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EMERGENCIAS NARRATIVAS
Sergio Missana
Stanford University - BOSP Santiago, Chile
Publicado en Inti: Revista de literatura hispánica N° 79-80 (2014)
Conferencia dictada el 5 de marzo de 2014 en la Universidad de Guadalajara en el marco de la
Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar
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El físico danés Niels Bohr señaló no sin ingenio que: “Hacer predicciones es muy difícil, sobre todo cuando se trata del futuro”. Reflexionar sobre lo emergente implica asumir algunos riesgos evidentes. La idea de emergencia narrativa no se refiere, al menos no directamente, a una crisis, aunque lo que está surgiendo pueda conllevar, en parte, el fin de la ficción narrativa tal como la conocemos. Tampoco es una alusión a los narradores y narradoras emergentes, al obligado deslumbramiento ante la irrupción de lo distinto que objetó Ángel Rama: las nuevas generaciones tienden a elaborar versiones épicas de su confrontación agonística con aquellas que les han precedido, como si les quedara otra alternativa que matar a sus padres y madres, edificar sobre ruinas. Y se presenta la dificultad no menor de que incluso el presente es inabarcable, elaborar un panorama enciclopédico resulta imposible, lo que obliga a proceder mediante la intuición, casi a tientas, tratando de componer por fragmentos el mapa de un territorio inestable, fluido, en que todo lo sólido –y también su sombra digital– se desvanece en el aire.
En enero de 2013, Steve Almond, profesor en la Universidad de California en Berkeley, publicó un artículo en el New York Times titulado: “Érase una vez una persona que dijo érase una vez”. Allí relataba la siguiente historia:
Hace unos diez años, en mis clases de escritura creativa, empecé a recibir una especie particular de cuento. El héroe era un hombre sin afeitar que despertaba en un cuarto desconocido sin la menor idea de dónde se encontraba ni por qué. Invariablemente, le había ocurrido algo traumático, aunque no sabía qué era. El resto del relato intentaba reconstruir cómo había llegado a esas arduas circunstancias mediante escenas cronológicamente mutiladas… Mi reacción habitual a estos textos era escribir desconcertadas notas en los márgenes del tipo “¿Dónde estamos?” o “¿Falta una página?”. En mis reuniones con los alumnos, yo les confesaba que, aunque su trabajo me parecía ambicioso, no terminaba de entenderlo. El joven autor en cuestión me miraba con compasión … antes de pronunciar cinco palabras fatídicas: “¿Ha visto la película Memento?”
Almond leía en esta tendencia, más que una moda, un síntoma de un profundo cambio cultural: una evolución de lectores a espectadores. En un principio, el hábito humano de contar historias se desarrolló en torno a fogatas. Con el paso del tiempo, esa persona que contaba historias, que decía “érase una vez”, fue suplantada por un escritor, quien, en un esfuerzo por superar la brecha abierta con su audiencia, el abismo del paso de la presencia física a la ausencia que conlleva la representación, inventó la figura del narrador. Para Almond, el narrador se caracterizaría por su capacidad para conferirle sentido al mundo que describe. Ese narrador tuvo, en un principio, plenos poderes (por ejemplo, en las novelas de Zola, Dickens o Tolstoi), fue puesto en jaque por el modernismo europeo, hasta ser reemplazado, en nuestros días, por una cámara, que habría erosionado la narratividad, que “representa la capacidad humana de contar historias de manera tal que arrojen sentido”, situándola en los márgenes de una cultura popular dominada por fantasías de violencia y de fama, “un folklore fraudulento cuyo objetivo principal es aislarnos de la verdadera naturaleza de nuestra condición, manipular nuestras ansiedades, incitarnos a un consumo vacío o atraparnos en círculos de frustración y pánico”.
Es posible, sostiene Almond, que la gran narrativa humana se nos haya ido de las manos y ya no sea abarcable por un narrador. Memento –la película dirigida en 2000 por Christopher Nolan sobre un sujeto afanado en resolver un enigma criminal pero que sufre de amnesia anterógrada, es decir, no es capaz de almacenar nuevos acontecimientos en su memoria de largo plazo y debe enviarse mensajes a sí mismo (mediante fotos Polaroid, post its y tatuajes) en medio de una línea de tiempo caótica; esa meditación sobre la memoria como soporte de la narración y de la identidad, ¿y sobre la noción platónica del conocer como recordar?– sería una parábola del momento histórico que nos ha tocado vivir.
