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Beatriz García-Huidobro. Hasta ya no ir y otros textos.
Santiago: Lom Ediciones, 2013, 204 pp.

Por Sergio Missana
Revista Chilena de Literatura, N°86, 2014



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Una colección como Hasta ya no ir y otros textos –que reúne cuatro narraciones breves publicadas por Beatriz García-Huidobro entre 1996 y 2012:  Hasta ya no ir Marea Fatiga de material  y  Jardín japonés– invita a la mirada de conjunto que permite y reclama una retrospectiva de un/a artista visual, a buscar ecos, reflejos, vasos comunicantes, temas con variaciones. Esas constantes dan cuenta en este caso de un proyecto literario singular dentro de la narrativa chilena contemporánea, un proyecto sostenido en el tiempo, de notable coherencia y consistencia, y se cifran, ante todo, en una prosa exacta y elocuente.

Temas con variaciones. Esa correspondencia musical remite, al recorrer estos textos en el orden propuesto, a piezas de cámara. Piezas de cámara porque en ellos predomina lo que se puede describir como un tono menor, que sería posible asociar a la categoría de “literatura menor” que Deluze y Guattari acuñaron para abordar la obra de Kafka. Una literatura menor sería aquella que una minoría produce dentro de una literatura mayor, caracterizada por una desterritorialización de la lengua, una politización del ámbito privado y doméstico, y una enunciación necesariamente colectiva. Hay en los textos de García-Huidobro una opción estratégica por narrar desde lo menor, conformando –a través de frases escuetas, precisas, en tiempo presente– mosaicos de observaciones pequeñas, microespacios que se sitúan en las antípodas de la pretensión totalizadora y fundacional de los autores del boom, pero sin explicitar cuál sería esa identidad minoritaria, trazando, en cambio, relaciones complejas, ambiguas, entrecruzadas y circunstanciales entre sujetos en lugares asimétricos. En esos espacios mínimos lo político se amalgama con la política.

En la novela breve que da título a este libro,  Hasta ya no ir, las postergaciones se entrecruzan y también se solapan, se dejan caer una encima de la otra: la asimetría de género, el abuso y degradación sexual, la pobreza, la ruralidad, la mala educación, el tercer mundo… El texto dialoga con la tradición criollista, que buscó dar cuenta de los sujetos campesinos mediante un esfuerzo por reproducir miméticamente y rescatar las hablas populares y que ya estaba, en su época, desfasada en el tiempo, en el sentido en que se consideraba que esos sujetos ya no eran “el motor de la historia”. El modelo económico de sustitución de importaciones tendía a asumir el desarrollo industrial como sinónimo de modernidad y modernización, y al agro como un espacio primitivo, medieval (un paradigma que solo ha venido a poner en duda la globalización). Pero historiadores como Brian Loveman, por ejemplo, han sugerido que el agro hizo posible ese desarrollo y el modelo político que lo sustentaba mediante un subsidio alimenticio al proletariado industrial urbano y minero, que representaban una amenaza más inmediata para las elites por su carácter de masa y su capacidad de organización, y mediante el control eleccionario –por vía del acarreo y el cohecho– permitido hasta fines de la década de los cincuenta por las flagrantes deficiencias de la ley electoral, que aseguró la perpetuación en el poder de la vieja elite terrateniente. La visión del campesinado como un estamento ahistórico, entonces, era en sí misma una construcción histórica y política. La expansión del discurso revolucionario durante los sesenta, la misma Reforma Agraria, el desabastecimiento durante la UP, el golpe, el terrorismo de Estado cruzan el relato como ecos lejanos y al mismo tiempo redundantes, por cuanto el microcosmos parece ya contener las contingencias del macrocosmos, lo menor en cuanto espacio político refleja y refracta la política mayor.

En estos microespacios se cruzan de manera fluida múltiples vectores, que no necesariamente se alinean de forma coherente, tendiendo a crear situaciones de doble vínculo, entrampamientos perversos, clausura. El orden de las familias está marcado por madres ausentes, seres postrados, sexualidades turbias, violencias que reflejan una desintegración del tejido social (si es que alguna vez hubo algo que pudiera considerarse intacto) ya entrevista a finales del siglo XIX por Engels e Ibsen, y en particular cifrada en el motivo literario del adulterio. La idea de que la civilización occidental se desfondaba y las líneas de falla pasaban por su institución básica: la familia. En los textos reunidos en este volumen la familia es un espacio de clausura hermética, un infierno sartreano succionante como un agujero negro. “Y los otros, tantos tíos, tantas tías, racimos de primos, puertas batientes por las que entraban y salían, pero al final todos astros menores en esta constelación en la que mi madre es el sol y el agujero negro que me absorbe, que me hace caer en su luz y en su noche…”.

