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«QUERCÚN», UN CANTO ÓRFICO

Sergio Mansilla Torres, Santiago: Libros del Taller, (2019). 158 páginas

Por Juan Pablo Riveros
Publicado en revista ATENEA, N°525, I Semestre 2022


.. .. .. .. ..

No hay palabras para un libro tan magistral.

Escribo estas líneas –ante la carencia casi absoluta de crítica en nuestro país– pensando en lo señalado por Eliot respecto de la función de la crítica y aquello de que “el pueblo que descuida su patrimonio literario deviene bárbaro; el pueblo que deja de producir literatura paraliza su pensamiento y su sensibilidad” (Eliot, 1968, p. 29). Aunque asumamos juntoa Eliot que “la crítica, por supuesto, no llega jamás a averiguar qué es la poesía; no puede encerrarla en una simple definición” (p. 30).

En consecuencia, pretendo averiguar y mostrar, si los dioses lo permiten, en qué medida hay poesía en Quercún, libro de Sergio Mansilla aparecido el 2019, y cómo éste entronca con la más importante tradición poética de la literatura nacional y universal.

En su estructura –poemas alternados con prosa poética– y, digámoslo sin reparos, en sus interrelaciones e intertextualidades; en ese torrente o caudal de amor que lo atraviesa como un río desde antes de nacer hasta la muerte y más allá de la muerte; en su formato sencillo alejado de la bulla y del mercado, todo en él está finamente construido hacia la meta final: rescatar desde la muerte los seres amados y reunirlos y ampararlos de las tormentas de la parte sur del corazón –siempre el sur– que les tocó vivir para refugiarlos en la caleta o en el útero desde donde venimos.

Porque los difuntos

Están ahí, haciendo gestos que se confunden
con los de las nubes que ningún viento
arrastra a ninguna parte.

Nunca nos abandonarán por más que nos adentremos
en el humo incoloro de sus ausencias.

Son así los difuntos:
hacen cuenta
de que nosotros somos su eternidad.

(“Los difuntos se niegan a salir de nuestra memoria”, Mansilla, 2019, p. 11)


Luego de la primera lectura de Quercún sentí una emoción inexplicable, una nítida concusión, algo que nos conmociona sin saber por qué pero que se deja sentir con breve y aguda intensidad. Un desconsuelo, un ahogo, un faltarnos algo sumamente preciado, una espera inútil, una agudeza, una intuición que proviene de lo más remoto hasta lo más recóndito, una señal enviada desde el espacio interestelar a un remoto espacio interior. Un mensaje críptico, vital, importante, urdido y envasado en otros mundos con noticias aparentemente fundamentales y que no puedes descifrar… desde un tiempo inexorablemente ido. Aquello que no diste, pero juraste por todos los dioses haber entregado o creíste haber dado.

Lo inalcanzable. Un telescopio que mira con las fauces abiertas al infinito.

Y he aquí que comprendí que escribir o leer sería, como se ha dicho, reescribir, y crear es recrear. Escribir es extraer del vacío subatómico algo que de pronto cobra sentido. Porque escribir es releer, es otorgar sentido a algo que antes era un enigma o simplemente –digámoslo así– no existía, una desconsideración desesperante de la malla de la vida. Y no porque seamos originales sino porque –como todo lo indica– el autor es la suma –más o menos asimiladas e integradas– de sus lecturas. ¿De dónde Vargas Llosa o García Márquez sino de Faulkner o Rulfo, de El sonido y la furia o de Pedro Páramo? ¿De dónde Dostoievski sino de El abrigo de Gogol? Todos salimos de El abrigo de Gogol, dice Dostoievski. ¿O la novela de todos los tiempos sino de Cervantes?

¡Por Apolo!

Sin duda, Heidegger tiene razón en esto: la belleza es un modo de ser de la verdad y es el arte quien la pone en operación.

Entonces Mansilla pone en operación la verdad de la poesía. Como ese gran poema “Listado de tótemes en el aire” (p. 131), casi al final del libro, como el buen vino de las Bodas de Caná, algo así como el arte poética de Mansilla. El rey –aunque siempre seremos reyes de nosotros mismos o a veces esclavos– espera la muerte con serenidad y sin drama. Con ese mismo sosiego y paciencia con que, de seguro, Mozart escribió el K. 515, o como aquel que tiene la certeza de que llegará el instante en que nunca, nunca más subirá la escalera en tanto los “árboles (…) me miran impertérritos mientras envejezco” (p. 131).


Aquí reino. Como las lombrices de tierra
transformo en nitrógeno las palabras;
así construyo mi patria, con desechos, con chatarra,
viviendo en un aire saturado de humo y hollín.

(“Listado de tótemes en el aire”, Mansilla, 2019, p. 131)


Así construye Mansilla su patria, así como Kafka construía su guarida (véase La construcción), llena de túneles y escondrijos, con secretos recintos de reservas, i.e., los desechos y chatarras.

