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Escritura y autobiografía en la Poesía de Sergio Parra

Por Mauricio González Díaz

 


A propósito de la poesía de los poetas de fines de siglo, en la que se incluye la poesía de Sergio Parra, en un artículo titulado “Poesía y capitalismo: El poder de la Economía, el poder de la palabra”,  Sergio Mansilla afirma que en estos poetas “la imaginación literaria inevitablemente negocia con una historia brutal que ha descentrado al sujeto y nos ha arrojado no a los márgenes necesariamente, sino a los intersticios del aparato de estado neoliberal, en la incómoda posición de testigo de cargo contra el  mundo; incómoda en la medida en que si lo personal es político entonces atestiguar contra el mundo es también  en alguna medida atestiguar contra sí mismo” (en línea).  Podríamos decir, entonces, que la poesía de Sergio Parra se despliega en los intersticios del espacio urbano; “escenario sobre el que uno se pierde y da con el camino, en el que espera, piensa, encuentra su refugio o su perdición”, pero sobre todo un espacio que no se detiene ni se solidifica, y con el cual, el sujeto – poeta establece una relación simbiótica, pues la urbe es una producción, que se va forjando en la medida que el sujeto se va construyendo en la escritura.

En concreto, la relación escritura - realidad y sujeto - ciudad es una de las características que se puede observar en la poesía de este autor, específicamente en el poemario Mandar al diablo al infierno, ya que, la experiencia misma está implicada en la configuración poética, por lo tanto, las construcciones ficticias se nutren de la vida del sujeto real para construir su identidad.

Debemos dejar en claro que la escritura de sí mismo planteada como obra literaria; por una parte, nos enfrenta a la paradoja esencial que consiste “en ser al mismo tiempo un discurso verídico y una obra de arte” (Miraux, 88); y por otra, “el apartamiento y la distancia que el tiempo instaura, necesariamente,  entre el yo escrito y el yo que escribe” ( 92). En consecuencia, al querer contar la experiencia vivida mediante la escritura, ésta se convierte en lo que trabaja y transforma la realidad modelando la propia vida. Las cosas imaginadas y las cosas vistas se confunden en la escritura, pues el acto enunciativo de formular en palabras la existencia obliga a trascender el yo real y edificar un yo imaginado. Entonces, la escritura autobiográfica circunscribe la vida. Los hechos duros de la realidad que se desea expresar en la escritura, quedan supeditados al estilo y efecto de realidad que el escritor nos proporciona en su artefacto manufacturado de cultura. Aquí el lenguaje absorbe al sujeto real y  lo obliga a construir un ente imaginario:

el mundo está lleno de miradas reprobatorias, el mundo está lleno de prohibiciones, el mundo está poblado de deseos reprimidos. El único escape, entonces, es el de lo imaginario y uno de los sustitutos simbólicos es la escritura, en tanto permite la conquista de un espacio personal y ficticio (…). Si el mundo social es el de las operaciones mediatas (en él se emplea el dinero, las herramientas, las relaciones), el mundo de la escritura es el de la reconquista del yo que se desearía ser. La escritura, que da nacimiento a representaciones, arregla la realidad; doble paradoja para quien, por medio de este instrumento, esperaba comunicarse espontáneamente con los demás: la escritura lo aleja, la escritura recrea un mundo. Para el autobiógrafo la vida está en otra parte, situada entre la transparencia y la opacidad. En equilibrio sobre la franja intangible que separa al individuo de su imagen, a la realidad de su representación (Miraux, 91 – 92).

Y por otra parte, “la intención autobiográfica lleva en sí misma, un extraño desdoblamiento, pues, el yo que escribe está siempre en posición de alejarse en relación con el yo contado” (Miraux, 92), distanciándose temporalmente con el ente imaginario, “un desfase continuo entre la actualidad de lo vivido y otra vivencia ficticia que cobra forma según las vicisitudes de la aventura escritural” (92). Entonces, la escritura constituye una oportunidad para que los deseos de la vida real se ejecuten en el espacio-tiempo imaginado. Concretamente, en la poesía de Sergio Parra está implicado el desencantamiento del ser citadino que se queda con la nostalgia de aquel pasado deseado que no se realizó plenamente,  por eso el sujeto truncado, no es más que un sinónimo de la ciudad que está “siempre a medio camino, sin decidirse a dejar de ser lo que nunca realmente fue” (Lizama, 99).

