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Distopía y archivo en Entremuros de Sergio Missana

Por Fernando Moreno
Universidad de Poitiers, CRLA-Archivos
Publicado en "Narrativa chilena actual Dictadura, neoliberalismo, subjetividad y textualidad"
Macarena Areco; Fernando Moreno; Cécile Quintana (dir.) (2022)
Editions des archives contemporaines, France


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Resumen:

La novela del escritor chileno Sergio Missana, Entremuros (2019), responde a los rasgos característicos de la distopía. En una ciudad latinoamericana azotada por la violencia y la destrucción, y a partir del descubrimiento de un crimen y de la supuesta investigación para que se pueda encontrar a los culpables, la narración da pábulo para la exposición de temáticas vinculadas con la configuración de un imaginario espacial social y político distópico –donde el archivo desempeña un papel destacado–, también de subjetividades desgarradas, al tiempo que propone una reflexión relacionada con las nefandas consecuencias de todo orden del supuesto desarrollo en la era del capitalismo tardío, construyéndose como una novela híbrida en la que confluyen ciencia ficción, política, testimonio y novela negra.

Palabras clave: Ciencia ficción, distopía, archivo, novela negra

 

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Comienzo estas notas con una cita. Son las primeras líneas de Entremuros (2019), el texto aquí comentado, una novela reciente del escritor chileno Sergio Missana(1) :

Atravesamos los muros como fantasmas. Los restos de dos edificios colapsados obturan el último trecho del callejón y nos obligan a derrapar en los escombros sueltos, a equilibrarnos sobre lozas cubiertas de linóleo, a trasponer cantos serrados de ladrillos y baldosas. Esta franja al sur del sitio eriazo, una zona de frontera, lleva largo tiempo deshabitada. A juzgar por las escasas señales de vida –bolsas de plástico, antiguas fogatas, trazas de olor a excrementos y orina rancia– solo la transitan grupos nómades. En este lugar el interior se ha vuelto exterior. Es el reverso de algo: un mundo nocturno a plena luz del día (9).

Incertidumbre, inseguridad, dificultad, peligro, indefinición, vacío, carencia, degradación, residuo, suciedad, oscuridad, inversión de órdenes, mundo al revés, son algunas de las imágenes y las ideas que emergen de este íncipit. Con estas figuraciones y percepciones se inicia, entonces, esta, a veces, enigmática narración que, en un primer momento, podría ser adscrita a la categoría de la novela detectivesca, puesto que, desde el punto de vista de la trama, esta arranca precisamente con un grupo de policías que se desplazan hasta el escenario de un crimen –se trata del despiadado asesinato de una joven mujer, Marlén Díaz– y que gran parte de ella gira en torno a la investigación tendiente al descubrimiento del culpable y de sus móviles.

Pero Entremuros no es solo eso, claro está, porque la narración da pábulo para la exposición de temáticas vinculadas con la configuración de un imaginario espacial, social y político distópico, también de subjetividades desgarradas, al tiempo que propone una reflexión relacionada con las nefandas consecuencias de todo orden provocadas por el supuesto progreso y desarrollo característicos de nuestra era, la del capitalismo tardío. Veamos todo esto con más detalles, aunque estos no serán muchos, puesto que aquí propongo solo un esbozo de lectura de la obra.

La novela se presenta dividida en seis capítulos cuyos títulos corresponden a los personajes centrales de cada uno de ellos. Las perspectivas narrativas utilizadas son dos y su distribución resulta armónicamente alternada: la primera persona para los capítulos “Boro” (primero y cuarto), “Cal” (segundo) y “Anderson” (quinto). La tercera para los capítulos “Tania” (tercero) y “Sara” (sexto). En ellos priman las reflexiones y consideraciones de los hablantes sobre sus propias historias o sobre aquellas en las que se encuentran implicados, así como las descripciones de los distintos movimientos efectuados y de los ambientes o lugares que se recorren o atraviesan.