En las antípodas de esta visión, por así llamarla, conservadora, se sitúa el ensayo Hambre de realidad (2010) de David Shields. Shields se propone elaborar el manifiesto de un número creciente de artistas que, en variadas disciplinas, estaría “incorporando trozos cada vez más grandes de ‘realidad’ en su trabajo”. Escribe:
Un movimiento artístico aún inorgánico y no explícito, se está formando. ¿Cuáles son sus componentes claves? Un deliberado carácter no artístico: material “crudo”, aparentemente no procesado, sin filtro, sin censura y no profesional… Azar, apertura a lo accidental y fortuito, espontaneidad; riesgo artístico, urgencia e intensidad emocional, participación de lectores/espectadores; un tono excesivamente literal, como si un periodista observara una cultura desconocida; plasticidad formal, puntillismo; crítica como autobiografía; autorreflexión, autoetnografía, autobiografía antropológica; un desdibujarse (hasta el punto de volverse invisible) de la distinción entre ficción y no ficción: el atractivo y confusión de lo real.
Para Shields, nuestra hambre de realidad se debería a que, pese a la apariencia de lo contrario, no estamos en contacto con ella. Nos hemos rodeado de simulacros: la política, las noticias, la publicidad. Vivimos inmersos en un mundo artificial, construido por los medios, la web, las pantallas: una fantasmagoría electrónica, una seudo vida de sonámbulos.
Más que los argumentos que propone Shields para construir su elogio de la no ficción, de la hibridación de géneros, del registro autobiográfico –y anunciar el agotamiento de la novela tradicional– su diagnóstico vale en cuanto recoge los signos de los tiempos. En un sentido similar, el documentalista Will Luers, quien ha explorado y continúa explorando nuevas formas de ensamblar relatos intersticiales, situados en la interfaz entre lo audiovisual, lo narrativo y lo interactivo, señala que la narratividad tradicional ya no resulta creíble: la voz autoral en la novela decimonónica presentaba una continuidad de la conciencia que se habría mantenido incluso, aunque con interrupciones, durante el modernismo anglosajón. Ahora esas interferencias serían externas, cifradas en la vorágine de información en múltiples soportes. Luers llama la atención sobre nuevas modalidades de “literatura ambiental”, que, a la manera de cierta música o arte visual, solo requieren una atención difusa, y que vincula al movimiento cinematográfico Mumblecore: subgénero del cine independiente norteamericano caracterizado por su enfoque antinarrativo, por armar historias que deliberadamente no van a ninguna parte, que remonta su origen a la película Slacker (1991) de Richard Linklater. Un equivalente literario del Mumblecore serían, por ejemplo, la novelas de Tao Lin, habitadas por personajes que son suertes de autómatas o sonámbulos, cuya prosa no construye lo que se suele entender por un narrador. El clásico de este subgénero es, sin duda, Jesus’ Son (1992) de Denis Johnson, una colección de relatos en que la pasividad existencial de los personajes, al contrario de las obras de una generación entera de imitadores, conforma, aunque a ratos con afectación, una poética.
En América Latina, la escritora y periodista argentina Matilde Sánchez, sugiere que las narrativas del yo y la “tormenta digital” en la que estamos inmersos pondrían en entredicho nada menos que lo que Coleridge llamó la suspensión voluntaria de la incredulidad. “Históricamente la ficción se fundó en un pacto entre autor y lector, quienes convienen en dar por efectivamente sucedida una experiencia no real, por descabellada que sea, con protagonistas de invención. Ese protocolo es lo que hoy cruje”. La ficción estaría “recurriendo a intensificadores referenciales, en busca de cercanía y autenticidad para su pacto de identificación y verosimilitud”. Uno de ellos sería la escritura, poco menos que obligatoria, en primera persona; otro, el uso del tiempo presente, que emula la inmediatez de las pantallas. Sánchez sugiere lúcidamente que los grandes conglomerados editoriales asientan sus cimientos (aplicando una sutil censura de mercado) en la “novela realista masiva, cuyos parámetros de verosimilitud se consolidaron en el siglo XIX”.