Un modelo arquetípico de estos relatos podría ser Antígona, no en el sentido de conformar personajes femeninos capaces de verbalizar su condición (su mecanismo retórico se basa, por el contrario, en la contención o renuencia), sino por el entrampamiento en un espacio en el que confluyen y se tensionan diversos órdenes, jerarquías y sistemas normativos: los derechos del individuo ante los requisitos de la sociedad, el dominio de los dioses y el de los humanos, el deber ante los muertos y los derechos de los vivos, la emergencia de la juventud ante las prerrogativas de los mayores, los ámbitos de lo masculino y lo femenino.

En el universo construido por estos textos impera así un sentido de fatalismo. Sus habitantes transitan y padecen sus vidas mínimas en una situación de suspenso, de inmovilidad, cifrada en el tiempo presente de la narración, los eventos que marcan sus destinos se les vienen encima por efecto del transcurso del tiempo más que como consecuencia de su propia agencia, como el abuelo detenido desaparecido de  Fatiga de material, que permanece joven en la foto testimonial que su exmujer lleva a los espacios públicos, libre de los estragos que se dejan caer sobre los otros. En Hasta ya no ir, en el momento en que la niña-protagonista espera en la sórdida habitación donde la han llevado para transar su virginidad, se articula esa paradoja de lo estático como transformación: “Me hace entrar al cuarto donde está el camastro. Ahí me siento con los ojos clavados en un lavatorio enlozado lleno de agua. Algo murmuran unos segundos. Algo le da el hombre. Algo hay que debo conocer. Todavía no sé qué es. Si no permanezco ahí, si huyo, estaré corriendo hacia lo inmutable. En la inmovilidad y el silencio se hallan la acción y el cambio ahora”. La película del mar en loop en Fatiga de material duplica y subraya ese férreo encadenamiento: la repetición cíclica de lo que es en sí mismo repetitivo y cíclico.

De la niña de nueve o diez años que narra  Jardín japonés  se nos dice y recalca que nunca ha sangrado, lo cual es una señal de juventud biológica. Su abuelo mecánico –un sujeto procaz, fascista, sexista (“las mujeres son perras”), racista, clasista y abusivo, y uno de los personajes memorables de esta colección– recurre a una metáfora mecánica: la niña tiene buena empaquetadura, en el sentido de la empaquetadura de culata de un motor, su piel es como una vasija sellada que no admite filtraciones. El devenir claustrofóbico del infierno familiar admite, como el pulso de un metrónomo, los ecos lejanos de sucesos “externos” de la política: el plebiscito de 1980, el terremoto del 85, el episodio de los quemados, el atentado a Pinochet, pero la niña-narradora parece quedarse congelada en sus nueve o diez años, la inocencia no es prerrequisito para la  Bildung, sino, al parecer, una cosa en sí misma.

El dispositivo retórico central de estos textos es esa inocencia, la tabla rasa de narradoras muy jóvenes, casi siempre niñas, no confiables, en que la precisión cognitiva se trasmuta en implacable ironía. Ante el avance de los discursos revolucionarios durante los sesenta, la protagonista de  Hasta ya no ir  presenta fragmentos de un total que no llega a comprender, pero sí a trasmitir: “Trato de entender las palabras que recuerdo”. Hacia el final de  Jardín japonés, la niña-narradora es obligada por sus abuelos a viajar a Suecia para visitar a su madre ex guerrillera, exiliada. Su declaración de que no va a viajar se sostiene precariamente como verdad por el estatuto de la enunciación, antes de desplomarse como un mero alarde retórico, llevando a un límite la confrontación entre el poder real (en este caso, de los mayores, la estructura familiar) y el poder que confiere la palabra.

Lo que no se alcanza a entender puede ser revelado en otro plano, aprehensible para las lectoras y lectores, refractado a través de niveles de ironía, en revelaciones epifánicas: la niña de Hasta ya no ir que se encuentra sola en casa cuando muere su madre: “Estoy envolviendo la masa cuando siento el ruido sordo de su caída. Se quiebra con un grito profundo y ronco y se queda sobre el suelo de tierra. Está inerte. La miro. Sé que algo debo hacer. Trato de levantarla y no puedo… Me van a echar la culpa y yo no tengo la culpa de que se haya caído al suelo. Falta poco para que sea la hora de irme a la escuela. No pienso más. Nadie va a saber que la vi desplomarse. Los demás sabrán hacer lo correcto. Tomo mis cuadernos y corro hasta el camino”. Las revelaciones más resonantes son aquellas que no llegan a cumplirse, que quedan más allá de los límites del relato como fuera de cuadro: la abuela costurera que sueña con el jardín japonés que da nombre a ese relato; su nieta de nueve o diez años que anhela por sobre todas las cosas una bicicleta propia. La niña protagonista deMareas cuyo sueño es aún más modesto: nadar en el mar, disolverse en una plenitud ingrávida, que en una visita a un hospital ve “Los pliegues de las sábanas como olas”.

La narrativa de Beatriz García-Huidobro constituye, como hemos señalado, un proyecto muy valioso y singular dentro de la narrativa chilena contemporánea. Un proyecto que no transa con el exitismo ansioso que ha percolado desde otros ámbitos al campo literario, un proyecto que despliega en esta colección su consistente y revelador entramado.

 

Stanford University, BOSP Santiago



 



 

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