Los grandes poemas se escriben con palabras sencillas, como decía Pasternak de Pushkin. Véase lo que dice Pasternak a este propósito:

Creo que no son las privaciones ni la vida errante ni la provisionalidad ni los frecuentes cambios, sino el gusto por la frase altisonante, lo que domina hoy y lo que ha logrado tanta fortuna, como, por ejemplo: la aurora del porvenir, la construcción de un mundo nuevo, el faro de la humanidad… pero en realidad, existe esta grandilocuencia porque falta talento. Poesía es solamente lo que es común cuando ha sido rozado por la mano del genio. La mejor lección es la de Pushkin. (…) la sencillez de Pushkin y de Chejov, su púdico despego de las cosas altisonantes, de las metas finales de la humanidad y de suerte particular[1]. (Pasternak, 1971, pp. 271-272)

¿Se imaginan Uds. una hipérbole en Emily? En efecto, es una ley huir de la estridencia. Así en Mansilla bastan una copa rota, una radio china, árboles y residuos de limón agrio, añejo, zapatos y pantalones embarrados para ser nombrados y tocados por la mano del genio. Y lombrices (la escritura) que transforman el nitrógeno en palabras que construyen su patria (nuestra Gabriela: yo soy de una tierra donde no se perdía) configuran un universo en espera. Una piedra, un pan son exponencialmente poéticos en Vallejo.

(…) Una sola palabra bien dicha
me destruirá, un soplo apenas en el corazón
y todo se habrá evaporado por desvanes y sótanos.

. . . . (“Listado de tótemes en el aire”, p. 131)

Pero ¡por todos los dioses!, si así es. Una palabra bien dicha es una sonda enviada al infinito.

Visiones urgentes antes de que se desvanezcan, porque sí, de la imaginación en ese humedal o charcal o en los vastos bosques boreales, en esos territorios inhabitados de la isla con sus alegres y dolorosas sensaciones en abismo, “y rumbeando hacia el sosiego de las nubes” (p. 131). Hacia ese lugar al que se enfilan los caballos de Emily.

Y me pregunto, así de reojo, ¿Habrá sosiego ahí? ¿Habrá algo como el disfrute en los Campos Elíseos? ¿Habrá, simplemente? ¿Solo escuchando el aterrador silencio? ¿Solo?

Y como ese texto, hay ejemplos abundantes en este bello conjunto de poemas –necesarios como un vaso de agua puro–. Señalo el poema “A diferencia de muchos, nunca podré volver/a la ciudad de mi infancia” (p. 132). Porque nunca vivió en una ciudad sino en la verdura y charcos del campo circundado por el oceánico cósmico del mar y las inmensas y lejanas nubes como naves rumbo a la eternidad. Porque, además, nunca volveremos a esos lugares inexistentes, y no volveremos porque desde siempre vivimos ahí, y estamos y estaremos siempre frente al mismo pájaro temeroso que nos mira bajo las latas oxidadas de la infancia.

Sin duda, el mejor libro de poesía que he tenido en suerte leer en estos últimos lustros. Es un canto órfico, hierático, solemne en su sencillez, como en toda poesía veraz, es decir, en la que impera la verdad de la poesía –la poesía siempre es verdad–, que no necesita de alardes de ninguna especie. Como en el soneto a Orfeo, II, 13, de Rilke:

Adelántate a toda despedida, como si quedara tras
de ti, como el invierno que justamente se aleja.
Pues entre los inviernos, hay un invierno tan interminable
que, si lo superas, tú corazón en todo se sobrepondrá.

Sé siempre muerto en Eurídice; cantando más, asciende,
celebrando más, retorna a la percepción pura.
Aquí, entre los que desaparecen, sé, en el reino del descenso,
sé un cristal sonoro, que ya se quebró al sonar.

. . . . . . . (Rilke, 1971, p. 153)

De este quiebre nos habla Mansilla en Quercún. Del rescate de la despedida más importante, la madre. Y de adelantarse a la propia muerte.

Mansilla poetiza en sentido estricto. Todo arte es en esencia poesía… pero la poesía es solo un medio de esbozar luminosamente la verdad, es decir, el poetizar en el sentido más amplio. Sin embargo, la literatura, la poesía, en sentido estricto ocupa una posición sobresaliente en el conjunto de las artes, nos dice Heidegger en alguna parte.

Porque todo en Quercún es trascendente, toda palabra apunta al rescate de un ser amado. Y para ello es necesario recurrir a todo, a diálogos, banquetes o fábulas con personajes ilustres y centrales en la poética de Sergio Mansilla y que, si bien en apariencia ya no existen –¡qué importa que ya no estén corporalmente! –, sí existen al momento de la reunión para hacer quercún[2]. Porque el desamparo nos cobija en el ámbito más amplio del mundo interno, señala Heidegger. Y aún más, Mansilla repara en ellos, en la caravana de amados que evitan atravesar el Leteo, y canta como Eurídice tras las huellas de los dioses heridos. Es lo que Hölderlin llama poeta en tiempos de penurias, es decir, el poeta que canta buscando el rastro de los dioses que han huido. “En la medianoche de esa noche, es donde más fuerte es la penuria del tiempo” (Heidegger, 1960, p. 225). Porque en nuestra época moderna “no solo han huido los dioses y el dios sino porque en la historia universal se ha apagado el esplendor de la divinidad”. (p. 224)

De ahí que Mansilla diga lo sagrado desde que fue arrojado al mundo – porque, ¡qué duda cabe!, hemos sido arrojados al mundo–, desde su infancia en una isla en el mítico Chiloé y en la época de la noche del mundo siendo esta su sagrada noche, en el lenguaje de Hölderlin. En nuestro mundo actual, atados al mástil del mercado, y en que lo trascendente es una de las últimas lunas de Júpiter, no solo se ha perdido lo sagrado como huella de la divinidad, sino que las huellas de esta huella perdida se han extinguido casi totalmente, y cuanto más se borran tanto menos puede un mortal reparar en los signos y enseñanzas (Cf. Heidegger, p. 227). Por ello, Quercún es un canto órfico que celebra la existencia de lo sagrado hasta llegar a aprender el amor y la aceptación de la despedida inherente a toda relación humana.

