El siguiente texto es una muestra de mi libro Sentido de lugar. Ensayos sobre poesía chilena de los territorios sur-patagonicos, recientemente publicado por Inolas Publisher, Postdam, 2020. Esta edición circulará básicamente en el circuito académico de Europa y de los Estados Unidos. La partida de libros asignada al autor debido a la pandemia producida por el Covid 19, se halla en Argentina a la espera de que se abran nuevamente las fronteras.
Anuncio, asimismo, que la Editorial Komorebi, de Valdivia, Chile, está preparando la edición chilena que estará disponible hacia fines de 2020 o inicios de 2021.
En esta ocasión, y exclusivamente a modo de difusión, publico en red los “Agradecimientos” y la “Introducción”.
Sergio Mansilla Torres
Valdivia, Casablanca, junio de 2020.
AGRADECIMIENTOS
Aunque los temas aquí tratados los he venido reflexionando desde 2008, ha sido gracias a un permiso sabático, entre mayo de 2018 y enero de 2019, que me he podido dedicar a tiempo completo a la preparación del manuscrito de este libro, que implicó la revisión y actualización de algunos trabajos ya previamente publicados en revistas o libros colectivos y, sobre todo, la elaboración de nuevos trabajos exclusivos para este volumen. Agradezco, pues, a la Universidad Austral de Chile, a su Vicerrectoría Académica y a su Facultad de Filosofía y Humanidades, a la cual pertenezco, por haberme dado la oportunidad de leer, conversar, meditar sin apuro, con serenidad, sobre la poesía de los territorios sureños y patagónicos de Chile.
Agradezco a Claudia Hammerschmidt, catedrática de Literatura Hispanoamericana del Instituto de Romanística de la Universidad de Friedrich Schiller de Jena, Alemania, y a su esposo Peter Müllers-Vonwirth, editor de la serie “Estudios Culturales del Cono Sur” (Inolas Publisher Ltd.) quienes, con su conversación, su amor e interés por el espacio sudamericano, contribuyeron decisivamente a la concepción del libro, así como a mantener la perseverancia en la escritura.
Quisiera hacer un especial reconocimiento a mis colegas del área de Literatura del Instituto de Lingüística y Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, cuyas palabras y gestos de apoyo en momentos en que mi salud se vio severamente resentida fueron, acaso sin que lo supieran, cruciales para sostener el propósito de escribir este libro.
Mis agradecimientos a Yenifer Rebolledo, estudiante de la carrera de Pedagogía en Lenguaje y Comunicación de la Universidad Austral de Chile, quien, pese a sus muchas obligaciones académicas, se dio el tiempo para leer y revisar los manuscritos de buena parte de los trabajos que conforman este libro.
Agradezco a quienes han sido mis alumnos desde 2010 a la fecha de los programas de Doctorado en Ciencias Humanas, mención Discurso y Cultura, y de Magíster en Literatura Hispanoamericana Contemporánea, Escuela de Graduados de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, porque sus observaciones y sus propios trabajos académicos me han ayudado a reflexionar con mayor rigor y precisión sobre la relación entre poesía, territorios y lugares.
Casablanca, Valdivia, enero de 2019
INTRODUCCIÓN.
LOS LUGARES HABLAN EN METÁFORAS
Cuando habitamos un lugar podríamos decir que habitamos en realidad dos lugares: el del espacio material inscrito en una geografía concreta y dentro de límites más o menos definidos y el de la mente. Aunque este último no es propiamente un lugar sino un campo vasto de ideas, sentimientos, recuerdos, afectos, imágenes que nos llevan, nos traen, nos instalan en aquellos lugares en los que estamos viviendo y/o en los que hemos vivido. El lugar mental, por así decirlo, lo concibo como la conciencia espacializada que se sabe habitante de los lugares en los que nuestras vidas han transcurrido o están transcurriendo; conciencia y sentimientos de ciertas geografías físicas y humanas que nos han acogido o de las que hemos tenido que irnos y en las que, en todo caso, hemos sido (o somos) parte de una determinada comunidad de seres y cosas que comparten una cierta geografía, determinados relieves, ciertos paisajes, un clima común, el mismo aire, etc. Habitar en un lugar es también habitar ese mismo lugar, lo que implica que el lugar es una circunstancia del vivir tanto como objeto mismo de ese vivir. El lugar propio es, en principio, una espacialidad delimitada y compartida con otros seres humanos, aun si ellos están físicamente lejos, pero también compartida con flora, fauna y objetos no vivos que conforman el entorno inmediato con el que nuestro cuerpo y mente interactúan y en el cual la vida se hace sustentable. Quizás podríamos entonces rectificar la afirmación con la que he iniciado estas reflexiones. Cuando habitamos un lugar habitamos ese lugar físico, material, dotado de suficientes condiciones para sobrevivir y permanecer en él. Y habitamos a la vez todos los lugares que nuestra mente es capaz de construir y sostener, asociados, claro, a la experiencia de habitar un determinado lugar físico en el aquí y el ahora de nuestra ineludible cotidianidad.