Asimismo, vincula lo que Josefina Ludmer ha llamado “literaturas postautónomas” con la emergencia y proliferación de microeditoriales, sugiriendo que estas cumplen la función que en algún momento tuvieron, al menos en el Cono Sur, las revistas literarias. Sánchez observa que, para hacerse un lugar en el campo literario, hace unos años la opción incuestionable era abordarlo desde la creación, mientras que ahora en muchos casos ese proyecto de inserción pasa por fundar una pequeña editorial, las que muchas veces no pasan de ser expresiones de deseo en las redes sociales. Este afán de erigirse en intermediarios culturales puede asociarse a la consolidación, en las artes visuales, de la figura del curador como un macro articulador de discurso, como un arquitecto (para recurrir a una metáfora masónica) que da coherencia, dirección y sentido al trabajo de esos albañiles que serían los artistas.
Cristina Rivera-Garza, en su ensayo “Contra la ficción”, sobre el monumental proyecto autoficcional del novelista noruego Karl Ove Knausgård, observa: “La literatura, al menos la literatura como artefacto cultural de la burguesía del XVIII, enfrenta, con las tecnologías del XXI, uno de sus retos más fuertes y vívidos”. La novela autobiográfica de 3.500 páginas de título hitleriano, Mi lucha (Min Kamp en el noruego original) de Knausgård, lleva a su expresión más radical el género de la autoficción: textos narrativos que se presentan como ficticios, pero cuyo narrador y protagonista ostentan el mismo nombre que el autor. Según el crítico español Manuel Alberca, estos textos híbridos generan un pacto ambiguo con el lector, ya que se equilibran en esa ambivalencia, trabajan sobre un material biográfico pero al mismo tiempo ponen en duda su propia capacidad para configurar objetivamente el yo. Ese pacto no corresponde a la suspensión de la incredulidad de Coleridge.
César Aira ha llamado la atención sobre la uniformidad de ciertas producciones literarias emergentes (en el sentido, ahora sí, de autores y autoras que arrancan sus trayectorias), todas en un registro autobiográfico, basadas de manera más bien mimética en vidas que a Aira le parecen lisa y llanamente poco interesantes. Diamela Eltit, por su parte, augura que la moda de lo autobiográfico, que asocia al individualismo a ultranza impuesto por el modelo neoliberal –y que acaso converge también con la morbosa explotación comercial de la intimidad en la telerrealidad, el exhibicionismo en las redes sociales e incluso con el género de la autoayuda–, “va a pasar”. Le llama la atención que, después de propuestas que pusieron en duda la integridad y coherencia del yo, a partir del modernismo europeo, nos encontremos ante lo que ella llama un “yo garantizado”, libre de fisuras. Es probable que este haya alcanzado su momento más álgido antes del derrumbe frente a la irrupción, en múltiples focos, de reivindicaciones sociales que se plantean no ya desde el yo, sino desde lo colectivo.
El filósofo pragmático Richard Rorty, padre del “giro lingüístico”, postuló un proceso histórico de asimilación de modalidades de conocimiento: en algún momento, la filosofía absorbió a la religión cuya hegemonía había puesto en jaque, releyendo los textos religiosos como si hubieran sido una variante de la filosofía. Más tarde, la literatura leyó a la religión y a la filosofía como discursos literarios. ¿Es posible que la literatura (y la religión y la filosofía) estén siendo fagocitadas por una forma de discurso emergente, que aún no acabamos de vislumbrar, devoradas por el hambre de realidad?
El desmoronamiento de los cánones ha significado que el valor de las escrituras ya no se basa en la autoridad cognitiva del narrador (y, en último término, del escritor o escritora que lo ensambla) sino en la autenticidad. Más que el cómo, se ha vuelto cada vez más estratégico el lugar desde donde se enuncia. Más que la complejidad cognitiva, importa el correlato con una experiencia vivida, ya sea personal o colectiva, lo que en América Latina está además amarrado –y lo ha estado desde siempre– al problema de la identidad proyectada, el fantasma del exotismo. La identidad personal fue un problema central en la novela, marcada por la inquietud frente a su posible desdoblamiento (antes de la novela, en Shakespeare, el yo aparece como una máscara, algo que se representa, potencialmente múltiple); los modernistas europeos lo erosionaron desde las técnicas literarias. El paso a la política de la identidad, en cambio, parece haber contribuido a robustecerlo. La noción de canon estuvo ya en sus orígenes bíblicos asociada al problema de la autoridad: quién tenía el derecho a narrar. Y esa autoridad tuvo bases frágiles y fue, por lo tanto, ansiosa. Para los textos que conforman el llamado canon literario, esa autoridad es autosustentada y evidente, se justifica a sí misma y opera por un principio de consenso o masa crítica. El paso de ese canon al dialoguismo –tomando el léxico de Bajtín–, el afán, según la celebre sentencia de Gayatri Spivak, de ya no hablar por el otro sino con el otro, implica una concepción de la identidad como pertenencia a un grupo con reivindicaciones necesariamente políticas. La literatura, en su fase “postautónoma”, debe estar respaldada por un sustrato biográfico o histórico.