De la vida a la muerte, es decir, desde esta finitud brincar al infinito luego de esta breve estancia. Y todo este recorrido interior, no obstante lo vasto del espacio exterior, y la dimensión de profundidad de nuestro interior que ni siquiera necesita la espaciosidad del universo para ser casi inmenso en , como dijo alguien en alguna parte. O como dice Pascal: “Abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y me ignoran” (Pascal, 1971, p. 160).

Este libro es como el Pedro Páramo de Rulfo, un diálogo y un intento de hacer revivir a los seres amados reuniéndolos en torno a una espléndida comida –más bien a un banquete–, para luego, al final, dejarlos ir para que se cumpla el precepto. Me viene a la memoria aquella película danesa La fiesta de Babette.[3] ¡Con qué ternura y detalle preparaba ella el banquete! Entonces, estos poemas son ¡cómo no! una reflexión poética sobre y desde la muerte.

Una amplia tradición apoya este proyecto. De inmediato acude a mi memoria la “Elegía Décima” de Duino, los poemas de Emily Dickinson, los permanentes versos de Horacio, en sus Odas principalmente, el descenso de Eneas al Hades, es decir, la Comedia de Dante. Y los Diálogos de los muertos de Luciano, cuando Diógenes dice a Polux:

Si ves en alguna parte a Menipo el perro… […] le digas lo siguiente: Menipo, Diógenes te invita (si ya te has reído bastante de los asuntos de la tierra) a que vayas al Hades para reírte mucho más. Que aquí tu risa está llena de incertidumbres y es frecuente preguntarse: “¿quién conoce con seguridad lo que hay más allá de la muerte?”. En el Hades, en cambio, no dejarás de reírte a carcajadas como yo ahora, sobre todo cuando veas a los ricos, a los sátrapas, a los tiranos tan humildes e insignificantes, a los que solo se puede reconocer por sus lamentos, y adviertas cómo están de envilecidos y acobardados recordando su vida en la tierra. (Luciano, 2018, pp. 103-104)


Como en Luciano, donde los que gobiernan el Hades conversan con los héroes muertos, Quercún es una reflexión sobre la vida vista desde perspectiva de los muertos con sus alegrías y angustias.

Porque meditar en la muerte es propio de gente sabia, diría Montaigne –otro de los convocados por Mansilla– en su ensayo 19 del Libro 1. Ahí apunta: “Dice Cicerón que filosofar no es más que aprestarse a la muerte… y toda la sabiduría y discurso del mundo se resuelven en enseñarnos a no temer morir” (Montaigne, 2000, p. 48). Pero también poetizar, escribir, como lo hace Mansilla, es una preparación para el final de la partida, este juego de dados, ya sea me espere una tranquila vejez, ya la muerte ingrese sobrevolando con sus negras alas. Como escribe Horacio en los consejos que da a Quinto Delio en una Oda:

Dejarás los campos comprados, y la casa,
y la granja que el amarillento Tíber baña;
dejarás, y las poseerá tu heredero,
las riquezas acumuladas.
Si rico, descendiente del antiguo Inaco,
o pobre y nacido de ínfima condición, a la intemperie.
Nada importa;
morirás víctima del Orco que de nada se apiada.

. . . . . . (Horacio, 1984, p. 79)


¡Por Júpiter! Quizá solo escribimos para aprender a irnos tranquilos.
Y continúa Montaigne:


El fin de nuestra carrera es la muerte, término necesario de nuestras miras (…) El remedio del vulgo es no pensar en ella, mas ¿qué brutal estupidez puede producir tal ceguera? Habrá que albardar el asno por la cola.
(Montaigne, p. 50)


Y agrega, … y sería locura no pensar en el fin de mi vida porque lo juzgue lejano. Como si no pudiéramos partir en cualquier instante, y que éste, precisamente éste podría ser el último segundo de nuestra vida. Porque nacidos para morir, siempre seremos demasiado viejos para la muerte. Reflexiones como ésta y otras tantas permiten construir poesía sobre bases sólidas. En Horacio son frecuentes estas meditaciones en sus Odas. Sobre la brevedad de la vida y el inmenso arsenal de anhelos que esta brevedad debe soportar, y lo ilusorio y vano del inmenso tiempo que gastamos en cuestiones superfluas.


No indagues Leucónoe, no es lícito saberlo,
qué plazo a ti o a mi nos han otorgado los dioses…


Goza el hoy, mínimamente fiable es el mañana. (Horacio, “Oda XI”, Libro 1, p. 25)


Deja de indagar qué ocurrirá mañana,
y cada día que la suerte te conceda
considéralo un regalo.

. . . . . . . (“Oda IX”, Libro 1, p. 21)


En consecuencia, el primer texto y el último de Quercún es desde la muerte: “Los difuntos se niegan a salir de nuestra memoria” (p. 11).

Y los versos finales:


La muerte
se paga
viviendo. (p. 158)


Entonces reflexiono. Cuando uno se pregunta con Pascal por qué estoy aquí y no ahí, ahora y no entonces o por qué vivo, surge la muerte como esa realidad central y fundamental, como un semáforo rojo, con su advertencia, y presencia constante que nos recuerda que todo es efímero, que puede terminar en un instante, en un segundo,


Todos estamos constreñidos a lo mismo:
se agita la suerte de cada uno
que tarde o temprano, saldrá de la urna
y nos colocará en la barca hacia el eterno exilio.

