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Guerra entre académicos
El discípulo , de Sergio Missana
Por Pedro Gandolfo
Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 30 de marzo de 2014
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La historia principal de El discípulo —la séptima novela del chileno Sergio Missana— narra la relación entre el joven profesor Max Infante, chileno, ex seminarista, homosexual y miembros de una conservadora familia de la plutocracia santiaguina, y el profesor norteamericano Oliver Ryan, especialista eminente en estudios religiosos y, en particular, en los orígenes del cristianismo. Ambos trabajan en una universidad de California (“L.”) y, en consecuencia, el escenario (descrito verosímil e informadamente) es el “campus” universitario, la fauna y rivalidades que pululan por sus pasillos y su sofocante entorno. Infante durante años se ha desempeñado fielmente como secretario y asistente de Ryan, una celebridad extravagante y donjuanesca, construyendo su carrera académica a la sombra del atrabiliario maestro cuya creatividad ha decrecido en los últimos años, tocándole a Infante sustituirlo en la mayor parte de su trabajo. Cuando Ryan muere de un súbito infarto cerebral, Infante cae en la desesperación al verse privado del apoyo de su maestro y apartado de su legado por las hijas de Ryan —Gwendolyn y Hayden—, en particular, es rechazado por Gwendolyn, a quien el narrador llama simplemente “Gwen”.
Para narrar esta historia, Missana introduce un personaje que es testigo próximo de los hechos, Sebastián Torres, un periodista chileno que después de una serie de catástrofes personales viaja a California a estudiar un doctorado en literatura, conoce a Gwen, con quien mantuvo una relación, a Ryan (su “ex suegro”), a Infante y a los otros personajes del relato. Sebastián Torres no solo cumple el papel de narrador testimonial, una suerte de bisagra que oscila entre la posición de Gwen y la de Max —con quien también ha trabado una amistad—, sino él mismo, al ser confrontado a las personas, prácticas y episodios relatados, evoluciona, alcanza cierta madurez, logra un aprendizaje distinto al que originariamente iba a buscar a la universidad. Missana —por la voz de Torres— inicia el relato con un arriesgado “in media res”: relata el episodio de la muerte de Ryan (un hito narrativo que, cronológicamente, se ubica en la fase casi final de la historia). Como el lector no sabe nada de Torres, Ryan, ni de Infante o Gwen y apenas conoce el nexo entre aquel —el narrador— y los otros personajes, su provisoria ignorancia abre la curiosidad hacia la lectura de lo que viene: una explicación. Es indudable que Missana posee oficio para crear misterio y suspenso, empleando hábilmente el recurso (propio del relato policial) de generar un “enigma” que engancha el lector, dándole al relato una estructura sólida y convergente hacia la solución del enigma, con una adecuada alteración de la temporalidad interna del relato y un desenlace que, a pesar de la vuelta de tuerca de última hora, es consistente con el resto de la narración.
La prosa que emplea el autor en este texto es clara y sin recovecos ni decoraciones, aunque opta, en general, por construcciones gramaticales complejas, con abundancia de oraciones subordinadas (en la forma de afirmaciones insertas entre guiones o entre paréntesis) y, a veces, emplea un léxico en que la voz de los personajes, sobre todo la de Sebastián Torres (que por edad y formación se espera más titubeante y llana), pierde autonomía en relación con la voz autoral (segura y doctoral).
En la lectura de El discípulo —sin perjuicio de los méritos señalados y de la amenidad conseguida— se echa de menos una mayor resolución respecto del área de la historia en que el relato se focaliza. Si la novela, a pretexto de una intriga policial, pretendía una crítica a ciertas prácticas académicas de algunas universidades norteamericanas, una indagación de los vericuetos internos de la relación maestro-discípulo, o el seguimiento de los pasos de la formación del narrador, el pretexto —la intriga por el descubrimiento de una carta de Paulina— absorbe y, en alguna medida, frustra esos propósitos que solo son expuestos en su superficie más dramática. La dimensión crítica de la novela termina, así, por pasar amortiguadamente a un segundo plano.
El discípulo, no obstante, es una novela entretenida, que se lee con agrado e interés. Si hubiera que escoger un modelo, un texto ejemplar al cual referir este libro —guardando las distancias—, sin duda, El nombre de la rosa, de Umberto Eco, es el más patente. El centro de la intriga en la obra de Missana —la carta del apóstol Pablo, escrita antes de su conversión (cuyo correspondiente en la novela de Eco es el supuesto tratado sobre la Comedia de Aristóteles)—, da pábulo para introducir el siempre fascinante tema de la autenticidad de los textos del Nuevo Testamento y de la influencia de Pablo, “el primer cristiano”, así como las disputas y el ardor y furor con que esas minúsculas disputas (para la mirada ajena) pueden agitar la pretendida calma de los claustros.