La primacía del registro biográfico puede ser vista como parte de una oscilación pendular: un punto en la trayectoria que va desde las escrituras anónimas medievales a la primacía incontrarrestada del autor (y su vasta interioridad) para el Romanticismo, y de allí al énfasis en el texto de la Nueva Crítica norteamericana y la declaración posestructuralista de la muerte del autor, a la preocupación por los horizontes de expectativas culturales de la teoría de la recepción (que tuviera su precursor en Pierre Menard): el acento en los lectores in fabula. El énfasis se sitúa otra vez en el autor, ahora en su “realidad”.
El imperio de la autenticidad convoca y valida el discurso autoetnográfico cuyas loas canta Shields, al que, al menos como ejercicio, se pueden aplicar criterios relevantes a lo etnográfico a secas. En particular, los conceptos de “emic” y “etic”, acuñados por el lingüista Kenneth Pike y adoptados por la antropología social y, en particular, el materialismo cultural. La distinción entre “emic” y “etic” alude a dos tipos de descripción de los hechos sociales. “Emic” corresponde al punto de vista del nativo y “etic” al del extranjero, el etnógrafo en un sentido tradicional. Avances recientes en ciencia cognitiva, neurociencia, genética del comportamiento y psicología evolutiva, entre otras disciplinas, han reivindicado –reaccionando contra la hegemonía del constructivismo en el siglo pasado, acaso también de manera pendular– la perspectiva “etic”. Lo mismo vale para la llamada Big History, la tendencia a abordar historiográficamente grandes ciclos de tiempo. O el popular ensayo del geógrafo Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero, que ofrece una gran narrativa plausible sobre las diferencias entre distintas culturas, más o menos en línea con el materialismo cultural, sin recurrir a características raciales inherentes. Una macro narrativa que, más allá de su exactitud, necesariamente desborda las posibilidades de los relatos y mitologías locales, en el registro “emic”. ¿Es posible que entre la autenticidad y el afán de comprenderse, se entable una relación de suma cero, que deba saldarse mediante mutuas concesiones? En literatura, el salto entre diferentes niveles de abstracción, o tipos lógicos, en léxico filosófico, abre los horizontes de la ironía y de la paradoja (a propósito de la teoría de los tipos lógicos, de la que se valieron Russell y Whitehead para “resolver” el problema de las clases de clases, y que parodió Borges en “El idioma analítico de John Wilkins” (1941) en su alusión, en la tipología de animales contenida en una enciclopedia china apócrifa, a aquellos “incluidos en esta clasificación”; Iris Murdoch conjeturó, en The Black Prince (1973) que esa paradoja se refería a la imposibilidad de conocerse a sí mismo utilizando el propio aparato cognitivo). La opacidad psicológica fundamental que las convenciones de la ficción canónica ofrecían la ilusión de traspasar, mediante narradores onmiscientes, por ejemplo, no se disuelve por completo en las escrituras del yo. No sugiero que el registro autobiográfico excluya la posibilidad de la ironía, pero sin duda la limita: acaso no sea casualidad que el escritor más irónico del canon, Shakespeare, sea también, por lejos, el menos autobiográfico. Tiendo a asociar esto con la noción en el mundo islámico de la sabiduría de los idiotas. Esta puede interpretarse, al menos, de dos maneras: por una parte, como una alusión a los límites del intelecto, la Razón mecanicista que sería entronizada por la Ilustración, y, por otra, como la posibilidad de iluminar patrones de conducta o pensamiento de la audiencia desactivando sus barreras psicológicas de resistencia: el lector o espectador se ríe de buena gana de las torpezas del “idiota” sin darse cuenta de que se mira en un espejo, se mofa de sí mismo, lo que podría transformarse, con el paso del tiempo, en una oportunidad de autoobservación, iluminar una zona ciega. El mecanismo no es una trampa contra el individuo como un todo (si es que tal cosa existe), sino solo contra aquella parte de la personalidad que se alarma ante la crítica; como señaló Emerson: “los argumentos no convencen a nadie”. Los bufones shakesperianos parecen cumplir ambas funciones.
