"Cada año el desierto se adentra un poco más en la ciudad", comenta un personaje de Entremuros (Hueders, 2019), la última novela de Sergio Missana, la que transcurre en un lugar despoblado e inhóspito.
Los ambientes despoblados e inhóspitos no eran ajenos a sus novelas previas, especialmente las primeras: ya fuera el norte chileno como Iquique en El invasor (1997) o Pisagua en Movimiento falso (2000); o bien, los páramos patagónicos en La calma (2005). Pero esta vez es distinto. El erial en Entremuros avanza en un lugar destrozado por "las operaciones mineras", aquí las personas tienen "chips" incorporados a su cuerpo y buscan escapar hacia una nueva vida en "los campamentos occidentales". En este país hay una "Administración", pero ella es fundamentalmente policial; y existe un sistema en que "la salud, al igual que otros servicios básicos, ha quedado en gran medida a cargo de una red de ONGs", red regulada por las autoridades. Entre edificios derruidos, la ciudad y la cárcel dentro de esa ciudad, está dominada por clanes y tribus, que cuentan con sus tatuajes distintivos y con sus jefes, los "pranes". La población está continuamente amenazada tanto por distintas epidemias (la influenza, la tuberculosis) como por la violencia.
En Entremuros Missana —nacido en 1966, autor de una amplia obra narrativa, que comprende, además de las novelas antes mencionadas y de su labor en literatura infantil, los libros El día de los muertos (2007), Las muertes paralelas (2010) y El discípulo (2014)— apuesta por la indeterminación. Cada capítulo de la novela tiene un nombre distinto (salvo uno, que se repite, Boro) que puede ser un narrador o estar referido en él. Sus historias a veces se cruzan: un policía que quiere huir, un exdrogadicto a quien se culpa de un asesinato, una niña que ayuda al traslado a los campamentos. Muchos están en busca de un objetivo: un "mapa" o "archivo".... Los hechos, o su recuerdo, ocurren en un ámbito tan opresivo como probablemente latinoamericano: apellidos y nombres son lo suficientemente ambiguos (Marinetti, Pereira, Isidro, Sara, Reinoso, Caleb, Tania, Souza, Guimaraes). Los personajes comen tamales, mango deshidratado, camote confitado; y beben aguardiente, mezcal o mate. Pero a veces hablan con chilenismos...
—¿Cómo es su relación con la literatura de género, generalmente despreciada? En varios de sus libros hay algunas referencias a la novela policial o la de misterio. En Entremuros también, con un ingrediente de ciencia-ficción… —En mis novelas me ha interesado tomar elementos de distintos géneros —novela histórica, policial, western, de viajes— pero sin hacer literatura de género propiamente tal. Me merece dudas, en todo caso, que esta sea "generalmente despreciada". Me interesa, también como lector, el contar historias y creo que puede hacerse bien o mal en distintos registros. Desde hace bastante tiempo se han ido desdibujando las fronteras entre géneros. En América Latina, autores como Borges, Puig o Lispector han incorporado elementos de género sus obras. Entremuros arranca como una novela policial, pero luego trata de dar una vuelta de tuerca a las convenciones del género, por ejemplo, revelando la identidad del asesino al final del segundo capítulo. Más que ciencia-ficción, diría que es una novela distópica.
—Sus libros suelen estar vinculados a momentos históricos y lugares determinados. La excepción podría ser La calma, más imprecisa, ¿la Patagonia, siglo XIX?, en tiempo y lugar. —Estoy de acuerdo en que hay cierta similitud con La calma, que se sitúa en un tiempo y lugar indeterminados pero con referencias a los espacios mencionados. Escribí un guión en base a esa novela en que situé la acción de manera más exacta: en la Patagonia Argentina (los personajes viajan rumbo a Punta Arenas) en 1910.
—¿Es sólo coincidencia que el narrador de ese libro se llame Boro, como uno de los personajes centrales de Entremuros? —La repetición de los nombres es una coincidencia deliberada. No son el mismo personaje.
—El mundo de Entremuros no es un mundo feliz, sino uno ultraviolento, de degradación política y medioambiental. —Me interesaba construir una distopía leve, que no se diferenciara mucho del mundo contemporáneo. De hecho, varias de las escenas descritas en la novela están tomadas de hechos reales, en algunos casos de la prensa. Y muchos de los fenómenos descritos existen en distintos lugares de América Latina. Durante unos años trabajé en una ONG chilena en un proyecto en África, por lo que viajé bastante allá para dar talleres. En la novela también se incluyen elementos de África. Lo que es menos realista de la novela es el conjunto, la manera en que están tejidos los distintos aspectos mencionados, que se mantienen próximos al realismo.
—Ya que lo menciona, de un personaje dice que corresponde a una categoría específica: el voluntario de ONG. "Encarna esa aleación de honestidad y cansancio, idealismo y hastío, resultante de toda una vida de preocupación por la suerte de otros". Ya que ha estado largamente vinculado a ONGs, ¿siente algo de esa fatiga?