El asunto, sin embargo, no termina aquí. Si realmente habitamos un lugar, es decir, si no estamos ahí simplemente de paso, el lugar nos habita, ingresa a la conciencia, informa y conforma nuestra subjetividad en lo que concierne a la situación espacio-tiempo, situación que determina el lugar de donde somos, vivimos o estamos en un sentido existencialmente determinante para el ser que somos. Que nos habite un lugar (o varios lugares) significa que esa porción de superficie terrestre que ha devenido para nosotros lugar en el que habitamos, no es simplemente un escenario inerte al que podamos entrar o del que podamos salir a voluntad y con el que podríamos tener una relación puramente instrumental y momentánea. Significa que el lugar está en nosotros, viaja con nosotros adonde vayamos; reverberan en la memoria lingüística las hablas comunitarias que son o han sido decisivas para la conformación de nuestra identidad en tanto sujetos de cultura. Significa que somos lo que el lugar habitado por nosotros ha hecho posible que seamos y no podemos simplemente salir de él o desecharlo sin más. Y eso aun si la relación con el lugar no es precisamente grata. “La ciudad irá contigo a donde vayas”, reza un verso de Cavafis;[1] una manera de decir que habitar un lugar es algo muchísimo más complejo que simplemente estar en un lugar por un cierto tiempo. Complejidad que toma la forma de un proceso recursivo entre el mundo interno y el mundo externo de las personas cuando éstas, por las circunstancias y razones que sean, desenvuelven sus vidas cotidianas en determinados espacios y geografías que son, para las personas que están ahí, sus lugares. El tema invita a una larga discusión que presumiblemente debería dar paso a una verdadera teoría de los lugares y del habitar en ellos. Se trata, en todo caso, de un asunto en el que geógrafos y filósofos ya han hecho aportes sustanciales, de modo que en este libro no entraré en terrenos teóricos que vayan más allá de formular algunas tesis que ayuden a comprender lo que significa habitar lugares, pertenecer a ellos, establecer relaciones armónicas o inarmónicas con lugares concretos y, sobre todo, comprender lo que significa escribir literatura (literatura lírica en particular) sobre lugares y con lugares.
En principio, y a modo de aserto general, digamos que a la hora de relacionarse con la literatura los lugares operan en una doble dimensión: son objeto de representación / invención poética y, a la vez, condición material y existencial desde la que se escribe (lugar de enunciación) y que contribuye decisivamente a determinar especificidades estéticas concretas. El locus poetizado toma la forma de una cierta constelación de experiencias de lugar cuya textualización exhibe, entre otras notas distintivas, un trabajo con la memoria orientado a la desfetichización del paisaje de manera que éste no termine reduciéndose a postal despojada de historicidad. El paisaje se torna, pues, lugar de memoria en el que confluyen evocaciones encontradas de un cierto pasado que se vive como experiencia de un presente histórico evanescente, que tiende, peligrosamente, a desligarse de sus genealogías. Subrayo este punto porque las evocaciones del pasado en la poesía no se hacen para narrar la “verdad” de la historia efectivamente acontecida sino para documentar las encontradas sensibilidades identitarias y territoriales en el aquí y ahora: la situación presente es de uno u otro modo problemática y la poesía viene a ser la respuesta estética a una historia nada feliz.
Siempre hablando en términos generales, en la poesía de los territorios Sur-Patagonia los sujetos líricos, puestos en relación con los lugares desde los que hablan, se concretizan en la forma de viajeros y exploradores que emulan a los antiguos viajeros y exploradores coloniales o modernos (después de la fundación de República de Chile): son los flâneurs rurales, que se desplazan por los canales, bosques, pampas, como intérpretes y traductores del lenguaje cifrado de los elementos, o como testigos, cronistas o memorialistas —irónicos a veces, elegíacos otras—, de épocas ya fenecidas o en vías de desaparecer y que son ambivalentemente elevadas a la condición de paradigma de plenitud y de tragedia. Los territorios, no obstante la veracidad de las alusiones que hallamos en esta poesía —no olvidemos que se trata de una poesía territorializada—, no dejan de ser geografías imaginarias en el sentido de que su valor estético radica en que la materialidad real de éstas se transmuta en símbolo, alegoría, metáfora, que hablan menos de territorios como simple externalidad espacial y mucho más de sujetos problemáticamente situados en esos territorios; sujetos que narrativizan sus propias fisuras ontológicas tanto como sus propensiones a una plenitud añorada; propensiones que se estrellan contra una historia — que transita entre lo personal y colectivo— de derrotas casi siempre, aunque a menudo hallamos en ella luminosos momentos de plenitud, sobre todo cuando se produce una armónica interacción de los sujetos con el paisaje y la naturaleza.
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Este libro está concebido como un viaje imaginativo por los territorios sur-patagónicos chilenos y los textos que los representan, desde la Selva Valdiviana por el norte hasta Tierra del Fuego y sus conexiones fronterizas con Argentina por el extremo sur austral; un viaje por los paisajes, la memoria, las subjetividades hechas de lugares vividos, imaginados, soñados, sufridos también, como indeleble experiencia existencial de los autores, la que muta en escritura poética dialogante con la geografía, con los cuerpos y con las escrituras del mundo, por decirlo de un modo figurado. El Sur y la Patagonia son lugares fuertes en tanto poseen atributos paisajísticos, históricos lo suficientemente singulares como para que en términos culturales y simbólicos se constituyan en mundos “autónomos” cuya fisonomía se puede delinear sin atender casi a la identidad nacional como un todo. Patagonia, además, es un territorio de resonancias míticas que evoca la imagen de una tierra ferozmente agreste, lejana, en los extramuros del mundo, que ofrece para quien la contempla —se supone— una especie de experiencia geológica de su naturaleza de grandiosidad sublime poco o nada intervenida por la mano humana. Exhiben, en cualquier caso, identidades culturales que a menudo entran en conflicto con la “identidad nacional” de un país que se fundó hace 200 años y que entonces poseía una forma y tamaño territorial muy diferente al de hoy.