Más allá de las posibilidades de la ironía y la paradoja, la incorporación de “pedazos cada vez más grandes de realidad” en textos plantea la cuestión, no menor (y que desborda las posibilidades de estas notas), de la relación entre el lenguaje y la realidad, una realidad que, al igual que el yo a juicio de Eltit, estaría de alguna forma garantizada, se daría por sentada. La polémica desatada hace una década por el descubrimiento de que el libro de memorias A Million Little Pieces de James Frey contenía errores factuales, se basaba, como ha resaltado David Shields, en una visión bastante ingenua del género autobiográfico, que ignora la premisa básica de que toda autobiografía implica una construcción del yo, está contaminada de ficción. El caso de Frey había tenido su correlato unos años antes en América Latina –o, más bien, en la academia norteamericana ocupada de América Latina– a partir de la publicación del libro del antropólogo David Stoll Rigoberta Menchú and the Story of All Poor Guatemalans, que buscaba desenmascarar las distorsiones e inexactitudes del testimonio de la ganadora del Premio Nobel de la Paz. La controversia sobre Rigoberta Menchú incluyó argumentos atendibles de ambas partes sobre las fronteras entre realidad y ficción, en el contexto de un género como el testimonio que se propone precisamente desdibujar esos límites y también otros: entre oralidad y escritura, entre cultura letrada y popular, entre autoría y dialoguismo, etc. Los descargos del bando “conservador” incluían una postura rígida sobre las posibilidades de ficcionalización autobiográfica con tintes racistas y clasistas: en el proceso de ofrecer la palabra a las voces subalternas, parece encadenarse al mundo subordinado a una noción estricta de verdad, como si la elaboración fuera prerrogativa de las clases letradas. Las obras de autoficción contemporáneas, en su pacto ambiguo con los lectores, han dado varias vueltas de tuerca al problema del yo, dudan de sí mismas y ostentan esa incerteza. Pero ello no obsta a que siga siendo válida la aseveración de Nabokov de que la palabra “realidad” siempre debe escribirse entre comillas.
Se ha señalado que el gran retratista Norman Rockwell, que prodigó en sus portadas del Saturday Evening Post –en su estilo sentimental, por no decir almibarado– una vasta galería de sujetos genéricos, de norteamericanos estereotípicos, fue reemplazado en la década de 1960 por Andy Warhol (ese inigualable genio de la autopromoción), cuyos retratos marcaron la transición de un elogio del ciudadano medio al culto a las celebridades, figuras excepcionales, dignas de ser, como indica su nombre, celebradas. En los comienzos de la telerrealidad, se escudriñaba la privacidad de personas comunes como si fueran celebridades. Con el paso del tiempo, esos 15 minutos de fama (según el célebre dictum warholiano) dieron paso a celebridades menores y desechables, una multiplicación de panteones subalternos. Y, a su vez, se ha hecho lo contrario, se ha tomado a verdaderas celebridades para sacar a luz la mediocridad de sus rutinas cotidianas, ilustrando el principio budista de que todos tenemos los pies en el fango, nivelando –en una demostración del pesimismo ambiental– hacia abajo. Me cuenta un amigo que en Brasil, cuando se adaptó la serie Cops, los delincuentes arruinaban las secuencias ya que, luego de las persecuciones de rigor, mientras eran bruscamente detenidos y esposados, sonreían a la cámara. La presencia de esta transforma la telerrealidad en una cacería epistemológica, en cuya prehistoria es posible situar la película Film (1968), cuyo guión escribió Samuel Beckett, en que Buster Keaton huía aterrorizado del ojo implacable de la cámara, ilustrando la sentencia de Berkeley: “ser es ser percibido”. En un sentido menos brutal que Cops, en que los agentes de la ley van tras los pasos de quienes vulneran la legalidad, la “realidad” proporciona combustible para ese instrumento crucial de socialización y control: el rumor, el cotilleo, el escudriñamiento morboso –y moralizante– de la vida de los otros.