Así pues, en los poemas apreciamos el habitar del sujeto cotidiano en el espacio domiciliario:

Quevedo
Retirado en la paz de este pequeño apartamento
Con pocos pero doctos libros
Vivo en conversación con los vecinos
Con los cuales nos cruzamos al dejar
Pequeñas bolsas de basura
Junto a la escalera del séptimo piso
Por las mañanas salgo a la calle
Al local más cercano     bebo café
Miro lo que sube y  baja
También junto migas de pan de secretas formas
Sobre el mantel de plástico
Y miro a las muchachas con sus uniformes
                                               Azul – amarillo
Mi vida creo no podrá hacerse notoria
Y bien lo sabemos los dos
Cuando salimos a buscar
Por la calles de la ciudad
(como antaño otro poeta)
la sucia trapería del corazón (89)

Aquí, destacamos dos cosas: primero, el poema muestra la cotidianidad de un sujeto, dejando de manifiesto la interacción epidérmica y superficial que el sujeto tiene con sus vecinos, con los cuales se cruza al dejar la basura, originando “redes situacionales” puramente contingentes. Mi vida no podrá hacerse notoria dice el yo, pues su vida es rutinaria, “lo que pasa cuando no pasa nada”. “Dicho de otro modo: una existencia rutinaria es tal en cuanto no se abisma en los abismos del tiempo, en cuanto nivela todas sus dimensiones y simplemente es lo que viene de ser (donde pasar y pasado se confunden), y espera ser lo que proyecta en un futuro sin distancia; en un tiempo continuo, pegado a la actualidad y movido por la norma. Tiempo quieto, intrascendente” (Giannini, 35). No obstante, - y este es el segundo punto que deseamos destacar –  cuando el yo alude a otro: bien lo sabemos los dos / cuando salimos a buscar / por las calles de la ciudad (como antaño otro poeta) / la sucia trapería del corazón; da cuenta del querer salir de lo intrascendente. Buscar en las calles es también la búsqueda en la escritura (autobiográfica) de una identidad, “el sujeto que escribe intenta, en última instancia asir el yo que ha escrito” (Miraux, 95). Cuando el hablante habla de sí mismo en el poema y hace mención al otro, se refiere al sujeto planteado como objeto de la escritura, ahí notamos al hablante que se presenta como un personaje tocado por un efecto de extrañeza. Surge así, el desdoblamiento, el distanciamiento de sí mismo con el mundo, lo que ofrece una visión inquietante, lo que parecía familiar, domable y aprehensible se vuelve desconocido. Sin embargo, ahora, mientras vamos conociendo la identidad del hablante - poeta el dominio de lo desconocido se cierra en el poema.

Entonces
Me sentaba en la puerta
Y  veía como el resto de las casas del vecindario
Le agregaban ya sea otro cuarto
Otra reja de protección
Una mano de pintura

Yo seguía sentado
Esperando un poema   (101)

Nuevamente el pronombre personal alude la identidad del hablante, que mediante la escritura transgrede el sentido rutinario de su morar en los vecindarios de la ciudad. En otras palabras:

la trasgresión significa una especie de rescate del tiempo –y de unos seres- perdido o disperso en la línea sin regreso de la rutina. […]. Rescate de un tiempo que potencia lo que vuelve a tocar, de un tiempo íntegro; rescate ontológico de lo sumido en la objetividad; rescate, en fin de una experiencia fragmentada, dispersa en el tiempo del quehacer”. […]. Tiempo mediante el cual la vida diaria se recoge de su dispersión, se expresa y se exhibe libremente como restauración de esa experiencia común, que en definitiva nos permite ser una comunidad (Giannini, 38 – 39)