De hecho, hacia 1820 por el norte Chile llegaba básicamente hasta la ciudad de Copiapó (27° 22 00 latitud sur) y por el sur no pasaba del Río Bío Bío (36°49 10 latitud sur), si bien para entonces el enclave de Valdivia ya se había incorporado al territorio chileno.[2] El sur continental de Chile —los actuales territorios de Valdivia, Osorno y Llanquihue— y el sur insular —el archipiélago de Chiloé— pasan a ser parte del territorio chileno entre 1820 y 1826, aunque sería recién en la segunda mitad del siglo XIX cuando el estado chileno los hace objeto de una poderosa intervención económica y cultural mediante la traída e instalación de inmigrantes de origen alemán mayoritariamente. La Araucanía (territorio propiamente mapuche que se extendía desde el Bío Bío por el norte hasta el eje Mariquina- Panguipulli por el sur, área norte de la actual provincia de Valdivia) comienza a ser incorporado por la fuerza a partir de 1860, cuando se inicia lo que se conoce como “Pacificación de la Araucanía”, que fue en realidad una ocupación militar del territorio indígena que, tras una sangrienta guerra en la que los indígenas fueron derrotados, dio paso a su incorporación forzada al territorio chileno. La Patagonia chilena (Aysén, Magallanes) comienza paulatinamente a ser incorporada al territorio chileno a partir de 1843, año en que Chile toma posesión efectiva del Estrecho de Magallanes, se funda el Fuerte Bulnes en las riberas del Estrecho y se crean las condiciones indispensables para la futura fundación de la ciudad de Punta Arenas (1848). A esto habría que agregar que Chile en el siglo XIX se expande por el norte hasta sus límites actuales (17° 29’ 54" latitud sur) en desmedro de Bolivia y Perú tras la llamada Guerra del Pacífico (1879-1883) y los posteriores tratados de fronteras y límites con Bolivia en 1904 y con Perú en 1929.
El hecho es que los territorios de los que este libro de ocupa (desde Valdivia a Magallanes) entran al espacio sociocultural de la modernidad recién en la segunda mitad del siglo XIX; entiéndase, entran en la lógica del “progreso”, algo que en rigor significaba ocupar los territorios para convertirlo en nuevos espacios disponibles para el desarrollo capitalista. En este proceso, los habitantes ancestrales de estos territorios (mapuche, mapuche huilliche, chonos, selknams, onas y otras etnias australes) simplemente no tuvieron lugar en este nuevo estado de cosas salvo como clase subalterna proveedora de mano de obra barata (inquilinos de fundos, obreros urbanos o rurales, pequeños campesinos que practican agricultura de subsistencia, pescadores, empleados en servicios domésticos —mujeres principalmente—, etc.); la mayoría de ellos arrancados por la fuerza de sus lugares de origen y obligados, además, a residir en reducciones, o desperdigados aquí y allá y obligados de facto a abandonar sus tierras, su cultura, su idioma. O, en el peor de los casos, simplemente exterminados como si de molestos animales se tratara, tal como sucedió con las etnias de las islas y canales australes. El caso del Archipiélago de Chiloé es algo distinto en cuanto que desde su incorporación a Chile en 1826 permaneció casi por todo el siglo XIX como un territorio virtualmente abandonado por el centro metropolitano, con escasísimas inversiones y sin que el archipiélago entrara en la avasalladora corriente del progreso decimonónico, salvo por la explotación masiva, pero sin valor agregado, del ciprés y el alerce, maderas nobles hoy casi desaparecidas. La situación de aislamiento se prolonga a lo largo de gran parte del siglo XX. La ausencia de industria manufacturera, las dificultades para acceder a los mercados y la escasa presencia del estado, al menos en el terreno económico, hizo del Chiloé post colonia un lugar en que por un siglo y medio prevaleció una economía extractiva (de recursos marinos) y agraria de subsistencia, apenas matizada por la confección y ventas de artesanías a base de lana y madera en ferias locales. Hecho que convirtió a Chiloé en una enorme fuente de emigrantes que se desperdigaron desde fines del siglo XIX y hasta los años de 1970 por la Patagonia chilena y argentina y los territorios sureños continentales (Osorno, Llanquihue), lugares estos donde sí se habían dado condiciones de desarrollo capitalista lo suficientemente consolidadas para requerir importantes contingentes de obreros temporales o estables (agricultura extensiva en Osorno, industria cárnea y lanera en Magallanes).
Hablar de “Sur de Chile” es referirse a una constelación territorial de límites difusos. La vaguedad de la denominación radica en que “sur de Chile” alude a un territorio cuya definición depende desde dónde se esté hablando. La zona comprendida entre Concepción y Chiloé es, por cierto, sur de Chile si consideramos criterios geopolíticos y geográficos de la nación chilena, de paisaje y clima (lluvioso, verde, grandes ríos y lagos, con bosques y praderas). Pero si atendemos a cuestiones de orden histórico y cultural en el interior mismo de los territorios sureños, en el así llamado “sur de Chile” se distinguirían al menos cuatro áreas diferentes: la zona de Concepción (que incluye Talcahuano, Chillán, Los Ángeles, solo por nombrar los centros urbanos más importantes de la hoy llamada Región del Bío Bío); la zona de la Araucanía cuyo nódulo urbano principal es Temuco; la Futahuillimapu (o Butahuillimapu: Grandes Tierras del Sur, en lengua huilliche) que en rigor incluye territorios de Valdivia, Osorno y Llanquihue; la zona chilota que incluye el archipiélago mismo de Chiloé más algunas áreas isleñas y continentales inmediatamente al norte de la Isla Grande de Chiloé: el sur de la provincia de Llanquihue (Calbuco, Maullín, por ejemplo). Incluye también el archipiélago de las Guaitecas, hoy administrativamente dependiente de la Región de Aysén. La actual provincia de Palena, que alguna vez se denominó Chiloé Continental, culturalmente se puede considerar más parte de la Patagonia Norte (u Occidental) que de Chiloé, aunque, debido a las emigraciones, la influencia de la cultura chilota (comidas, música, mitología, lenguaje) se deja sentir desde Valdivia hasta Punta Arenas y en amplios sectores de la Patagonia argentina. Y Palena no es precisamente la excepción, al contrario.