. . . . . . . (Libro II, “Oda III”, p. 79)


La gran poesía de todos los tiempos –y la de Mansilla lo es– constituye una reflexión sobre la vida y la muerte. Y quizá más sobre ésta que es más larga e imperecedera. Los versos de Mansilla establecen una invitación de grave alegría. De aquel que partió y recuerda lo ocurrido con alegría o tristeza profunda y con la familiaridad con que se debe tratar la muerte.

Como ese niño que quedó en la más honda tristeza el día que su madre partió a parir a su hermana Angélica.


(…) Yo me quedé huérfano, rodeado y atravesado por una soledad infinita, afirmado en un viejo cerco de madera llorando en total desconsuelo mientras mi madre se alejaba lenta y levemente bamboleante hacia lo que se me figuraba otro mundo, otro planeta. (p. 14) [4]


¡Quién no ha llorado con desconsuelo no tiene idea de lo que es el amor! Llorar con desconsuelo, es derramar el mar en un vaso roto, como las danaides rellenando eternamente su barril sin fondo. Y desolado –como el solo de clarinete en el adagio de la segunda sinfonía de Rachmaninoff–, cuando la taiga, los espesos bosques desaparecen en medio de las cenizas, y un cielo despoblado de astros y, entonces, ya nunca, nunca más, un mar sin peces, sin algas. ¡Ay! como cuando alguien –oh, alguien– se aleja o parte dejando la puerta levemente entreabierta por toda la eternidad.

En efecto, una meditación poética de la muerte. Como el gozo de la muerte –la gran puerta de todos los misterios– en Emily, como el tránsito hacia la verdadera realidad, hacia el reino de la libertad, al dominio donde impera la verdadera democracia, dirá Luciano. Cuando ella, la poeta, y también nuestro poeta, tocan la aldaba del portón, mientras las cabezas de los caballos apuntan a la eternidad:


Nos detuvimos ante una casa que parecía
una inflamación en la tierra.
El techo era apenas visible,
la cornisa en el suelo.

Desde entonces, pasaron siglos y, sin embargo,
los siento más cortos que el día
en que por primera vez intuí que las cabezas de los caballos
apuntaban hacia la eternidad.

(Dickinson, Poema 712, p. 350. Trad. de Nimia y Juan Pablo Riveros)


Porque ella no podía detenerse por la muerte ante la posibilidad de la otra vida. Porque la muerte es un vehículo, una nave interespacial, un agujero de gusano. Pero los corceles la condujeron a la puerta atravesando los paisajes más amados de la infancia.


El carruaje solo nos llevaba a nosotros
y a la Inmortalidad.

Avanzamos lentamente.

Ella no tenía apuro
y yo, por cortesía,
dejé de lado
mi labor y también mi ocio.
Pasamos la escuela,
donde los niños pugnaban
en el patio durante el recreo.
Pasamos los contemplativos campos.
Pasamos el sol poniente.
O más bien, él nos pasó a nosotros.

. . . . . . . (Dickinson, poema 712)


Una vida que algunos viven como un lastre y otros como una posibilidad, con sus breves momentos de felicidad y largos lapsos de dolor, todo ello es el material que utiliza Mansilla en los hermosos textos de Quercún.

Por cierto, estas notas sobre la poesía de Quercún se insertan en la gran literatura de todos los tiempos. Porque nadie puede pretender que un gran libro como éste surja de la nada. Surge, en efecto, de lecturas, muchas lecturas, y en eso reside precisamente su originalidad. Y, dicho al pasar, este encadenamiento con la tradición poética es una seña de que estamos en presencia de una gran poesía. Ninguna poesía grande estará desligada de la tradición, porque ello no solo es imposible sino impensable. Es un gran viaje al interior. Homero, Horacio, Montaigne y E. Dickinson, Dante, Rulfo, Vallejo, entre otros. Porque Mansilla, así como Montaigne, más que de la muerte uno se queja de la espléndida victoria que ella le interrumpe. (Montaigne, p. 54.)

Y con Horacio, el brevísimo espacio de la vida.


II

No obstante, hay otro tema de este libro que es crucial. Las comidas o cenas –los banquetes, más bien– no como algo trivial y banal o pedestre, sino como un medio de rescate, una manera de hacer quercún para recuperar y compartir con los seres amados ya sean familiares o personajes ilustres que conviven en el alma del poeta. Porque para la gran poesía no hay temas prosaicos o de segundo orden. Lo que toca el poeta asciende hacia lo alto, más allá de las estrellas, hacia lo digno y conmovedor.

Por eso Homero en La Ilíada, cuando el iracundo Aquiles se reúne con Príamo ante el desamparo de sus respectivas pérdidas, es decir, cuando hace quercún con el padre de Héctor, y luego que ambos han vaciado sus lamentaciones, nos dice Steiner: “Sin embargo, una vez han hablado se les despierta el hambre y se sientan ante un magnífico banquete. Pues, como dice Aquiles de Niobe: ‘Se acordó de comer cuando húbose cansado de llorar’” (Steiner, 1990, p. 183).

Niobe, la de hermosas trenzas, tomó alimento, cuando en su palacio habían perecido doce hijos (La Ilíada, XXIV).

Conocedor de todo esto, Mansilla en este libro –y siguiendo la tradición poética chilena de Neruda y Pablo de Rokha– nos regala –la gran poesía siempre es un regalo– su arte culinario chilote al convertirse en un chef poético de primer orden, asumiendo el papel de su madre cocinera. Véanse a este respecto en De Rokha, su “Epopeya de las comidas y bebidas de Chile”, y en Neruda, su “Oda al caldillo de congrio”.