El primero de los espacios descritos es el de la ciudad. Se trata de una gran ciudad latinoamericana no identificada, con líneas de trenes abandonadas, puentes colgantes, extensos sectores marginales o desertados, y en la que priman la violencia, el saqueo y el deterioro. El lugar acusa los efectos de un cambio climático y su consecuente degradación ecológica: “Cada año el desierto se adentra un poco más en la ciudad. Hay áreas en el extremo norte en que, se dice, las dunas se apoyan contra los edificios y muros como rompientes. Los veranos se alargan, las olas de calor son cada vez más devastadoras. La sequía actual se ha prolongado por una década” (31), afirma el primer narrador. A través de sus palabras, el lector constata, además, una suerte de involución que atañe sobre todo a la locomoción, de modo que los escasos vehículos motorizados no pueden sino tener dificultades para progresar en medio de “montículos de escombros, tierra endurecida y basura, planchas hinchadas de yeso, neumáticos de viejas barricadas” y de todo tipo de ruinas o desechos. Así, se ha regresado a lo que Boro llama “formas atávicas de transporte” (17), y solo quedan algunos “recordatorios –los muñones torcidos de señales de tránsito, las deslavadas líneas paralelas en algunas esquinas– de la época en que el tráfico dominaba las calles” (17).

Es una ciudad en la que, si bien existe la llamada Administración –de la que depende el cuerpo policial, al que pertenece Boro, uno de los personajes más destacados–, esta parece ser más bien una dependencia de un sistema invisible e inasible; una administración que, según otro de los personajes narradores (Anderson), se ocupa de la distribución de provisiones a los mercados, y se caracteriza por su burocracia insondable y por la presencia de supervisores asfixiantes y subordinados incompetentes (185).

En la ciudad quienes detentan y ostentan el poder son las más que influyentes pandillas de narcotraficantes y de todo tipo de actividades ilícitas; sobresalen en particular las bandas llamadas los Erres y los Nanos, enemigos irreconciliables, en constante confrontación por la supremacía territorial y operacional. De modo que, en realidad, los habitantes dependen y están subordinados a uno u otro de esos grupos. Tangencialmente existen partidas de adolescentes, los claneros, quienes también, por medio de su actuar, distribuyen una alta dosis de violencia por los distintos sectores de la urbe.

Esta ciudad es un espacio del que la mayoría de los personajes –incluyendo al ya citado Boro– quiere escapar, abandonarlo, huir, atravesar sus fronteras para instalarse en otros lugares menos opresivos e inhóspitos. De ahí que exista también otra importante categoría de personajes, los coyotes, de los que se dice que eran un “gremio muy antiguo, casi una sociedad secreta, y se consideraban a sí mismos una fuerza vital, el sistema circulatorio de la ciudad” (99-100). Se trata, evidentemente, de una alusión directa a aquellos traficantes de migrantes, a cuyos servicios recurren los indocumentados que buscan la manera de ingresar a Estados Unidos desde el territorio mexicano, por ejemplo.

También se nos habla de otro tipo de personaje que adquiere bastante relevancia. Son los “diseñados”, quienes se desempeñan ya sea como funcionarios de la administración, o bien como voluntarios de las ONG u operarios en las minas. Son, como lo indica el propio Anderson, seres distintos, que provienen de otros lugares, que aparecen abandonados en espacios públicos, niños o adolescentes, con las memorias cauterizadas y cuyos cuerpos y mentes han sido concebidos para facilitar el aprendizaje y para potenciar la resistencia y la disciplina, entre otros aspectos (197-198). Pero qué son realmente, quiénes los crearon y diseñaron, cómo han procedido para ello, son preguntas que quedan sin respuesta y constituyen uno de los tantos enigmas, otro de los tantos misterios que pululan en las historias de Entremuros y de los cuales las constantes y múltiples interrogantes que los personajes y narradores se formulan a lo largo del relato resultan un espejo escritural.

De lo que sí se tiene certeza es que la actividad económica esencial en aquel lugar es la extracción minera, una tarea gigantesca desde todo punto de vista:

Las faenas abarcan inmensas expansiones de la ciudad a una escala que desafía el entendimiento humano: camiones descomunales ante los cuales cualquier otro parecería un juguete, vastas chimeneas escupiendo trenzas de humo pestilente que se extienden hasta el horizonte oscureciendo el cielo, montañas de tierra removida […], lagos de residuos químicos de colores fantásticos –índigo, turquesa, dorado– tan irreales a la vista como los paisajes de los sueños o la superficie de un planeta desconocido” (160).

