchacho que conquista el mundo, de cierta absurda manera ha perdido el significado, si es que alguna vez hubo significado, de cierta cruel manera ha logrado evitar que otro, aquel otro que sostiene en sus manos la palabra, y la espada y la saliva bendita repartida por la lengua sobre los labios secos, testimonie tu inspirar, y contemple en éxtasis tu exhalido, echando al mundo el aire generado en tus vísceras, en tu historia, en tu historia del mundo, soplando como un dragón abuelos Jorges y papás Antonios depositándose esperanzados en alguna Magdalena o en algunas Martas, creando el futuro de la historia, cuando eso es lo que sucede, alguien, con los brazos caídos, apartado del sin sentido de la palabra grandilocuente, está iniciando el viaje hacia su raíz propia, que no está en ninguna parte sino ahí bajo la suela de tus malditos zapatos premiados con hoyos y orina y restos de papeles de cigarros, de tabaco adherido en barro y arena, listos como un par de bisturiés para ser introducidos en la tierra que está pisando, aunque sea la nada, o Santiago en una noche de invierno o Frisco en un entretecho maloliente, y nunca en un lugar, excepto el lugar que el testigo proporciona a tu ser desgañitándose, desperezándose, sacudiéndose la murria cancerosa que lo tenía hechizado, y sabiendo de un modo pasajero que la tierra del hombre no se extraña, porque la tierra del hombre está donde el hombre se encuentra, y no hay fuerza en la tierra capaz de hacértelo decir en otras palabras que no sea amor; sólo que esta vez no lo dije, sino que cogí una lata de cerveza y me la bebí entera, sin respirar, volcando parte en el suelo, con una alegría callada haciéndome alboroto en la sangre. Después cogí otra, se la ofrecí a la muchacha y me senté apoyado en la muralla frente a ella echando de cuando en cuando un sorbo para mantener la mano.



.-Chile -dijo después de un buen rato.
Al principio no supe lo que quería decir con eso; si me estaba llamando, o estaba pensando, o le gustaba el sonido, o simplemente tenía ganas de mover la boca.
-Así es -dije, por si acaso.
-Chile -dijo ella, elevando la mano derecha y golpeando con la lata de cerveza el suelo.
-Chile -dije yo, haciendo que la cerveza excesivamente consumida me empujara la cabeza contra la pared y la dejara allí apoyada. Desde allí la vi estirar los labios y decir-: Chchchile.
-Chile -dije yo en forma seca.
-Chile -dijo ella arrugando la nariz y mostrándome los dientes.
Si se trataba de eso yo no pensaba quedarme corto.
-San Francisco -largué, haciendo retumbar las enes en la nariz y toda la caja craneana, acompañando la voz con un aleteo de pelícano maltrecho, conciliador y amable.
-Son Fronsosco -dijo.
Los oltollos do Son Fronsosco son hormosos o boones poro hosor el omor -dije con seriedad.
Me tendió la mano y cogiéndome me atrajo a su lado y me permitió compartir un buen pedazo del chiporro con que estaba forrada mi chaqueta. Yo pasé mi mano bajo su nuca y nos quedamos mirando el techo.
-¿Qué haces? -dijo.
-¿Qué quieres decir?
-¿A qué te dedicas? ¿Qué haces en Chile?
-Quiero ser escritor -dije.
-¿No lo eres ya? -preguntó.
-En cierto sentido sí -dije.
-¿En qué sentido? -preguntó.
-Me gusta la vida -respondí.
-¿Toda la vida?
-Toda.
-Las enfermedades y las guerras, y el dolor y la soledad ¿también?
-En cierto sentido sí.