¡Cuánto amor hay en esas recetas culinarias del Chiloé mítico que le recuerdan a su madre!

No, más que la recuerda, la recupera, el poeta la trae a este refugio del desamparo terrenal cumpliendo la promesa que le hiciera –ya en su último suspiro en esta vereda– de que escribiría un libro sobre sus recetas. ¿Habrá un gesto de amor más lleno de significado que el alimento que nos dio o nos preparó nuestra madre? Ya del pezón, ya de sus manos, es el aliento y el alimento que nos mantiene vivos.

(Mansilla hizo que leyera los gestos de mi madre y su actitud mientras aún cocina en mi casa de Punta Arenas. O en caleta Banner, las empanadas de mauchos. Y las canciones que ella tarareaba mientras preparaba un sabroso fricasé. Porque ella nunca se permitió una actitud negativa, sino siempre mirando hacia adelante, siempre enfilando los caballos hacia la eternidad, no obstante los dolores que todos le infligimos gratuita y permanentemente).

En Quercún tenemos no solo poéticamente las recetas sino la práctica y las normas que se deben seguir en el Reitemiento, o en la preparación del Milcao, del Luchicán, de la Mella, de la Chicha caliente con manzanilla, y de otros platos deliciosos. Pero este arte culinario chilote no es un mero afán de mostrar sus conocimientos en esa materia. Lejos de eso. No, es para convocar, para hacer quercún. El poeta utiliza como pretexto este arte para convocar a sus personajes ilustres, a aquellos que lo formaron, lo guiaron en sus aventuras intelectuales, poéticas y personales en el espacio de su vida. Desfilan Cervantes, Marx, Freud, Virgilio, y Vallejo, el peruano grandioso de humanidad, entre otros.

Le llevan Milcao a Montaigne a su torre que lo cobija de las centelleantes distracciones del mundo mientras medita y escribe sus ensayos (…). Y no aspires, querido Montaigne, a que los dioses te celebren, aprueben o comprendan. Come tu milcao, medita y escribe nada más a favor del espejismo de los días y la lluvia.

. . . . . . . (“Milcao”, p. 104)


¿Por qué Montaigne? Porque es un gran ensayista, y quizá el fundador de ese género. Y Mansilla es, además, un gran ensayista.


(…) Con mi canasto lleno de luche volvía a casa, mojado yo hasta la cabeza ¡hecho luche! ¡cómo no!

Prepárese un sofrito con ajos chilotes, manteca de cerdo, ají rojo previamente machacado en mortero, agréguese pimentón rojo, cebollas, cebollines, sal, trozos pequeños de carne ahumada de cerdo, un poco de agua (…). (“Luchicán”, p. 99).


III

La naturaleza ¡Oh, Píndaro!

Mansilla pone en acción la verdad de su poesía, desde su isla de Quinchao. Su matriz cósmica. Abundan las reflexiones poéticas sobre ese mundo natural donde sufrió el impacto terrible del mundo numinoso y del misterio tremendo del mar y las playas y los sismos y la lluvia y los caminos.


Solo ha existido una isla
en mitad del cielo;
solo ahí las olas florecen blancas al amanecer.

(“Quien escribe nunca ha existido”, p. 12)


Como en las Epístolas de Horacio, sobre todo la 10 del Libro I –retirado éste al campo pensando que sus Odas no habían sido suficientemente valoradas y dudando incluso de su valor–, Mansilla canta su amor por el campo, los pantanos o humedales, los espesos bosques, los radales, los pequeños caseríos y la contemplación del oscuro y resplandeciente mar, las alboradas blancas de las olas. Su niñez sumida en el barro y las boñigas de vacas y bueyes, sus peripecias en la recolección de las hojas del radal para lecho de las bostas que luego fermentarían como abono en el sembradío y cultivo de las papas.

Horacio escribe a su amigo Aristio Fusco.

Tú guardas el nido, y yo alabo los arroyos, las peñas cubiertas de musgo y el bosque de la campiña amena… ¡rehúye lo grande: bajo un techo humilde puedes vivir mejor que los reyes y sus amigos!

. . . . . (Horacio, Epístola I, 10, 2008, p. 268)


Todo es un canto doloroso y alegre desde la Isla de Quinchao.


(…) ¡Cuántas veces de niño jugué con la mierda de los bueyes! Sucias las manos, la ropa, el pelo, los pies descalzos; el olor de las bostas bovinas invade cada tanto el paisaje misterioso de la memoria.

. . . . . (Mansilla, 2019, p. 50)


Cuando al cabo de los años regresa “al bosque de radales a conversar con los palotes, esos insectos que, según mi madre, chupan la sangre del cerebro” (p. 51), el lector va leyendo en la poesía de Mansilla su propia experiencia hasta el punto de que ese libro –y eso logran los textos poéticos potentes como el de nuestro poeta– es solo un pretexto para leerse a sí mismo.

Proust en El tiempo recobrado dice:


Cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo... La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo.

. . . . . . . . (Proust, 1979, p. 264)


Evoco entonces mis andanzas de niño de 6 años en los bosques de la isla Picton; me estremezco con el lejano canto de un pájaro misterioso –y que aún canta en mi corazón por toda la eternidad–, o mi conversación con el rayadito –esa hermosa miniatura sinfónica– sumido entre la maraña de los matorrales. Huelo el perfume de las algas secas en la playa.