Otra de las certezas, como se señaló hace poco, es que, por distintas motivaciones, pero todas aunadas por el anhelo y la esperanza de poder cambiar de modo de vida, de abandonar las distintas manifestaciones opresivas y asfixiantes de esa ciudad –donde, por lo demás, la cárcel está administrada por los propios reos–, los personajes hagan todo lo posible e incluso lo impensable para traspasar sus fronteras, para intentar alcanzar otros territorios, espacios que se consideran diferentes, libres de restricciones y coerciones. Los que lo logran llegan a los denominados campamentos, pero experimentan las etapas iniciales “de lo que sea que afecta a la ciudad”, pues siguen estando bajo la amenaza no tan latente del deterioro y de la actividad de los Nanos y los Erres: “Las alambradas nos resguardan de ellos, pero no de sus drogas, sus armas, los refugiados que trafican, la información que diseminan y recogen” (142). En muchos casos, las bastante onerosas y muy peligrosas travesías no significan más que salir de un encierro para entrar en otro, pasar de una precariedad sin libertad a una libertad aparente y precaria. En cierto sentido, puede verse aquí, la formulación de un imaginario social que invita y empuja hacia espacios heterotópicos, en los cuales se trata de recuperar la materialidad de las cosas y sus funciones concretas e inmediatas, porque de esa manera quizás puedan dar respuesta a necesidades básicas y elementales de los individuos. Pero tales acciones no implican ni suponen para nada una suerte de reivindicación nostálgica, con fundamentos ecológicos, de formas de vida tradicionales; se trata, más bien, de una reacción imperiosa y casi refleja ante las señas y señales de los efectos desastrosos provenientes de los proyectos del pasado inmediato, que pueden resurgir en grado diverso, en distintas otras escalas y en nuevos ámbitos.

Aludí al comienzo a la configuración de un imaginario distópico. Como lo han señalado los estudiosos y teóricos del tema, y como lo resume Elisabeta di Minico, la distopía aparece como expresión literaria de la desconfianza hacia la utopía, a través de una ficción prospectiva que presenta un mundo execrable instalado en un futuro cercano, y donde se plantean problemas relacionados con la deshumanización, la alienación o la manipulación de los discursos, a menudo en escenarios pos apocalípticos, en universos sometidos a un rígido control o inmersos en una anomia radical (11-12), o de la escasez, según lo planteado por Becerra (2016). Muchos especialistas también coinciden en señalar que las distopías poseen una vocación crítica en relación con los conflictos que aquejan nuestra experiencia en muy distintos niveles: social, político, económico, tecnológico, demográfico, medioambiental, entre otros Moylan (2000) y Claeys (2017). De este modo, la distopía se caracteriza por establecer una relación metonímica con el presente y comparte, como afirma Jameson (2005), muchos aspectos en común, muy fácilmente identificables, con aquella realidad desde la que un autor imagina, concibe y da cuerpo a su obra y desde la cual el lector entra en contacto con ella.

Situados en esta perspectiva, no es difícil reconocer en la novela de Sergio Missana aquellos rasgos que constituyen los síntomas de un estado de crisis de y en la sociedad, esas señales y manifestaciones de los problemas y conflictos que aquejan a las sociedades neoliberales modélicas, a saber, y entre otros, la desigualdad y la desintegración social, la atenuación o desaparición del rol del Estado-nación, la explotación desmesurada de los recursos naturales, las catástrofes climáticas y medioambientales, la ola inacabada de migraciones desde espacios precarios hacia otros considerados como de salvación, la multiplicación de los campos de refugiados, la explotación y la violencia generalizadas.

Ahora bien, como recuerda Rosa María Díez Cobo, la literatura distópica no puede ser evasiva; en ella contemplamos nuestras propias catástrofes, porque “si algo caracteriza a las distopías es su proximidad con el mundo en el que habitamos y, como ocurre con los relatos de terror, un elemento inextricable a la distopía, es que posee una evidente vertiente catártica, exorcizante. Con todo, cualquier tránsito a través de la experiencia distópica es ambiguo y desnaturalizante” (26). Según la estudiosa, “esta constante ambigüedad es la que genera la articulación del discurso distópico: nos adentra en diversas opciones aciagas para, paralelamente, advertirnos sobre nuestro presente y dejarnos, en la mayoría de ocasiones, inermes ante cualquier posibilidad reformadora real” (27). Es decir –añado–, desarmados, indefensos, impedidos, a ciegas, en un punto ciego, en un callejón sin salida, o entre los muros de una prisión: Entremuros.