Determinar con certeza las notas distintivas de la identidad cultural denominada (o denominable) “sur de Chile” sería una tarea ardua y sin garantías de éxito. De manera que para los efectos que aquí me ocupan optaré por un uso más bien convencional del término: por “sur de Chile” designaré el territorio conformado por la Futahuillimapu y Chiloé, convención que, sin embargo, no es del todo arbitraria. Desde los tiempos de la conquista, Valdivia, Osorno y Chiloé conformaron un sistema interconectado de asentamientos españoles e indígenas en una zona que a ojos de la Corona se situaba en los lindes de su imperio (Chiloé, de hecho, era considerado el fin de la cristiandad). Luego de la destrucción de Valdivia en 1599 y de Osorno en 1600, debido a una rebelión indígena, Chiloé se convirtió en territorio de refugio de pobladores españoles desplazados y en cabeza de playa para la futura hispanización del sur de Chile. Recordemos que Valdivia se reconstruye en 1645 y Osorno en 1795-6, esta última a partir de la llegada de un grupo de chilotes justamente. Ya en la República, la llamada colonización alemana, a partir de 1846, se centró esencialmente en lo que hoy son las provincias de Valdivia, del Ranco, Osorno, Llanquihue y norte de la Isla Grande de Chiloé, lo que contribuyó a que esta área completa adquiriera una fisonomía cultural relativamente común. Esto a pesar de que Chiloé, hasta la actualidad, mantiene peculiaridades culturales que, en varios aspectos, lo hacen diferente de los territorios continentales inmediatamente al norte del archipiélago; no obstante, comparte con ellos lo que podríamos llamar, siguiendo a Riedemann y Arellano, una cierta conciencia de la suralidad.
Aysén y Magallanes no son el sur de Chile, aunque geográficamente se ubiquen, como de hecho se ubican, en el extremo sur del país; se alude a ellos como territorios australes o patagónicos y conforman lo que se conoce como la Patagonia chilena. En efecto, sus propios habitantes no se consideran sureños sino patagones, en tanto que los sureños mismos ven los territorios patagónicos como algo sustantivamente diferente del sur. La Patagonia es un territorio singular por su geografía, su historia, sus mitos. En Chile se estima que la Patagonia por el norte comienza a la altura del paralelo 45 latitud sur, límite septentrional de la actual Región Aysén. Es el comienzo de la así llamada Patagonia Norte u Occidental (como se denomina desde la perspectiva argentina); una tierra cuyos orígenes se pierden en el mito y la geología. En algún lugar de Aysén estuvo alguna vez la mítica ciudad de los Césares en tiempos en que Aysén era la Trapananda, nombre igualmente mítico cuyo origen nadie sabe bien cuál es, aunque es obvio que remite a los fantasiosos mundos de los libros de caballería tan populares en la España de Cristóbal Colón y hasta bien entrado el siglo XVI. Una tierra vasta (109.024,90 km2 de superficie), de una belleza paisajística impresionante; sus cerros, bosques, lagos, fiordos retrotraen al espectador a los primeros días de la creación del mundo cuando el género humano aún no había hecho su aparición en el planeta. Lamentablemente también exhibe paisajes muy dañados por la intervención humana a lo largo de los siglos XX y XXI; tristemente famosos son, por ejemplo, los grandes incendios forestales entre 1920 y 1940 cuando se quemaron 2.800.000 hectáreas de bosques de lenga, más del 50% de la superficie boscosa original, dejando una estela de troncos quemados que todavía se pueden apreciar hoy en la forma de retorcidos leños blanquecinos que han quedados dispersos por valles, cerros, pampas. Aun así, Aysén sigue impactando por la magnificencia solemne de sus paisajes que, como decía, transporta al viajero a épocas incluso anteriores a la existencia de la humanidad.
Sensación ésta que se agudiza todavía más si uno salta a la Patagonia Austral: Magallanes y su enjambre de islas, fiordos y canales en los que el viento y el frío reinan (al menos por un periodo no menor del año) y que evocan un mundo solitario, radicalmente salvaje, intocado y en los extramuros de Occidente, ahí donde termina el mundo habitable y comienza el frío glacial de los hielos antárticos. Quizás venga a cuento la descripción con la que Bruce Chatwin da principio a su libro Retorno a la Patagonia:
Desde que Magallanes la descubriera en 1520, la Patagonia fue conocida como la región de espesas nieblas y huracanes en los confines del mundo habitado. La palabra Patagonia, como Mandalay o Timbuctú, se instaló en la imaginación occidental como metáfora del final, el punto más allá del cual nadie podía ir. Por cierto, en el primer capítulo de Moby Dick, Melville usa patagónico como calificativo de lo remoto, lo monstruoso y lo fatalmente atractivo (citado por Aleuy Rojas, 51).[3]
Ciertamente la Patagonia contemporánea —Aysén, Magallanes— cada vez se va pareciendo más a cualquier lugar del planeta en el que la modernidad occidental ha ganado terreno y ha ido imponiendo su estilo de vida consumista, a la par que las comunicaciones han hecho que estos territorios ya no sean el remoto y misterioso “fin del mundo” de antaño. Coyhaique, Punta Arenas, Puerto Natales son hoy ciudades absolutamente conectadas con el mundo global; muchos lugares patagónicos, además, se han vuelto destinos turísticos que atraen, por lo general, a gente adinerada de distintas partes del mundo deseosas de experimentar la “virginal” naturaleza patagónica. Carreteras, conexiones aéreas, puertos que reciben cruceros cargados de gringos, restaurantes y hoteles más o menos new ages, en fin, una amplia gama de manifestaciones de una modernidad que se solaza con el espectáculo de la lejanía y la naturaleza de unos territorios que hasta hace menos de un siglo constituyeron la violenta y despiadada frontera sur de la civilización occidental. La condición fronteriza de la Patagonia, sin embargo, subsiste y de un modo u otro se hace notar en su literatura.