Todo sirve como material poético. Lo que importa en este decir –como en la “Novena elegía” de Rilke–, es expresar las cosas con exactitud y claridad como si fueran un milagro: una estructura iluminadora como una cerilla en la noche; es el tono íntimo de profundidad submarina y ultraterrena que invade el habla del poeta; palabras transidas de amor impregnan todo cuanto toca su memoria, ese inmenso espacio de mundos aparentemente perdidos que, por fortuna, nuestro poeta rescata de los recuerdos de lo simplemente ido u olvidado.


… me felicitaron por haberles descubierto el “microscopio” –cuando la verdad es que me había servido de un telescopio– unas cosas muy pequeñas al parecer, pero porque estaban situadas a gran distancia, y cada una de ellas era un mundo…

. . . . . . . . (Proust, 1979, p. 413)


Mansilla lo sabe, no solo el espacio del cosmos exterior que cada noche vemos, sino el inmenso y abisal cosmos interior hacia el que Proust dirigía su telescopio mientras observa los mundos infinitamente lejanos en lo más recóndito de la intimidad, de nuestro mundo interior.


IV

Hacer quercún con la muerte para continuar el viaje. ¿Cuál viaje? A esta eternidad que les prodigamos a nuestros muertos. Si, un ser amado que ha muerto físicamente no ha muerto hasta que muere en uno, en nuestro corazón. Esos seres que se quedan en el Averno, a la entrada del inframundo o, a lo más, en el primer círculo del infierno de Dante. O errabundos que vagan por el río Cocito al no poder pagar el óbolo a Caronte.

El viaje es el que permite la construcción de eslabones –como caletas para buscar refugio– que formarán la gran cadena, como el priamel de Píndaro en sus Odas.


El único viaje verdadero…no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es…

. . . . . . . . (Proust, 1979, p. 277)


¿Cuáles son los eslabones de este viaje?

Además de los mencionados antes, hay referencias a Pushkin, Byron (Yoko).

En efecto, la estridente gritería de los queltehues anuncia la presencia de visitas:


(…) ¡Miren quiénes vienen a tranco largo saltando los cercos! ¡Pero si estos jodidos no son otros que Cervantes, Shakespeare y la inefable Safo! ¡¿Qué crestas hace esta gente aquí en esta isla perdida en la niebla (…). Buenas noches, don; buscamos a una señora de apellido Torres (…) que hace tejidos de lana (…) Le quiero comprar una ruana, dijo Safo (…).

. . . . . . . (“Panqueques fritos de choritos con chalotas”, Mansilla, 2019, p. 87)


Shakespeare busca a Calibán, el hombre primitivo, Darwin y sus viajes por la zona feérica del sur, Cervantes tras un par de choapinos, y pide al poeta aparcero que resucite a doña si es preciso. Y todo esto ocurre en el contexto del “derrumbe de la civilización occidental: The collapse of Western civilization (…)” (p. 87).

Esta es la razón por la que Mansilla es un poeta en tiempos de penurias, cuando se ha hecho noche en el universo cósmico de Chiloé, i. e., el mundo. Se invoca al quizá mayor dramaturgo de todos los tiempos, al fundador de la novela, a la grandiosa Safo. Un homenaje a la literatura encarnados en esos ilustres representantes de los tres géneros.

Estaba por cenar, tengo panqueques de choritos (…)
No sé si lo recuerdas, pero nuestra madre los hacía especialmente para cena. Consistía en batir huevos de campo con algo de pimienta (…)

. . . . . . . (“Panqueques fritos de choritos con chalotas”, p. 88)


¡Hay que leer todo este banquete de panqueques de choritos para disfrutar de una cena sustanciosa y profunda!


(…) Pon cuatro o cinco papas cocidas en el plato, las rocías con color (…) Y apartarás entonces de los objetos que te rodean el rencor, la odiosidad siempre al acecho, la brevedad de los mundos. Y en la radio que suenen los corridos de la revolución mexicana (…). Que suenen fuerte, como un trueno (…).

. . . . . . .(“Papas con color”, pp. 94-95)


¡Banquetes para amar, para acariciarse!

Y, ¡cómo no!, otra caleta de este libro es el mundo de la filosofía y la política que tanto ha golpeado a nuestro país desde el siglo pasado, sobre todo. Este es un hermoso texto, pleno de esa empatía por Marx, incorporándolo a la comunidad chilota y enrostrándole con ternura que no haya postulado el medio de producción chilote, asumiendo o implicando quizá que ello podría haber sido materia de la elite chilota.

No importa.

Lo que sí importa es el tono del poeta en este texto. Nótense aquí los ecos de Horacio en sus Epístolas cuando canta su soledad creativa en sus campos:

(…) Le cuento que aquí los bosques hablan, las olas cantan, el aire baila, las quilas tocan la melodía de los corazones enamorados, los álamos la de los corazones solitarios. El sol trae cargamentos de luz a nuestros ojos y oídos; la luna nos mece, como una madre, en la cuna de nuestra muerte. En las quebradas las ánimas deambulan buscando agua, nalcas, hongos del monte, un lugarcito seco donde recostarse (…).

. . . . . . .(“Chicha caliente con manzanilla”, p. 113)


¡He ahí la poesía! Todo un himno a la naturaleza isleña donde cada palabra usada es la precisa, y sin aspavientos:


¿Qué haces Karl Marx ahí parado debajo de la gotera que no entras a beber con nosotros una chicha caliente con manzanilla? ¿Por qué te resistes a cruzar el umbral del pobrerío piñeñiento? Un mar de ojos legañosos te mira; ven en tu luenga barba visos de un tiempo feliz que desearían que ocurra pero que no ocurrirá. Porque ese tiempo no está ni en el futuro ni en el pasado (…).