Por lo cual sería relativamente fácil deducir que esto es lo que sucede en y con la novela de Missana. Pero me parece que no se puede afirmarlo de manera taxativa, porque la situación se complejiza si nos detenemos en uno de los enigmas centrales de este texto, un elemento que no cesa de cuestionar y de cuestionarse: se trata del llamado “archivo”. Ya bastante avanzadas las diversas intrigas desarrolladas en el texto, y que van configurando una compleja urdimbre narrativa, aparece una primera alusión, que bien podría considerarse anodina, a un archivo, sobre el cual se ha pedido información. Dicho sea de paso, y no tan de paso, la búsqueda de información y la vigilancia, y sus derivas y secuelas, son motivos y situaciones fundamentales en ese mundo, de modo que, en una primera instancia, se podría pensar en las relaciones que el archivo mantiene con el poder, el secreto, la ley y el origen, de acuerdo con las consideraciones emitidas a este propósito por Derrida (1997) o Foucault (2009), por ejemplo. Con el paso de las páginas, ese archivo va a cobrar peso, etéreo pero sólido. Nos enteramos, por ejemplo, de que el Archivo podía corresponder a una categoría particular de historia, a una de las tantas leyendas que se difundían y se distorsionaban por la transmisión oral (191). O bien que no responde exactamente a lo que nosotros podemos entender, en un sentido general y usual, a la idea de archivo, y que va contenida en las acepciones que nos proporciona la Real Academia: “1. m. Conjunto ordenado de documentos que una persona, una sociedad, una institución, etc., producen en el ejercicio de sus funciones o actividades. 2. m. Lugar donde se custodian uno o varios archivos” (2001).

El “archivo” de Entremuros es un dispositivo diferente, algo así como un mapa o un depósito de memoria (196) que se proyecta y actualiza a partir de distintos objetos o animales, como una piedra, o una lagartija, por ejemplo (194, 195). O bien es inexistente o inalcanzable, dice Anderson, quien cree haber descubierto su verdadera naturaleza (215). Pero también se concreta y se manifiesta a través de la experiencia de la joven Sara quien, después de haber sido picada por una araña y a partir de entonces y por un cierto periodo de tiempo, descubre que era capaz de “explorar el mapa, que así llamaba al archivo, sin moverse. Cerraba los ojos y se deslizaba libremente por la ciudad” (255). Este personaje, una niña que guía a los migrantes en sus complejos y difíciles desplazamientos hacia los campamentos, se convierte en el eje en torno al cual giran los acontecimientos y es la que, por medio del narrador, proporciona mayores informaciones, pero no explicaciones, a propósito del Archivo. Se dice que “el mapa le resultaba infinitamente cautivante” y que aprendió a controlarlo, enfocándose en un detalle y dejando que ese punto se expandiera y desplegara, como si atravesara un umbral a otra dimensión. Se nos dice que “ella disfrutaba constatando los vínculos entre eventos, conversaciones y pensamientos sin conexión aparente” (255). Más aún, Sara “Recuerda eventos recientes, o presencia otros que se desvanecían, recuerdos, recuerdos condensados y restringidos por fotografías, o suprimidos por la senilidad o la muerte (256). Asiste a historias dentro de historias, historias que envolvían y modulaban el sentido de otras historias. (257). Ella ve otros avatares del mapa, al que en documentos oficiales se aludía como el archivo: “un espejo deslavado, un montículo de escombros, una cucaracha, la sombra de un árbol. Vio que el mapa era cambiante” (257) y también constata, a través de los ojos de sus antiguos detentadores, objetos que ya había visto y olvidado. El personaje puede avistar y contemplar lugares ubicados en otros ámbitos, “más allá de las fronteras exteriores, y, embelesada, un mundo deslumbrante que ningún esfuerzo de la imaginación hubiera podido conjurar; espacios paradisíacos, grupos de personas y leyó sus pensamientos […] y mucho más” (258). Cada una de estas visiones, señala el narrador, son “vívidas, texturadas, móviles, coexistían con otras, flotando ante ella como burbujas de luz” (263).