Queda el mito, queda la historia, y sobre todo queda la memoria del esfuerzo y sacrificio de tantos, así como de la perfidia de otros que no vacilaron en hacer de las carnicerías humanas el método para hacerse de tierras, de riquezas y volverse parte de la élite económica y política que se apropió de la “acumulación originaria” con que arrancó el capitalismo contemporáneo en los territorios australes. Como ya dije, los indígenas no tuvieron lugar en esta “épica del progreso”. Ha quedado la vergüenza imborrable de un genocidio que solo en los últimos 30 o 40 años se le ha venido llamando por su nombre, que ha cobrado fuerza denunciatoria y moral en gran medida gracias a la literatura. Poetas como Juan Pablo Riveros, Christian Formoso, Pavel Oyarzún (que también es novelista), entre otros (y solo por nombrar poetas) han contribuido decisivamente a instalar una cierta conciencia histórica que escarmena, sin contemplaciones, en la barbarie de un Occidente colonizador concretizado en la forma de un estado nación —el chileno— implacablemente carnicero a la hora de expandirse hasta los confines de América del Sur.
Queda además el recuerdo trágico de las grandes huelgas obreras de los años de 1920 ahogadas a punta de fusil por los gobiernos de Argentina y Chile. Quedan las historias de migrantes chilotes y europeos (ingleses, yugoeslavos) que acudieron a la Patagonia en busca de una tierra de promisión que a veces sonreía y otras veces daba tercamente la espalda a quienes soñaban con una vida mejor. Los chilotes, pobres, analfabetos o semianalfabetos la mayoría, acostumbrados a los más durísimos trabajos en la tierra y en el mar, fueron la mano de obra de bajo costo que construyó la infraestructura fundacional de la Patagonia contemporánea tanto en Chile como en Argentina. Los europeos, mejor instruidos, mejor conectados con los poderes locales y nacionales, terminaron la mayoría siendo parte de la emergente burguesía comercial que contribuyó a dinamizar los flujos de capital y las cadenas productivas que convertirían a la Patagonia austral en un poderoso atractor de migrantes pobres (casi siempre chilotes) hasta los inicios de 1970.
Quedan, asimismo, en estas tierras las huellas de otra vergüenza: las del campo de concentración de Isla Dawson destinado principalmente a los que la Junta Militar en 1973 llamaba los “jerarcas marxistas”, personas que habían sido parte del gobierno de Salvador Allende recién derrocado en puestos de ministros, rectores de universidades, directores de corporaciones estatales, etc. Algunos de los prisioneros, sin embargo, no eran sino simples simpatizantes o a lo más militantes de base de alguno de los partidos que habían conformado la coalición gobernante derrocada, la llamada Unidad Popular. Así es como junto a ex ministros, a ex rectores, a altos dirigentes de partidos políticos entonces prohibidos, estuvo el joven estudiante de secundaria Aristóteles España Pérez quien dejaría un testimonio poético estremecedor de esa experiencia en su libro Dawson. Un triste episodio que se suma a otros muchos que se sucedieron en la Patagonia en los siglos XIX y XX en los que lo peor del ser humano salió a relucir en el contexto de la implacable expansión imperial sobre estos territorios; expansión que se manifestó, entre otras cosas, en la forma de arremetida feroz contra la clase trabajadora cuando ésta osó reclamar por mejores condiciones laborales y de vida. No es una historia que se pueda dar por finalizada lamentablemente. Hoy las desigualdades siguen ahí, aunque los tiempos ya no están para fusiles ni cortes de orejas o de testículos como prueba de la eliminación de un indio para luego cobrar a los estancieros en libras esterlinas. Los habitantes de los territorios sur-patagónicos actuales se sienten a menudo postergados por el poder político que controla el país desde la capital y de tanto en tanto estallan protestas, movimientos sociales que exhiben una alta conciencia de territorio en cuanto que no solo se reclama por un trato económico y político más igualitario sino que también se reivindica la identidad territorial (o territorializada) como una poderosa afirmación de ese ser que se imbrica con la geografía, la memoria, con el lugar en que se desenvuelve la vida cotidiana, concreta, de las personas; las mismas que saben y sienten que el lugar que habitan es el mismo tiempo el lugar que los habita.[4]
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Si bien mi propósito nunca fue escribir un libro erudito y “total” sobre la poesía contemporánea de los territorios Sur-Patagonia, me hubiera gustado sí incluir más obras y elaborar una especie de geografía poética más exhaustiva que la que el lector hallará en estas páginas. A lo largo de 2018, sin embargo, me vi en la obligación de atender a un muy serio problema de salud mío derivado de un cáncer colorrectal que se me diagnosticó en diciembre de 2017. La preparación de este libro fue, en los hechos, una forma de terapia que se manifestó en la urgente necesidad de conversar con la poesía de autores que son mis contemporáneos, compañeros de ruta, de historia, de territorio, en los vastos y a veces difíciles caminos de la literatura. Por motivos de salud no me fue posible visitar bibliotecas locales y, eventualmente, entrevistar o conversar con los autores en sus lugares de residencia; la imposibilidad de desplazarme, de viajar por las extensiones sureñas y patagónicas, me obligaron a trabajar en casa con los libros de los que disponía en mi propia biblioteca personal, valerme mucho de la internet, y, sobre todo, me obligaron a cambiar el concepto del libro: la idea original era escribir un libro esencialmente académico, con mucha información erudita. Las inesperadas dificultades de salud me hicieron concebirlo literalmente como una serena conversación con los libros y sus respectivos autores, en un tono que en algunos momentos está más cerca del paper universitario y en otros más del ensayo y aun de la crónica y la autobiografía. Las voces de los poetas, sus libros, sus metáforas, sus imágenes de lugar, generosamente me acompañaron en momentos en que el cuerpo y la mente decaían. Por lo mismo, la idea primera de un libro organizado en capítulos, con una estructura unitaria a partir del despliegue de una hipótesis única o central de lectura, dio paso a una colección de ensayos independientes, aproximaciones más o menos provisionales a problemas teóricos y a obras específicas. En su conjunto, sin embargo, se traza un recorrido por lugares y no lugares asociados a los territorios sur-patagónicos y sus modos poéticos de existir.