A la ansiedad de Steve Almond ante el fin de la narratividad (y la de Mario Vargas Llosa y Harold Bloom, entre otros, ante la proliferación y el efecto corrosivo de las pantallas, la erosión y banalización digital de la cultura) se puede oponer, de manera más bien trivial, la idea de que el contar historias es consustancial a nuestra naturaleza, un “universal humano”, y que cabe esperar que prosiga de maneras aún insospechadas. Probablemente no vaya a asumir una forma reconocible como tal por la persona que decía érase una vez en torno a una fogata o cercana a lo que estamos acostumbrados a reconocer como un narrador literario. Parte de esa ansiedad se debe a una confusión, ubicua hasta el grado de resultarnos invisible, entre contenido y recipiente, entre medios y fines. Los libros, la misma literatura, pasaron de ser medios para un fin a fines en sí mismos, según advierte Borges en “Del culto de los libros”. El antropólogo Edward T. Hall ha llamado a este fenómeno “transferencia de extensiones”. La cultura está hecha de artefactos e instituciones que extienden funciones humanas. Con el paso del tiempo adquieren vida propia, se transforman en máquinas autopreservantes. Ya no solo sirven a las personas sino que pasan en gran medida a ser servidas por estas. El énfasis excesivo en los soportes, en detrimento de aquello que canalizan, puede explicarse en virtud del prestigio social de ciertas formas de creatividad y a una natural tendencia a sobrevalorar la propia vocación, que, de lo contrario, redundaría en un grado de disonancia cognitiva. Lo que estaría en crisis, por no decir en sus últimos estertores, sería el medio, no el fin; la extensión, no la facultad humana que extiende. Pero esa constatación, insisto, trivial, no necesariamente arroja luz sobre los procesos de emergencia ni permite obviar la dificultad esencial de describirlos, aludida con humor por Niels Bohr: lo que Philip Roth ha llamado, en referencia a los procesos históricos, “lo inesperado implacable”. Y que puede cifrarse en una tautología: solo cabe esperar lo inesperado.
Un mismo proceso social se ha constatado y descrito en diversas instancias. En algún lugar, surge, de manera improbable, una idea innovadora, revolucionaria (todo progreso deriva de una innovación, pero no toda innovación desemboca en progreso: avanzamos por ensayo y error). Esta idea A se origina en un individuo o en un grupo reducido de personas, que luchan por propugnarla ante la tenaz resistencia de sectores hegemónicos o que ven amenazadas sus certidumbres y prerrogativas por esta innovación. La idea se abre paso con lentitud y grandes dificultades hasta que alcanza un punto crítico y de pronto comienza a extenderse y ser aceptada a una velocidad y con una facilidad que poco antes hubieran resultado asombrosas, gana impulso y de pronto se impone como ampliamente aceptada. En un lugar y desde una fuente inesperados surge una idea B (innovadora, revolucionaria) que de alguna manera pone en jaque a la idea A. Los antiguos innovadores, campeones de la idea A, instalados ahora en un espacio de poder, movilizan todas sus fuerzas para resistir el avance de la idea B, que, no obstante todas las dificultades y obstáculos, se abre paso laboriosamente hasta alcanzar un punto crítico, etc. Una de las descripciones más económicas de este proceso es la de Raymond Williams, quien lo considera de manera sincrónica, señalando que en todo momento conviven en una cultura elementos emergentes, dominantes y residuales.
Para la teoría de sistemas, aquello que emerge no puede ser explicado en función de las propiedades de sus componentes o de una continuidad con estados anteriores, pero, una vez que se ha expresado, redefine lo anterior. La emergencia implica una paradoja por cuanto quiebra la continuidad temporal. Lo que emerge es a la vez sorpresivo y necesario, rompe con lo que existía antes pero nos resulta parsimonioso, casi inevitable. Ello es particularmente válido en el caso de las innovaciones exitosas, no solo en el terreno social o artístico, sino también en el ámbito científico. El matemático G. H. Hardy ha observado: “En una buena demostración, hay un alto grado de imprevisibilidad, combinada con inevitabilidad y economía. El argumento asume una forma extraña y sorpresiva: las herramientas empleadas parecen infantilmente simples si se las compara con lo enorme de sus consecuencias, pero no hay escapatoria de sus conclusiones”. T. S. Eliot incorporó una intuición similar a su idea de las tradiciones literarias: los escritores que se sitúan al final de una tradición (como el propio Eliot, cuyos notables ejercicios ensayísticos dan forma a una crítica “no desinteresada”) la modifican en sentido retroactivo, influyen en sus precursores.