Así, el Archivo de Entremuros resulta ser una suerte de Aleph borgiano, esto es, un punto del espacio que contiene todos los puntos, donde están todos los actos, todos los tiempos; es el infinito y el universo. Como bien señala Villarino (2013), si el Aleph es un punto dentro del mundo, entonces es también una parte de aquel, un segmento que paradójicamente contiene al cosmos que a su vez lo incluye y del que forma parte, de modo que “todo está en un aleph simultáneamente, en él está el tiempo junto con todo lo que es y lo que ha sido” (244). Se podría entonces afirmar que se emparenta con una concepción de la literatura, vista como esa maquinaria archivística que puede contener todos los mundos posibles y también los improbables e imposibles.

Desde la retórica de la ironía, Gabriel Saldías (2015) también plantea la idea de que lo distópico, para presentarse en cuanto tal, no puede ser iluso ni escapista, sino que debe asumir su enfrentamiento con la realidad como una afirmación de la que emerge directamente el movimiento utópico que impulsa su creación. Y afirma que lo “distópico, mucho más que lo eutópico, depende de la literatura, se nutre de esta y se expande a partir de la imaginación. El ejercicio literario emerge así […] como un barómetro de diagnóstico frente a la disconformidad ante la realidad, ofreciendo no respuestas, sino las preguntas necesarias y fundamentales para estimular al ser humano a siempre seguir buscando” (501), persiguiendo ese algo que proporcione algún atisbo de esperanza que permita franquear los muros que nos rodean.

Quizás ahí pueda residir una de las posibles explicaciones de ese misterioso e insondable Archivo, de sus posibles efectos y alcances. De su trascendencia e incluso de su performatividad. Porque, como dice el personaje llamado Anderson a propósito de él, “Comprendí que a mis superiores les inquietaba no tanto el contenido –disparatado, absurdo– de esa leyenda como su posible diseminación, en la medida en que ciertas ficciones podían llegar a hacerse realidad en un sentido político” (191).

 

 

 

 

(1) Sergio Missana (1966) es un escritor, periodista, académico, editor, guionista y activista medioambiental chileno. Hasta la fecha ha publicado siete novelas: El invasor (1997), Movimiento falso (2000), La calma (2005), El día de los muertos (2007), Las muertes paralelas (2010), El discípulo (2014) y Entremuros (2018). Ha editados también la colección de crónicas de viajes Lugares de paso (2012) –en colaboración con la fotógrafa Ramsay Turnbull–, el estudio crítico La máquina de pensar de Borges (2003) y la colección de ensayos La distracción (2015). Es coautor, junto con su hija Maya, de los libros infantiles Luis el tímido (2008), Boris y las manzanas (2011) y El gallo loco (2013), y, con su hija Sofía, de No es justo (2014).

 

Referencias

-Becerra, Eduardo (2016). “De la abundancia a la escasez: distopías latinoamericanas del siglo XXI”. Cuadernos de literatura, XX, 201, 262-275.

-Claeys, Gregory. Dystopia: A Natural History. Oxford: Oxford University Press, 2017.

-Derrida, Jacques. Mal de archivo. Una impresión freudiana. Madrid: Trota, 1997.

-Díez Cobo, Rosa María. “Parajes de la desolación en la Literatura Hispanoamericana. La imaginación posapocalíptica en El impostor de Antonio Malpica y Subte de Rafael Pinedo”. Cauce 41, 2019. 23-43.

-Foucault, Michel. La arqueología del saber. Madrid: Siglo XXI, 2009.

-Missana, Sergio. Entremuros. Santiago: Hueders, 2018.

-Moylan, Tom. Scraps of the Untainted Sky: Science Fiction, Utopia, Dystopia. Boulder: Westview Press, 2000.

-Saldías, Rossel, Gabriel. En el peor lugar posible: teoría de lo distópico y su presencia en la narrativa tardofranquista española (1965–1975). Tesis doctoral. Barcelona: Universitat Autònoma de Barcelona, 2015.

-Real Academia española. Diccionario de la lengua española (2001). https://www.rae.es/drae2001/archivo

-Villarino, Hernán. “La función de un Aleph”. Gaceta de Psiquiatría Universitaria, 9, 3, 2013, 244-250.

 

 




 



 

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