. . . . . . .(“Chicha caliente con manzanilla”, p. 112)


¡Un tiempo feliz…que no está ni en el futuro ni en el pasado! Por cierto, uno es lector de sí mismo. Quizá –y en este punto expreso mi punto de vista que no necesariamente coincide con la postura del autor– este es un canto a la posmodernidad, la pérdida de la fe en las grandes utopías, en las grandes épicas del pasado o de los macrorrelatos, como dicen algunos. Si alguien creyó leer en este libro una visión ajena a las inquietudes políticas de nuestra sociedad chilena y chilota, se equivoca. Uno de los importantes eslabones en este priamel del viaje de Mansilla, es la política, la gran política –ese soterrado eje sobre la infancia y, sobre todo, sobre la gente humilde– por más que se intente disimular o empalidecer. ¿O no existe el descreimiento? Quizá un verso lo diga mejor, cuando Parra duda.


PERDONA LA FRANQUEZA
hasta la estrella de tu boina
“Comandante” me parece dudosa
y sin embargo se me caen las lágrimas.

La realidad
no cabe en un zapato chino
menos aún en un bototo ruso.

. . . . . . (Parra, Artefactos)


Y como dije en otra parte respecto de Kafka[5], el análisis kafkiano de todos los códigos sociales de su época y de la nuestra, revela el descreimiento y la ausencia de utopías y de modelos relativamente veraces –¡qué decir, duraderos!– ante la fractura del proyecto modernista. Porque la verdad misma, en todos los planos, ha caído en el despeñadero de lo incierto y penetrada por una voraz dinámica nihilista que conduce a la desconfianza radical en los grandes relatos. La grafía misma de K. –como lazos, le diría a Janouch– quiere enlazar la realidad, pero ella está más allá de la realidad misma. Su letra, su señal cósmica, esa especie de claro que rodea al ente del que habla Heidegger, trasluce su angustia.

Cuando se ve que el hombre –y cualquiera sea su signo político– incurre en las mismas calamidades que se le enrostran al contrario o al adversario. Y en nombre de la libertad –sin ninguna consideración y con frío desparpajo– se cometen los mismos crímenes allá y acá. El hombre real y piñeñiento queda abandonado, como Akakievich de Gogol, en el páramo de la civilización occidental. Porque los paraísos no existen en parte alguna.

Pero este tema no es, por cierto, el fundamental en este libro sino solo en cuanto forma parte de la época y de los tiempos de penuria. Porque, como Proust, Mansilla sabe que:

Las pasiones políticas son como las demás, no duran. Vienen generaciones nuevas que no las comprenden; la misma generación que las ha sentido cambia aquellas pasiones políticas por otras que, al no ser exactamente calcadas de las anteriores, rehabilitan a una parte de los excluidos porque la causa del exclusivismo ha cambiado.

. . . . . . (Proust, 1979, p. 253)


No obstante lo dicho, el poeta invita a Karl a dormir con fina ironía:


Si se queda a dormir le pondremos sábanas limpias a su cama, aunque es mejor que se haga amigo de las pulgas; ellas, aunque se ven diminutas, son unas chupasangres, pero, seamos justos, no esclavizan a nadie, no matan a nadie, no hacen desaparecer los cuerpos.

(“Chicha caliente con manzanilla”, p. 113, el destacado es mío)


Y finaliza –para dejar las cosas en claro y en su lugar–, y siempre fiel a la hospitalidad chilota, diciendo: “Venga, don Karl, asiéntese por aquí por un rato aunque sea. Ha sido Ud. y seguirá siendo unos de los nuestros, como los chubascos que nos empapan en la inmensidad del mar” (“Chicha caliente con manzanilla”, p. 114).

Al fin, no sé si es mejor, yo me quedo con Diógenes y su parresía.

Hacer quercún es hacer ese viaje verdadero, como el viaje de Gilgamesh en búsqueda de la inmortalidad. Viajar con el joven que sigue a la Queja hasta el fin en la Décima Elegía de Duino, ese viaje simbólico al otro lado de todo esto, de esta ilusión –de este engaño, dice Emily–, y cuyo desenlace es el triunfo de la vida en, con y por la muerte.


Que un día a la salida de la triste intuición,
mi canto de júbilo y de gloria ascienda a los ángeles aprobadores.
Que de los martillos de claro tañido del corazón
ninguno pulse cuerdas flojas, dudosas o
rotas. Que mi faz, inundada de lágrimas,
me haga más radiante; que el inaparente llanto
florezca. Oh, noches cómo entonces me serías caras…

. . . . . . . (Rilke, Décima Elegía de Duino, 1971, p. 75)


De esto se trata Quercún.

Y de este otro eslabón, el amor, finamente inmerso en la poesía de Mansilla. Como Orfeo buscando a su Eurídice, este bello verso


Ahora, cuando no hay remedio, sabes
que los mejores lugares del mundo
están en el cuerpo de la mujer que amas.

. . . . . . . (“A este lado de la extinción”, p. 62)


Y también porque “[b]uscar nalcas es un pretexto para invitar a la chica que te gusta a perderse en el mar verde de las grandes hojas de la vida” (“Nalcas”, p. 101).

Haciendo quercún los muertos disfrutan en los campos Elíseos de Eneas en su descenso al Hades (ese pretexto de la Comedia del Dante) buscando a la rencorosa Dido.