Me pareció entonces que en este nuevo escenario debía remitirme a la bibliografía estrictamente indispensables evitando recargar los análisis de citas y referencias, de manera que sean los poetas mismos y sus textos los que hablen por encima de teóricos y críticos al uso. Por otro lado, muchas de las obras que he considerado en este libro casi carecen por completo de estudios críticos previos salvo algunas reseñas y notas periodísticas en diarios y medios electrónicos. A excepción de uno o dos, son poetas que están lejos de los centros metropolitanos, que publican en editoriales pequeñas, de muy escasa si no nula visibilidad comercial a nivel país; pero que son, a mi modo de ver, cruciales para comprender los derroteros poéticos de los territorios Sur-Patagonia cuya extensión equivale por lo menos a un tercio de la superficie de Chile. Y tal vez lo más importante: la urgente conciencia de la fragilidad de la vida me hizo ver que los estudios críticos de obras y autores han de ser en realidad una forma de literatura creativa en los que la subjetividad del analista se vuelva parte sustancial de la discusión/conversación con los textos y sus autores. Cuando la muerte asoma su rostro por casa, la literatura puede ser —en mi caso lo ha sido— un excelente antídoto contra el derrumbe; un espacio de murmullos y sugerentes silencios. Entonces las fronteras entre creación y crítica se vuelven cuando menos porosas si es que no se disuelven del todo dando paso a un productivo matrimonio entre la imaginación, la razón y las emociones.
He seleccionado apenas una muestra de obras y autores que, en principio, me han parecido que dialogan explícitamente con sus lugares y sus no lugares y que elaboran una urdiembre de imaginación y memoria en las que las identidades situadas reclaman su lugar precisamente en las metáforas del habitar, metáforas que son huellas que marcan derroteros de subjetividades confrontadas con el mundo. Como suele ocurrir, las elecciones de todos modos han sido más o menos arbitrarias, aunque procurando que los libros elegidos den espacio a la elucidación de poéticas que se puedan reconocer como parte de la trama cultural política que conforma la territorialidad objeto de este libro. Hay dos libros, a estas alturas ya clásicos en la poesía chilena del sur en lo que concierne a su nexo con la geografía y la historia sureña; me refiero a Karra Mw’n de Clemente Riedemann y a Hijos de Rosabetty Muñoz, libros que, sin embargo, no los he considerado en este conjunto de ensayos. Dediqué sendos estudios a ellos en mi libro El paraíso vedado. Ensayos sobre poesía chilena del contragolpe(1975-1995), de 2010; estudios en los que, aunque sus énfasis se orientan más a la manera en que estas obras leen la historia y atestiguan su presente y menos a sus tratos líricos con la geografía, igualmente la cuestión de los lugares (Valdivia y Chiloé, respectivamente) aparece sometida al escrutinio analítico. Remito, pues, al lector interesado a que revise el libro antes mencionado, más si después de casi una década las consideraciones que ahí hago me siguen pareciendo válidas.
Además, no he considerado sino muy parcialmente la rica tradición de poesía indígena (indígena-mestiza, en rigor) que de un tiempo a esta parte se viene escribiendo en el sur de Chile, adicional a la que se escribe en la zona de la Araucanía y en Santiago mismo. Adriana Pinda, Roxana Miranda Rupailaf, César Millahueique, Juan Pablo Huirimilla, Javier Milanca, Leonel Lienlaf, Faumelisa Manquepillán, Graciela Huinao (además de Ramón Quchiyao, Jaime Huenún y Bernardo Colipán, a quienes sí dedico estudios en este libro) son, hoy por hoy, nombres imprescindibles en el panorama de las textualidades literarias mapuche o mapuche huilliche que están revolucionando el canon de la poesía chilena del siglo XXI. A excepción de Quichiyao, ya fallecido, son autores en plena etapa de producción cuyos resultados, aunque no definitivos ciertamente, revelan la irrupción de una nueva estética del compromiso, esta vez no con la revolución o con el proletariado en sentido marxista del término, sino con la memoria ancestral de los expoliados pueblos indígenas; estéticas que se inscriben en el vasto empeño de consolidar una épica moderna que desde los ángulos más inesperados relata las luchas indígenas. La reivindicación de las memorias ancestrales es un asunto de primera importancia en esta literatura, pero, a la vez, el diálogo con la poesía del mundo, el cruce de fronteras geográficas, lingüísticas, étnicas que hallamos en estas escrituras (en español y/o en mapusungun) revela que no se trata de estéticas que se restringen a lo “propio” en un sentido restrictivo y empobrecedor de sus campos de sentido; al contrario. Estudiar exhaustivamente las literaturas indígenas (del sur o de cualquier otra parte de Chile) exige conocimientos lingüísticos y culturales sobre las sociedades indígenas en un grado de complejidad que yo no poseo. Me he limitado, en consecuencia, a escribir sobre libros enteramente escritos en español y que se prestan para ser leídos en relación con lugares, imaginación y memoria desde una perspectiva no indígena sin que eso implique impresentables mutilaciones semióticas.