Se quedó silenciosa. Yo quería que siguiera hablando y preguntándome cosas para que viera todo lo que había aprendido del mundo, pero lo que hizo al cabo de un momento fue cogerme la cabeza entre sus manos y besarme. Yo la rodeé con los brazos y pronto estaba sobre ella besándole los cabellos y acariciándole los muslos. Ahora no se resistía, antes bien sonreía con los ojos bien abiertos, poniendo mucho de su parte en las caricias con una audacia que pese al estado exaltado de mi gran simpático, no dejó de asombrarme. Fuimos excitándonos cada vez más, hasta que parecía que no había más remedio que hacer las cosas cuanto antes, desprenderme del caluroso monstruo que acechaba transpirando sobre la piel. Pero por un moyivo extraño no me decidía a liquidar la situación, me resultaba agradable, y lo único que deseaba era prolongarla todo lo que pudiese, hasta hacer reventar el momento en toda su grandeza; por primera vez no tuve prisa, y aunque Abby estaba dispuesta, detuve todos los movimientos, busqué a tientas el bolsillo de la chaqueta y extraje la cajetilla de cigarros y me serví uno, encendiendo otro inmediatamente para ofrecérselo a ella. La muchacha se había sentado y se ajustaba el pelo, atándose la parte posterior con un elástico. Yo, demostrando una serenidad ardorosa (así crearán los poetas, me dije) empecé a echar volutas de humo en forma de redondelas que se elevaban lentamente al techo, deshaciéndose en la atmósfera inquieta y tibia que habíamos instalado en el cuarto.
-¿Qué pasó? -dijo Abby.
-Nada -dije-. ¿Qué va a pasar?
-Creí que querías hacerlo -dijo.
-Seguro que quiero.
-¿Y entonces?
-Te esperas -le dije.
La muchacha abrió una boca de este tamaño. Evidentemente no entendía nada de lo que estaba pasando y aunque me mirara así, como buscando una explicación, bien poco era lo que yo podía decirle porque yo tampoco tenía la más simple idea de lo que pasaba. Me sentía desconcertado, contento como un piojo y con unas ganas de amarla extraordinarias, pero allí estaba, echado hacia delante, moviendo la cabeza como siguiendo el compás de una música, anhelando oírla hablar, retarme, o lo que me hubiera parecido más divertido, que se hubiera echado sobre mí, y me hubiera obligado a cumplir como hombre.
-¿Y tú? -le pregunté-. ¿Qué haces?
-Soy actriz -dijo.
-¿Qué tipo de actriz?
-Actriz de teatro.
-¿De veras? ¿Dónde actúas?
-En un grupo nuevo. Teatro experimental. Teatro para niños.
-¿Y qué hacen ahora?
-La cenicienta. ¿La conoces?
-No -mentí-. ¿De qué se trata?
Mientras me contaba la historia, con los zapatitos de cristal, y las doce campanadas, y las calabazas y ratones transformados en calesas y caballos, y el príncipe encantador, y me cantaba la canción mágica del bidibidabalidú, puse la cabeza sobre sus muslos y me dediqué a percibir su aliento sobre mi rostro, y a mirar las manos que subían desde mi cabeza enfatizando las escenas dramáticas en que aparecían hablando con voz nasal y gangosa las hermanastras perversas y bajaban dulces a posarse sobre mi frente cuando entonaba la balada de Cenicienta, y recorrían mis párpados durante la escena del baile de gala en palacio. Cuando finalizó la historia quedó en el entretecho un silencio bondadoso, y un calor grato rodeándonos como si hubiéramos calentado las maderas apolilladas sobre las cuales reposábamos simplemente charlando.
-¿Qué papel haces en la obra? -pregunté.
-La Cenicienta -dijo.
-¿En serio?
Asintió con un gesto.
-Bien -dije-. ¿Cuándo es la próxima función?
-Hoy. En Sacramento, a doscientas millas de aquí. Somos un teatro ambulante.
Me levanté de un salto.
-¿Diablos! -dije-. ¿A que hora viajas?
-A las seis -dijo-.
Fui hacia la ventana. La madrugada avanzaba. Una luz grisácea empezaba a diseñar la estructura de los edificios y el puente Golden Gate a la distancia.
-Perdóname -dije-. Necesitas dormir. Yo no sabía.
-Está bien -respondió-. Hay tiempo. Iremos en mi auto. Pasaremos a recoger a algunos actores y seguiremos viaje a Sacramento. Acércate.
Me arrodillé a su lado y nos besamos.
-A las ocho nos vamos a México -dije-. Fernando Varas y Winslow. Van también René Deans y Gastelards. Cuando termine la función podrías coger el bus hacia la frontera. En México nos divertiríamos. Podrías aprender el español y divertirnos como Dios manda.
No puedo -dijo-. El martes actuamos en Phoenix; el jueves en Redlands y el domingo vamos a Los Angeles. Tenemos contrato por un buen tiempo.


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