Los tiempos de la experiencia y de la memoria no son equiparables. La disrupción temporal introducida por la memoria se proyecta hacia atrás en el tiempo. Se ha dicho que la historia no es lo que sucedió, sino lo que algunos han considerado importante. Es posible que los verdaderos núcleos o nodos de emergencia permanezcan secretos, en el sentido en que Borges habló de un “pudor de la historia”. Es posible que en el proceso que lleva de lo emergente a lo dominante ocurran distorsiones o pérdidas, de modo que aquello que llega a entronizarse no equivalga exactamente a lo que surgió. Como señala el narrador de “Pierre Menard”: “la gloria es una incomprensión y quizá la peor”. Así, lo dominante lo sería solo en apariencia, quizás –adoptando el vocabulario de la antigua fe revolucionaria– los “motores de la historia” no estén velados. La fetichización de los vehículos nos llevaría a adorar carcasas vacías.
El abogado y crítico de arte chileno José Zalaquett sostuvo en un artículo publicado en 2013 que “vivimos no una época de cambios, sino un cambio de época”. Con el fin de la Guerra Fría, quedaron atrás un siglo largo (el XIX) y otro corto (el XX), según la caracterización de Hobsbawm y Habermas. Estamos en los albores de una transformación histórica a gran escala, un salto cuántico en la evolución de la humanidad. Pero la sensación de agotamiento del paradigma anterior –que el plano de la política democrática se encarna en el sistema de representación ciudadana por medio de partidos políticos, que, según todo parece indicar, no da para más– y las demostraciones de descontento masivas en pos de una mayor igualdad, no han configurado propuestas y ni siquiera vislumbrado lo que está por venir. Es decir, nos encontramos en un interregno en que constatamos que se ha cerrado una época, pero aquella que le va a suceder no acaba de manifestarse. Zalaquett aventura con cautela que “[l] as grandes mutaciones de hoy y del tiempo por venir tocan a las posibilidades de información y comunicación, la extensión de la vida humana, los sistemas dominantes de producción y consumo, la demografía, las modalidades del trabajo y descanso.”
Por su parte, el filósofo germano-norteamericano Hans Ulrich Gumbrecht ha postulado en sus trabajos más recientes que nuestra concepción del tiempo, que llama “cronótopo”, ha experimentado en las últimas décadas una transmutación decisiva. Antes imperaba un cronótopo historicista: el pasado era algo que dejábamos atrás, el futuro se nos presentaba como un horizonte abierto de posibilidades y el presente como un punto de transición, en palabras de Baudelaire, “imperceptiblemente breve”. El tiempo era un agente absoluto de transformación. En el cronótopo actual, post historicista, nos encontramos inundados de pasado, el futuro se cierne sobre nosotros como un conjunto de catástrofes inevitables y el presente se ensancha sin fin hasta resultar inescapable. Gumbrecht describe nuestro actual momento histórico, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, como dominado por una atmósfera de latencia, de espera. En alusión a otro cambio de época, el derrumbe de un modelo de civilización que marcó el comienzo de ese siglo corto, el XX, J. M. Coetzee se ha referido a la emergencia del temprano modernismo europeo como una “crisis premonitoria de las artes”.
La eclosión de Bob Dylan y los Beatles en la primera mitad de la década de los sesenta cambió radicalmente y casi de un momento a otro las reglas del juego de la industria de la música popular (incluyendo el que los artistas escribieran su propio material y asumieran cierto control sobre la producción, hasta llegar a fundar pequeños sellos discográficos propios, externalizando la distribución), de modo que en 1970 esa industria era irreconocible según los estándares de solo diez años antes. El amor propio de los artistas quisiera que siempre fuera así, pero lo cierto es que no solo pueden emerger obras creativas que rompan los esquemas asentados sino también nuevas e inesperadas condiciones de recepción. Un poema de Neruda en 1964, por ejemplo, es objetivamente distinto a ese mismo poema leído en 2014. Para decirlo en palabras nerudianas, “han pasado impuros los años”, que han hecho mella en la estatura de su obra, al menos en Chile. Es a estas alturas un lugar común declarar que la punta de lanza en la narratividad (para usar el término de Almond) audiovisual se desplazó hace más de una década del cine a las series de televisión. Estas constataciones triviales se traducen en una única fórmula: no existen fórmulas, formas menos o más válidas, solo cabe distinguir entre lo que funciona y lo que no. Como declara el Evangelio: “el Espíritu sopla donde quiere”.
