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El breve mamífero de la casualidad: muerte y escritura
Silvio Mattoni.
Muerte, alma, naturaleza y yo
Santiago: Ediciones Libros del Cardo, 2014
Por Nadia Prado
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Los seis ensayos reunidos en Muerte, alma, naturaleza y yo de Silvio Mattoni dan curso a un pensamiento que hace de la digresión su marca, que rechaza toda presunción dogmática y que, en cambio, le hace espacio a un pensamiento de lo singular y de lo fugitivo. Pensamiento cuya invitación es pensar lo imposible o lo irresoluble, que se despliega en su puesta al límite y que tiene lugar solo exponiéndose a aquello que lo excede. Lo que acontece y se coliga en estas páginas es un encuentro entre poetizar y pensar, invitándonos a este habitar en común, umbral en el que comparecen el pensamiento y las imágenes. Aquí somos empujados a la imagen y a la palabra, a su trama difusa y extenuada. “De pronto [escribe Mattoni], entre las imágenes (…), las causas y los azares, la malla del mundo se abre o se espacia un poco (…) y entonces es como una red deshilachada, como si entre sus hilos hubiese pasado una garra” (7), usando la figura de Oscar del Barco. Sopesar el lenguaje, pensar las imágenes y, en un quehacer parecido, intentar comunicarlas. Es este un pensar que fracasando se impulsa y porta hacia el porvenir.
En el primer texto del libro, “¿Qué filosofía?”, la elisión de la pregunta ¿qué es…? nos avisa que, a diferencia de lo que ocurre con la poesía, este pensar parece adherido a un anhelo de captura. Esquivando y disolviendo ese anhelo de saber, que es también el anhelo del yo sin metamorfosis, el anhelo de naturaleza como perpetuidad inamovible, va pensando todo aquello que se sustrae en el instante de su aparición.
Montaigne escribe: “No pinto el ser; pinto el tránsito: no el tránsito de una edad a otra (…) de siete en siete años, sino día a día, minuto a minuto” (1202), mientras que Mattoni, a propósito de la inconsistencia del mundo y del aspecto positivo de la vida para Bataille, objeta esa “historia de la filosofía [que] había mortificado para transmigrar de época en época como si las ideas no fueran secreciones de los cuerpos” (21). A través de la figura de la exudación, en cada ensayo del libro, Mattoni hace estallar los marcos de toda pretensión lógica. Y, desligándose de las preguntas que comienzan y terminan con la fórmula “¿qué es...?”, introduce un pensamiento cuya potencia es eludir todo fundamento inconmovible. Así, “¿qué es la filosofía?” se trueca por “¿Qué filosofía?”, que suprime el intento de procurar la calma que la pregunta por el ser alberga. Es una apertura que se resiste a la clausura y que deja pasar la garra entre los hilos para sacar el “vestigio del tiempo sustancializado” (69) en el “es”. Acá somos paralajes, palabras corrientes miradas desde un sinfín de lados, escritura que comporta una composición afectiva que se despliega hacia el temblor, que no ratifica, en cuanto es conciencia del yo turbado que frente a una línea imaginaria espera algo a punto de cruzar. Y cuando el pánico ingresa en la forma de la discontinuidad, de la interrupción, de la embriaguez o de la distracción, el cada yo en su cada vez se vuelve esa palabra con la que soñaba Juan Luis Martínez (?), mirada y repetida tantas veces hasta volatilizarse, cuyo residuo es lo único posible de leer, es decir, “el cuerpo y tránsito de las palabras” (10). Esta fuga de la afirmación verbal de la pregunta nos deja ante el yo, ante un nombre preguntando: “¿Hay algo menos determinado, más contingente?” (19). Este breve mamífero de la casualidad no es sino parcialización incesante, despedazamiento, “lo incompleto del otro, su herida y su fragilidad” (15), que suplica hacia nosotros. Y quizá por eso escribir sea, como pensaba Kafka, “una forma de oración”. Discontinuidad originaria que hace trizas la fábula de la unidad y nos anuncia que lo que hay es una constante reinscripción, que rompe la fórmula del “¿qué es...?”