En la poesía sur-patagónica hallamos varios otros importantes autores cuyas escrituras de un modo u otro negocian con lugares. No los he considerado, en parte por las razones más arriba explicitadas, en parte por la simple necesidad de que todo libro se ha de empezar y terminar en algún lado y que, por lo mismo, será siempre una parcialidad ineludible. Quisiera, no obstante, mencionar desordenadamente y sin ánimo de ser exhaustivo algunos nombres: Walter Hoefler, Jorge Torres (ya fallecido), Antonia Torres, todos de Valdivia; Leandro Hernández Gómez —quien ha escrito un grueso volumen sobre el barrio Ovejería de Osorno—, Marta Catalán, en Osorno; Manuel Mauricio Zúñiga, Mario Contreras Vega, Nelson Torres, Olga Cárdenas, Mario García, Sonia Caicheo, Maribel Lacave, cuyos trabajos literarios los han realizado en Chiloé y con Chiloé; Antonieta Rodríguez Paris, Nelson Navarro Cendoya, Lourdes Barría (Mónica Jensen), Ximena Burgos, Oscar Petrel, en Puerto Mont. En el área patagónica norte cabría mencionar a Sandra Bórquez, Mauricio Osorio Pefaur, Tristán Sade; Astrid Fugellie, Oscar Barrientos (también narrador), Marcela Muñoz, Juan Magal, en Magallanes. La lista es larga, sobre todo en Magallanes que tiene una muy respetable tradición literaria ya desde las primeras décadas del siglo XX y eso sin contar los libros de viajes y similares que vienen desde los tiempos de Juan Ladrillero (1557).[5] Sirva esta pequeña lista como un reconocimiento a todos los poetas que en el sur del mundo mantienen viva la llama de la poesía incluso en los lugares más remotos del sur y de la Patagonia.
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Salvo los trabajos de la primera parte de sello más bien teórico, mi interés es discutir sobre libros específicos elaborando claves de lectura que emanan de los propios textos literarios, evitando los recargos teóricos y, como ya adelanté, recurriendo a la bibliografía crítica que he estimado estrictamente necesaria para los fines que me propongo. La idea es hacer hablar a los textos a través de una cierta manera de leer que arranca de la convicción de que los estudios literarios son menos escritos técnicos o “científicos” sobre literatura y mucho más una forma de literatura reflexiva y metatextual que dialoga tanto con textos imaginativos como referenciales estableciendo, de ser posible, un continuum entre lo que se suele llamar literatura y crítica literaria. Ambas prácticas textuales las veo como variantes de una misma gran empresa: construir el vasto relato del mundo en la forma de un ejercicio de elucidación /narración de subjetividades en interacción con los otros y con lo otro; reconocer (y esculcar en) la naturaleza de esas subjetividades, sus impases, sus flujos, es, me parece, tarea del escritor y del crítico, cada uno desde sus respectivas posiciones y roles en el entendido de que semejante tarea equivale al mismo tiempo a una indagación en la cultura y en la sociedad que hace posible la escritura de determinados textos en y con determinados contextos. Textos que registran modos de ser y de sentir indisolublemente unidos a la irredargüible mundanidad del vivir en lugares y tiempos concretos.
Hablo desde mi particular posición de poeta y crítico, claro está. No se entienda esto como una prescripción, sin embargo; nada más lejos de eso. Sí como una invitación, o incitación si se quiere, a pensar la literatura no como un conjunto de textos que sólo tienen sentido y razón de ser en el campo estético, menos cuando lo estético se lo concibe como una especie de compartimento estanco, especializado, en el que sólo tienen derecho a deambular los intelectuales de fuste y profesionales de las letras. Al contrario: pensemos la literatura, la poesía en este caso, como la práctica cotidiana de producir, leer, comunicar textos de la más variada naturaleza que, eso sí, privilegian la capacidad de simbolizar la realidad apelando a la imaginación, la memoria, la cuidada observación de las cosas del mundo y la respetuosa y atenta lectura-diálogo con textos de distintas partes del mundo y de distintos momentos de la historia que hacen lo mismo, sean éstos, técnicamente hablando, literarios o no. La invitación última, siempre desde y con la literatura, es a cruzar las fronteras de nuestras, a menudo, irrelevantes cotidianidades individuales para entrar en el común terreno de las sensibilidades humanas que anhelan legítimamente formas de plenitud y desde ahí, valiéndose del eros del discurso, intentar comprender los laberínticos intríngulis de la condición humana en escenas que reconocemos como parte de nuestras vidas o que, por lo menos, de una manera u otra nos hacen sentido y contribuyen, desde la tragedia y desde la comedia, al arropamiento de la subjetividad.
A modo de cierre de esta introducción (que ha terminado convirtiéndose en invitación) hago mías las lúcidas aseveraciones de Ricardo Mendoza Rademacher, escritor y uno de los más importantes editores de obras escritas por autores que, según sus propias palabras, “viven, escriben y piensan desde Valdivia a Puerto Williams” (89):[6]
El territorio natural es, a la vez, el escenario donde se despliegan los productos de nuestra imaginación, los efectos de nuestro esfuerzo de sobrevivencia y las tragedias y comedias cuyos protagonistas somos. A lo largo de los siglos, las comunidades van elaborando un indivisible entramado de relaciones con su entorno humano y natural, ciertas cualidades distintivas, afinidades y disgustos, modos particulares de actuar y de hacer, y de ser. Ese entramado carece de bordes definidos, pero tiene un cuerpo perceptible en el que de algún modo nos sentimos cómodos. En él reconocemos formas, hábitos, colores, voces y temperaturas que son nuestras o de las que somos parte.