En el plano de la comunicación escrita, se ha comparado el advenimiento de lo digital con la revolución que significó la invención de la imprenta. La “tormenta digital” conlleva sin duda el surgimiento de nuevas maneras de leer, que incluyen la posibilidad de textos “ambientales”, que asumen la superposición de múltiples formatos y focos de atención. Gumbrecht ha descrito las prácticas de lectura de sus alumnos y alumnas, una brecha generacional que cifra en términos de agilidad, funcionalidad, capacidad de atravesar los niveles retóricos y estilísticos, para acceder, con insólita eficiencia, al contenido, procesando grandes cantidades de texto en términos de “información”. La ubicuidad tecnológica va desdibujando los límites entre obra y mente, y también entre obra y cuaderno de notas, cada vez importa más el mecanismo, el cultivo de una mirada peculiar (asumiendo que todo relato elabora variaciones en torno a un puñado de temas posibles); el contenido quedará, más temprano que tarde, obsoleto. Como ha dicho el gran pintor realista español Antonio López: “En arte todos son lugares de paso”. La ansiedad ante este torrente vertiginoso de emergencias puede explicarse en términos de la resistencia a las nuevas tecnologías que describió McLuhan. Yo prefiero volver a Hall: las extensiones de que está hecha la cultura no son nunca capaces de reemplazar todos los elementos de la facultad humana que amplifican. Realizar un viaje en auto es más eficiente que ir caminando, pero hay una parte de la experiencia del caminar que el vehículo motorizado no logra capturar, se produce una pérdida. La nueva extensión, lo queramos o no, termina siendo adoptada por un criterio de eficiencia. Es natural que surjan voces nostálgicas, pesimistas. En las antípodas se sitúa, por supuesto, la celebración acrítica, la idea que “la tecnología nos hará libres” (como antes prometieron la religión, la Razón y la ideología), ignorando que las innovaciones son siempre cooptadas por las lógicas del poder, la más obvia de las cuales es hoy la hipervigilancia. Las pantallas también nos observan.
Doris Lessing anotó en su autobiografía que escribía para saber qué pensaba sobre determinados asuntos. Y quién era. (También sostuvo, en relación al ejercicio mismo de redactarla, que en ciertas áreas la ficción puede acercarse más a la verdad que la “realidad”.) Robert Graves relató que al escribir un poema, más que crearlo, tenía la sensación de desenterrar algo que ya existía entero en alguna parte. Una vez redactado, debía vencer la tentación de forzarlo, hacerlo más profundo o inteligente o trascendental de lo que simplemente era. Respecto a la confusión o relación compleja entre fines y medios, es posible concebir la literatura (y todas las artes) como un medio para un fin que resulta, al menos en parte, desconocido, lo que quizás equivaldría a la noción kantiana de un propósito sin propósito. Lessing sostiene que los artistas e intelectuales serían algo así como el sistema nervioso de una sociedad. Los procesos de emergencia bien pueden ser colectivos. Hay ideas que, como comprueban una y otra vez los impulsores de toda empresa creativa, “flotan en el aire”. Los relatos más o menos idénticos de los alumnos de Steve Almond, la cohorte de sujetos mal afeitados que despiertan en lugares desconocidos y no tienen idea de cómo llegaron hasta allí, dan fe de ello. Lo cual vale también para la súbita vitalidad de determinados formatos (como la crónica) y la languidez de otros, el agotamiento de ciertos combustibles. El angry young man inglés Colin Wilson llegó a postular que tal vez la conciencia fuera una entidad o sustancia sutil con existencia propia, externa, no producida por los seres humanos, cuyos cerebros la reflejarían como fragmentos de un espejo roto.
La tiranía del zeitgeist dicta hoy, para bien o para mal, el hambre de realidad. No sabemos si será saciado o si acabará por devorar lo que hasta hace poco se entendía por literatura. Me viene a la mente una afirmación del escritor de viajes Tahir Shah, a propósito de la concentración extrema y placentera inherente a cualquier actividad creativa –que la psicología denomina flow–: que esa inmersión profunda en los mundos posibles que se erigen o exploran mediante la escritura (¿y la lectura?) nos sumerge en una realidad más real que el contexto cotidiano que dejamos atrás. A propósito de los procesos de emergencia, quisiera cerrar parafraseando la sentencia de William Blake: lo que ahora es real alguna vez fue solo imaginado.