. La omisión del “es” nos posibilita escapar de esta fábula y entender que habitamos en intensidad de la ausencia. El mundo que se ausenta en el tiempo que sigue y que hace que el yo sea lo siguiente, pura resonancia de su incierto andar a tientas, sin paso firme. Escribe Mattoni: “La vida se comunica porque no es un continuo (…) es puramente rítmica, palpita, titila, de un azar a otro” (15). Incesante desgarradura que nos hace pensar en aquello que, aunque ausente, según el autor, concierne y atraviesa todos los textos: la poesía. Aquí y ahora del poema que impide cualquier reapropiación y, siguiendo a Celan, “se afirma al límite de sí mismo (…) se reclama y se recupera ininterrumpidamente desde su ya-no a su todavía” (Ctd. en Lacoue-Labarthe 41). Y desde su ya-no a su todavía hace emerger lo innombrable, otro derrame presente en otro de los ensayos del libro. ¿Cómo enfrentar algún análisis desde este pensamiento, cuya experiencia es una extraordinaria “metamorfosis invisible”. La página, en que se tiñe algo singular, jamás está tranquila. Se parece a un gran sarcófago, mientras escapando de esa mordida “las palabras dibujan la ausencia de una voz verdadera” (24).
No se trata simplemente de una cosa frente a la cual el lenguaje sea impotente, sino que en el fondo del lenguaje siempre habitará un impronunciable. Por ello, Mattoni, no recusa el movimiento y más bien intenta no hablar de aquello que ha ocurrido antes de empezar; no hablar directamente, por ejemplo, de la muerte sino de las diversas interrupciones que comunican con ella, como leemos en el tercer ensayo. Y si la “filosofía no es sino un lenguaje, una amistad dicha y una serie de experiencias de la vida solitaria” (6), entonces habrá que negar la esencialidad o hacer un desplazamiento metafórico para inscribir la forma de la discontinuidad, usurpar el descuido. Dosis de interrupciones, ritmo de pulsaciones, fragilidad de unos nombres, o su omisión, como potencia de aquello que falta y que, sin embargo, ocurre como si “el libro de los acontecimientos se [encontrara] siempre abierto a la mitad”, según versa el poema de Wisława Szymborska. El libro, hinchado de tiempo, despojado de constancia, porque nos compone aquella diacronía dramática sin descanso. El sueño filosófico de las continuidades no puede soslayar la sentencia borgeana: “El tiempo es la sustancia de la que [estamos] hecho[s]” (59).
Otro lugar que el libro recoge es cuando Mattoni escribe el ritmo de sí en el intersticio: “En cada latido de mi sien mientras escribo, se da un pequeño paso, material, físicamente temporal, hacia la interrupción del pensamiento (que ocurre a cada rato) y hacia la destrucción del cuerpo” (33). Ritmo de la finitud que pulsa como potencia de la alteración entre experiencia y lenguaje (5). Se habita no bajo el orden de la representación y del saber, sino en el ritmo memorioso, residual y reticente de la poesía. Sin embargo, ambas formas de hablar, filosofía y poesía, hacen que todo yo se diluya en su enunciación y no pueda sino nombrar su incesante disolución. Muerte, alma, naturaleza y yo es el despliegue del sentido que cae, que nos deja suspendidos en un impulso en que los nombres se unen a los cuerpos para pensar, pero lo que se ausenta, como rapto, es la forma de atestiguar la fragilidad del bípedo que habita ese lenguaje que lo hace hablar, que no es circunscribible a la lógica de la referencialidad: “Fragilidad de la poesía, cuyo pensamiento no se relaciona con el saber ni con el amor a los saberes sino en forma de negación y de aceleración permanente” (8).