—Sí, tengo bastante experiencia trabajando en ONGs. Ese aspecto de hastío o cansancio no es autobiográfico para nada. El sector no lucrativo, como su nombre lo indica, no es un espacio lucrativo en el cual trabajar, pero no falla la motivación. Sí se toca en la novela una dimensión más política, que también tiene que ver con los organismos internacionales, varios de los cuales me merecen reparos por su carácter burocrático.
—El entorno del libro es vagamente latinoamericano… —Así es. Es como una red de ciudades en que distintos aspectos se han mezclado.
—Un asunto al que ha prestado atención es la relación entre generaciones y la figura del maestro. Aquí, un personaje se esforzó alguna vez en dilucidar los mecanismos de resolución de su jefe; otros buscan las enseñanzas o la protección de alguien más poderoso o sabio… —Me ha interesado en novelas anteriores explorar la relación entre maestro y discípulo, en particular en El discípulo, en que también se toca el tema de los acólitos parasitarios y tiránicos. Grandes figuras intelectuales —como Tolstoi o Bertrand Russell— se dejaron manipular en sus últimos años por seguidores que amasaron poder bañándose en la gloria reflejada del maestro, sujetos sin ideas propias pero con una personalidad fuerte y habilidades políticas. Chertkov, el discípulo de Tolstoi, es un ejemplo paradigmático, pero hay muchos otros. La relación con un maestro —que puede ser tanto una formación, una "bildung", como una deformación— también es un tema central en mi novela Movimiento falso, así como lo son las dinámicas intergeneracionales en El día de los muertos. Creo que está presente en Entremuros, pero es menos predominante que en libros anteriores.
—Un aspecto central del libro es la existencia de lo que algunos llaman el "archivo", algo así como un mapa o un "depósito de memoria", algo bastante enigmático. —El archivo funciona ante todo como un dispositivo argumental que moviliza la codicia de varios personajes, lo que los guionistas llaman un "McGuffin". La novela sigue un hilo argumental a través de varios narradores y puntos de vista. El archivo sirve para intentar integrar, hacia el final, esos puntos de vista. Se basa en la idea —en la que no necesariamente creo— de una conciencia universal, una memoria del universo. El archivo es un objeto o lugar en el que provisoriamente se tiene acceso a los recuerdos de todos, los vivos y los muertos.
—Un personaje describe ese archivo y lo que dice recuerda al Aleph de Borges. —Se describen varios aspectos del archivo desde el punto de vista de una niña, Sara. Respecto a uno de esos aspectos, hay un guiño (como se solía decir hace un tiempo) a Borges. Y también a Alejo Carpentier.
—Aparece una cárcel, una cuya administración es de los propios reclusos, con autoridades elegidas y una suerte de bipartidismo, lo que podría ser una visión exagerada y negativa de la comunidad política. En la novela al menos, no funciona muy bien... —En Venezuela y en varios países centroamericanos hay cárceles que son administradas por los reclusos, en que el aparato policial solo resguarda el perímetro sin ejercer control sobre lo que sucede adentro. En Venezuela, al jefe de una cárcel se le llama "pran". Es un síntoma claro de una falla del estado de derecho, pero curiosamente al interior de los recintos controlados por pandillas hay mucho menos violencia que, por ejemplo, en las cárceles chilenas, donde sí hay un sistema punitivo que funciona. La alternancia de poder en la cárcel de la novela no busca ser una alegoría de la clase política: ocurre porque hay dos clanes hegemónicos al interior de la cárcel.
—Varios asuntos tienen un correlato actual: las guerras de clanes del narcotráfico, la corrupción de la policía y otras instituciones, las crisis de migrantes y los campamentos de refugiados. Pero es de suponer que no busca el simbolismo más obvio. —La actitud de un escritor ante un relato es levemente distinta que la del lector y sobre todo de los y las lectores académicos, empeñados en analizar cuidadosamente las posibles connotaciones del texto. El enfoque de uno es más artesanal, en el sentido de intentar dar forma a un mecanismo que funcione, y muchos de los dilemas que se plantean son dilemas técnicos. En general, considero una torpeza leer textos narrativos de manera simbólica y es un tema que le suelo remarcar a mis alumnos, ya que se presta para cierta incontinencia interpretativa: es posible considerar cualquier elemento de cualquier relato como símbolo de otra cosa. Menos me interesaría escribir en clave simbólica. Dicho lo anterior, una novela que se sitúa en un espacio indeterminado como Entremuros puede prestarse para ello. Pero no fue mi intención. Se ha dicho que un texto narrativo puede tener como punto de partida los personajes, la acción o la atmósfera. En este caso, aunque hay personajes y acción, lo central para mí fue la atmósfera.
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Sergio Missana, levemente distópico
Entremuros (Hueders, 2019), 268 págs.
Por Patricio Tapia
Publicado en La Tercera, 23 de octubre de 2019