Y así, como la madre, omnipresente, también acude el padre al banquete de “Cazuela de cholgas con repollo”:


Véngase con su traje dominguero, su sombrero a lo Carlos Gardel, sus tamangos lustrados (…). El paletó está un poco desgastado y descolorido, pero está bien (…). Si puede, tráigase unos botellones de blanco (…). Pero, sobre todo, traiga conversa, mucha conversa.

. . . . . . . (“Cazuela de cholgas con repollo”, p. 96)


Para que le cuente al hijo sus andanzas y aventuras por la Patagonia lejos de su hogar, o ese despertar durmiendo bajo la lona y con un metro y medio de nieve encima. ¡Qué más da que no fueran verdad esos relatos! “Mesa puesta, amigo. Solo falta que salgas de la niebla por un rato, abras el portón del patio, llames a la puerta” (p. 97).

El padre, al morir su madre, lloró durante un mes. “Hasta que lentamente reemplazó los sollozos por el silencio. De ahí sería que la parquedad de su hablar lo acompañó hasta el final de sus días” (p. 29). El padre ausente, que se perdía por largos períodos y que cualquier mañana aparecía en bote en las playas de Quinchao.

Es imposible agotar los temas y red de relaciones poéticas de Quercún ente comentario. Hay temas como la genealogía de Mansilla, los dolores del padre y de la madre del poeta –seres que integran la mitología del sacrificio de todos los tiempos y lugares–, el hombre y la mujer sencillos sin las complicaciones de las letras, los modos de convivencia de los chilotes, su indumentaria, su manera de hablar, la rica mitología chilota, todo ello y más conforman un paradigma que está en el fondo de Quercún y que es preciso rescatar en una investigación mayor.


V

El viaje culmina con la música mexicana, compañera infaltable en la comunidad chilota dondequiera que ella se halle, sobre todo en Punta Arenas y en la gran isla de Chiloé, por cierto.

Y todos esos eslabones del priamel de Mansilla terminan engarzados con las hermosas rancheras y folclore mexicano. Como en mi Punta Arenas, las canciones y rancheras de Pedro Infante y Jorge Negrete y las películas constituyeron el mundo cultural básico de la gente de clase media baja –es decir, de escasos ingresos– en nuestro país. Entonces "Adelita", y la bellísima "Cielito lindo" –tan fundamentales en mi infancia magallánica como "Ya vamos llegando a Pénjamo" o "Dos arbolitos"– permiten que todo comience o se reinicie encumbrado en el gran muro inevitable.

Dice Delfor Mandrioni: Venimos de la lejanía del origen y vamos hacia esa otra lejanía: la muerte (p. 84).

Quercún, un libro trascendente y esencial, sin duda; una piedra angular de la poesía de Chiloé y de la poesía chilena que todos cantarán en el futuro. Mansilla como Orfeo cantando a sus amados, con la fragilidad de todo en movimiento perpetuo, donde todos solo somos transeúntes que valemos menos que una brizna de hierba y mucho menos que una pizca de estrella del cosmos inmenso.

Mansilla sabe que solo somos una sombra caminante o el viajero que en tránsito mira el lirio de Basho. ¡Perdonen la tristeza!

Me quedo releyendo Quercún con mis ovejas pastando seguras o con el Kyrie de la gran misa en do menor K. 427 con Karajan y Bárbara Hendricks, por cierto.

Una caravana de botes, llenos de nomeolvides, azafranes y lavandas inmensamente pequeñas, viene arribando a las playas de la isla de Quinchao.


 

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NOTAS

[1] No por nada Mansilla también cita a Pasternak, a modo de epígrafe, al inicio de Quercún (p. 7)
[2] “Hacer quercún: Expresión que se aplica especialmente a la navegación. Resguardarse del mal tiempo en un lugar protegido –un fiordo por ejemplo– y esperar a que amaine la tormenta para entonces continuar viaje” (Mansilla, 2019, p. 5).
[3] Película de 1987 dirigida por Gabriel Axel.
[4] Los textos en prosa de Quercún carecen de títulos.
[5] Riveros, Juan Pablo. Kafka, una lectura distinta (ensayo inédito, 2021).

 

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REFERENCIAS

-Delfor Mandrioni, H. (1971). Rilke y la búsqueda del fundamento. Buenos Aires: Editorial Guadalupe.
-Dickinson, E. (1976). The Complete Poems of Emily Dickinson. Edited by Thomas H. Johnson. Back Bay Books; Later Printing edition.
-Eliot T. S. (1968). Función de la poesía y función de la crítica. Barcelona: Seix Barral.
-Heidegger, M. (1960) Sendas perdidas. Buenos Aires: Losada.
-Horacio. (1984). Odas, Epodos, Canto Secular, Arte Poética. Bruguera.
-Horacio. (2008). Sátiras, Epístolas, Arte poética. Madrid: Gredos.
-Luciano. (2018). Diálogos. Madrid: Alianza.
-Mansilla, S. (2019). Quercún. Santiago: Libros del Taller.
-Montaigne, M. (2000). Ensayos I, XIX. Barcelona: Ediciones Folio.
-Pascal, B. (1971). Pensamientos. Buenos Aires: Sudamericana.
-Pasternak, B. (1971). El doctor Jivago. Editorial Noguer.
-Proust, M. (1979). El tiempo recobrado. Madrid: Alianza.
-Steiner, G. (1990). Lenguaje y silencio. Gedisa.

 


 

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«QUERCÚN», UN CANTO ÓRFICO
Sergio Mansilla Torres, Santiago: Libros del Taller, (2019). 158 páginas
Por Juan Pablo Riveros
Publicado en revista ATENEA, N°525, I Semestre 2022