El poetizar: forma de hablarque renguea, arriesga y vacila escribiendo el mundo que se retira. Sin embargo, “cada día [vivimos] en el olvido de [su] ausencia” (9). Esa falta nos atraviesa y se extiende, como la muerte (ese montoncito de polvo que, según Mattoni, marcha hacia nosotros decidido). La retirada del mundo, cuando la malla se espacia y se abre, es esa forma de oración, ese deseo de comunicarse. Escritura que acontece como intervalo, pero lo que olvidamos es, precisamente, el carácter tenue de esa irrupción, olvidamos que el mundo se da en esa fragilidad. Aquello que puede transmigrar no es un espacio en cada lugar de las páginas, sino una exudación, una secreción en que el sujeto no sabe de consistencia sino de lo trémulo y vacilante. El yo que se indecide, no es mero deíctico, pues atestigua su asombro, el mismo con el que Mattoni se pregunta: ¿“Cómo es que se abre el mundo, este velo brillante de formas y rumores, para que se transparente su fondo, el polvo que pulula en el vacío sin tiempo?” (9).
Nos enfrentamos, pensando o escribiendo, a ese mundo que se retira, cuyo enigma nos hace querer alcanzar esa filosofía que quiere “escribir sobre lo imposible de comunicar” (10). Pero ¿qué tipo de relación se sostiene con otro cada vez que hablamos? ¿Qué significa decir? Quizá sea simplemente un varar, porque no se trata tan solo de decir, sino de encallar. Interrupción que no es el no-movimiento, sino más bien la intervención del lenguaje que escribe la forma de la discontinuidad que corta la mecha del contínuum temporal. “Por esto [escribe Silvio], en la ausencia de mundo (…) cuando todo se despedaza, el átomo de sensación, pequeñísimo y fugaz, brilla con máxima intensidad” (13). Ante la angustia y la ausencia de mundo, las intensidades se suceden. Es lo liminal en su condición mudable, palpitar de un azar a otro. Entreverado ritmo de la destrucción y la descomposición. Envío y desvío que Mattoni escribe en dos pasajes que exhiben la comunión de algo en su intermitencia: en la carta a un muerto, a Bataille, y en el relato de la experiencia de lectura que, siendo niño, le descubre la muerte. Así, “entre quienes hablan se comunica la vida con sus muertes” (16). Lo común rutila en el lenguaje, pero no nombra nada fuera de este latido incesante, es solo la distracción que toca la ausencia para llegar a la página.
Podemos hablar: “Solo (…) cuando el mundo se ha disuelto” (17). La destrucción persistente es la que escribe, el cuerpo vivo que se derrumba cada vez y a cada momento. Y en esa contemplación, o borrachera improductiva, en que el tiempo se pierde y se derrocha, emerge la poesía. Cada letra es en su salto, imposibilidad que pregunta ¿a qué se renuncia si no se quiere morir? El envío a Bataille es un disenso con aquella ingenuidad que no reconoce que hay lógica de los intercambios, porque el que derrocha, dice Mattoni, “es tan necesario y útil como el que trabaja y produce” (23). La poesía, entonces, no es expresión absoluta, sino que está al lado de la vida y de su precio. Creación por medio de la pérdida, gasto improductivo que, en su inquietud, olvida preservarse, porque “no hay en el fondo gratuidad en la contemplación ni en la poesía, sino una violenta valoración de los actos, las palabras y los seres del presente” (18). Lo que prevalece es la memoria con su intermitencia y el silencio en su detalle, que inscribe un pensamiento que toca al cuerpo y no se mortifica en su vano intento por transmigrar. La poesía, concuerdo, no es el puro grito estático ni la falacia de su dignidad a priori, sino la escritura sobre una página azarosa, potencia no edificante que anda dispersa entre el flujo incesante de las cosas, en que “inclinado sobre la mesa se intentaba no pensar, pensando para dejar de estar ahí” (24).