Desde aquí, dicho sea de paso, puedo entender la tragedia del exilio como desmembramiento y desolación.
Yo siento mi cuerpo territorial (y mi territorio cultural) a partir de ese punto que ya dije: allí donde los robles empiezan a dominar y van fundiéndose sin violencia en el denso verdor de la selva austral, extendida desde los grandes ríos y lagos hasta los montes y canales de la Patagonia (87-88).
Invito, pues, al lector a cruzar una y otra vez las fronteras entre los lenguajes de la poesía y los mundos que ellos evocan. E invito a transportarse desde las materialidades de las geografías sur australes y sus habitantes a los mundos ficcionales de la poesía, de las memorias, de las crónicas, de los relatos que los representan, alegorizan, atestiguan. Y detenerse en las metáforas y las sorprendentes asociaciones semánticas que ellas proponen y que hacen que las realidades cotidianas se resignifiquen y se experimenten como parte del gran código del universo, de una cierta vivencia de la totalidad del ser; código del que por momentos conseguimos entrever imaginativamente algo de sus misteriosos significados por mediación de la poesía precisamente, cualquiera sea la forma que ésta tome.
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Notas
[1] El verso pertenece al poema “La ciudad”, trad. Lázaro Santana [2] La información histórica y geográfica la he extraído de diversas fuentes disponibles en muchos sitios. El lector podrá consultar documentos históricos en Memoria Chilena de la Biblioteca Nacional de Chile (http://www.memoriachilena.cl/602/w3-channel.html); mapas y datos de geografía física en el Instituto Geográfico Militar (https://www.igm.cl); datos estadísticos sobre población, economía, etc. en el Instituto Nacional de Estadísticas (https://www.ine.cl). [3] Ver “Bruce Chatwin, una visita inesperada” en Memorial de la Patagonia, de Oscar Aleuy Rojas. Pp. 49. 54. [4] A modo de ejemplo, menciono las fuertes protestas ciudadanas en Magallanes en 2011 motivadas, en principio, por un alza del gas, combustible de uso masivo por la población para la calefacción de los hogares. En 2012 sucedió lo propio en Aysén, hasta un punto en que por un brevísimo periodo el territorio literalmente se autogobernó. En 2016 hubo serias protestas sociales en Chiloé; el archipiélago de facto cerró sus fronteras con Chile continental generándose una crisis política y logística de proporciones. [5] En noviembre de 1557, por instrucciones del gobernador de Chile García Hurtado de Mendoza, zarpan desde Valdivia dos naves con el fin de explorar el Canal de Magallanes y canales adyacentes. En el sitio Biografía de Chile, en la entrada dedicada a Juan Ladrillero leemos: “Para la misión que sería comandada por Ladrillero se alistaron dos naves, que zarparon de Valdivia el 17 de noviembre de 1557. Ladrillero capitaneó personalmente la San Luis, mientras que Francisco Cortés Ojea quedó a cargo de la San Sebastián. A poco de iniciado el viaje y debido a un gran temporal, las naves se separaron. Cortés llegó con muchas dificultades hasta los 52° 5` de latitud sur, sin poder encontrar a la nave capitana, por lo que decidió volver a Valdivia. Su llegada, el 1 de octubre de 1558, aumentó los temores de la desaparición de Ladrillero y de la tripulación de la San Luis. Entretanto, el comandante había alcanzado la isla Desolación y entró al Estrecho de Magallanes, luego de pasar por canales, fiordos, islas y archipiélagos, en una ruta más bien irregular. Exploró la mitad del Estrecho y se detuvo en un lugar que denominó Nuestra Señora de los Remedios, donde permaneció cerca de 5 meses —de marzo a julio de 1558—, hasta que en agosto tomó posesión del territorio en un punto denominado La Posesión.” En línea. De este viaje Ladrillero dejó un diario de viaje, hoy un clásico en la literatura e historiografía magallánica. [6] Mendoza Rademacher es el director del sello editorial Kultrún, radicado en Valdivia y vigente desde los años de 1980. A la fecha, Mendoza a través de Kultrún ha publicado alrededor de 200 títulos de autores sureños y patagónicos, de diversos géneros y materias, no todas literarias.
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Obras citadas
- Aleuy Rojas, Oscar. Memorial de la Patagonia. Aysén . Santiago: RIL, 2012.
-Biografía de Chile. El Portal de la historia de Chile. “Juan Ladrillero: 1495-1582 Explorador del Estrecho de Magallanes”. http://www.biografiadechile.cl/index.php
-Cavafis, Constantino. Poemas. Trad. Lázaro Santana. Madrid: Visor, 1973.
-Ladrillero, Juan. “Relación del viaje al Estrecho de Magallanes, escrita por Juan Ladrillero”. Anuario hidrográfico de Chile. Marina de Chile. Santiago: Imprenta Nacional, 1880. 456-525. Edición anotada.
-Mansilla Torres, Sergio. El paraíso vedado. Ensayos sobre poesía chilena del contragolpe (1975-1995). Santiago: Lom, 2010.
-Mendoza Rademacher, Ricardo. “Declaración de domicilio”. Volvamos al mar. Congreso Sur Austral de Escritores. Septiembre 2016. Valdivia: Kultrún, 2017. 83-94.
-Muñoz, Rosabetty. Hijos. Valdivia: Kultrún 1991.
-Riedemann, Clemente y Claudia Arellano. Suralidad. Antropología poética del sur de Chile. Puerto Varas/ Valdivia: Kultrún, 2012.
Riedemann, Clemente. Kara Maw’n. Valdivia: Alborada, 1984.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
«Sentido de lugar. Ensayos sobre poesía chilena de los territorios sur-patagonicos» (Extracto)
Inolas Publisher, Postdam, 2020
Sergio Mansilla Torres