La relación entre escritura y muerte presente en todo el libro es figurada bellamente cuando Mattoni escribe: “Creo que no podría proyectar un recuerdo de esa conciencia de la muerte antes de la escritura, cuando empecé a leer literatura de manera abundante, que fue también el comienzo de su repetición en mí” (28). Esta experiencia infantil no es otra sino la experiencia de lectura que nos notifica la muerte que se cuela en esas imágenes que ritman las historias. No nos dirigimos a ningún lugar, sino al tiempo entre la descomposición y la interrupción. De este clic habla Mattoni, como extensión de algo que se apaga después de largas horas de lectura. Sin “sonido en el vacío y por lo tanto tampoco se podría prolongar allí un eco, ya que esa interrupción era íntima, una sola para cada cual” (29). Para este bípedo finito, el clic es el instante antes del después la noche. Un intervalo del lector que ya ha ingresado para siempre en la escritura: “Leer no es comprender la palabra de alguien, sino alcanzar la incomprensión de uno mismo en los intervalos de las palabras” (66). El clic, intimidad del yo, efecto dislocante, dosis de muerte en que se suspende el mundo para ser lo que resta. Intervalo que se “traga los puntos de existencia”, garra que sustrae los espacios entre la red para ponerlos a renguear sobre la página, en que el yo, en su metamorfosis vibrante, se vuelve él mismo sarcófago y pensamiento. Solo hay sucesiones de momentos que articulan la pluralidad de voces y gramáticas, como se anota a través de Michaux: “Un yo desaparece con su frase, con su ahora“ (71). Si lo singular se ausenta, un timbre, una modulación ha cesado, una manera de la risa, de un sollozo, de una palabra. “Constante e indescriptible fluir de fuerzas desiguales, de potencias y azares” (77) que nos advierte de la potencia del tránsito al que aludimos con Montaigne. En ese tránsito es donde asistimos a “las cosas que el lenguaje junta con violencia sin tregua”. Y así, en esta impropiedad deseamos “el fin del vértigo sin saberlo”.
“Nadie crea el idioma que lo hizo pensar”, dice Mattoni. El lenguaje, en su vacío extenso, en su insuficiencia y exceso, no puede nombrar mientras busca. Es “una vorágine de corpúsculos que formaría todas las cosas, un torbellino de materiales y de fuerzas no perceptibles” (76). Nada alcanza a nombrar una existencia particular. “Ninguna mariposa, cada una singular e irrepetible, expresa su concepto” (81), leemos en el último ensayo. Lo que se comunica es un follaje sin lengua definida. Si el deseo siempre dice sí, es porque su vigencia es el tiempo entre un punto y otro. Un paso cuyo itinerario desfallece, una fysis artificial que nos comunica mientras cambiamos. Entonces, la imagen transporta hacia nosotros un mundo que se ausenta, mientras este mamífero casual no alcanza a decir su efímera condición. La preservación no es nada más que una imagen de la catástrofe: “Un niño sentado en la arena arma un mundo con sus manos y con sus palabras, pero sabe que juega en el paréntesis entre dos destrucciones, que sus pies y su silencio pisotearán esos edificios incluso antes de que unas olas respondan a la gravedad del caso. Sobre este movedizo suelo de ruinas, de montoncitos de arena, se levantó sin embargo el mejor de los mundos, el sueño de lo posible, una verdad que no fuese mortal” (18). Así, un niño leyendo sobre la muerte escribe, hoy, algo sobre esa interrupción que solo puede tener lugar en él por desconocimiento, es decir, negativamente y por una precipitación veloz a través de los años. Leyendo este libro pendemos sobre un mundo que, en su donación, desaparece.
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Bibliografía
- Lacoue-Labarthe, Philippe. La poesía como experiencia. Trad. José Francisco Megías. Madrid: Arena Libros, 2007.
- Montaigne, Michel de. Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay). Barcelona: Editorial Acantilado, 2007.
- Szymborska, Wisława. “Amor a primera vista”, Fin y principio, en Poesía no completa, México: Fondo de Cultura Económica, 2008.