Ahora bien, para la identificación que se hace entre el autor y el sujeto de la enunciación, más la similitud con los sujetos del enunciado en los poemas, adquiere valor cuando el lector considera las circunstancias inmediatas que rodean la situación lingüística  para poder entender el sentido concreto que le corresponde al texto; es decir, tener en cuenta el contexto histórico, cultural y social del autor. En este sentido, el hecho de escribir en un contexto agitado, pone en relieve la experiencia personal, pues adquiere un valor testimonial y la escritura autobiográfica se convierte en huella de una trayectoria vital, puesto que “el escritor se encuentra en una búsqueda del yo y del mundo, de la interioridad sensible y de la exterioridad catastrófica. Entonces, su emotividad, su fuerte capacidad de recepción, lo obligan a expresarse” (45). Por lo tanto, la singularidad de la experiencia vivida convertida en objeto estético y transmutada en los poemas, constituiría una recreación de la experiencia humana en el lenguaje, produciéndose una relación de experiencia y exploración de un lenguaje que llegan a ser lo mismo: dos unicidades creadoras que se identifican;  ambos movimientos, proceso y resultado, experiencia y lenguaje se conjugan en esta poesía que hace una doble referencia de la realidad. Por una parte, “la experiencia humana apunta de suyo a lo real en virtud de la propiedad cognoscitiva que la filosofía llama intencionalidad; y por otra parte, el lenguaje – intencional a su vez – también apunta a lo real de suyo” (Valente, 33), pues estimula una significación que adquiere sentido al interpelar la referencialidad implícita en la expresión individual que llama a una conciencia histórica y colectiva.

En los Poemas de Paco Bazán, Sergio Parra da cuenta de esa juventud que luchó contra la dictadura y luego se desilusiona con la democracia, provocando el hastío  del sujeto cotidiano en la urbe que se refleja en el desencanto, cansancio y crítica contra un gobierno tecnocrático y una sociedad deshumanizada.

Luego, en la última unidad poética “Mandar al diablo al infierno” es evidente la característica constitutiva del yo: el hablante es un poeta que profiere el discurso de su experiencia atravesada por la ciudad post y, cuyo motivo central del poemario, es el tema de la escritura.

 El sujeto poético transita por espacios compartidos y mantiene una participación colectiva en el mundo de los objetos y de los seres.

Mi padre –dijo-
busca un trabajo decente”
no había por qué discutir
pero las palabras nos arrastraban a eso
él seguía comiendo una carne roja
y mantenía su lugar en la mesa
luego –dijo- “no tendrás dónde caer muerto
uno de estos días”
y se llevó algo de ensalada a la boca
mi madre comenzó a llorar
ella había estado toda la mañana en la cocina
ahora esperaba una respuesta
algo que no estaba seguro de tener
antes de que todo saltara en pedazos
abandoné la mesa
no había malos sentimientos de mi parte
me tendí en la cama
que tampoco era mía
y deseé dormir
sabía que no pasaba nada
y que todo estaba pasando (109)

 Aquí, el hablante proyecta el ambiente familiar, envolviendo el lugar con una nebulosa afectividad que funciona como principio operante para aprehender la realidad, y a la vez, construir atmósferas, en este caso, expresar la voz del hijo exhortativamente interpelado por su padre, pues le llama la atención por su condición de desocupado (habría que agregar, a los ojos del padre desocupado, porque podemos suponer que tiene un trabajo pero no es decente según el padre). Desde ahí, el hablante – hijo, recrea una situación cotidiana en las familias asalariadas chilenas, después, éste, huye de la “convivencia” familiar, arrinconándose en su dormitorio que simboliza, el espacio íntimo del yo que se mira a sí mismo.

Esta búsqueda de la subjetividad, también constituye una búsqueda del decir, en la que vivencia y descripción se funden en la vida doméstica de un sujeto que siente con recelo esta condición aburguesada de la vida en la ciudad. Es un ser desamparado, sin obligaciones y responsabilidades, más que el ocio de lo cotidiano. Por esto, hablamos de una poética de la ciudad, ya que el hablante se nutre de su experiencia en la megalópolis urbana, las calles con sus nombres (Recoleta, Agustina, Franklin, centro de Santiago, etc), en la que se despliega la experiencia y se plantea imaginariamente como una experiencia compartida; originada desde la intimidad  individual que dinámicamente se nutre de los espacios y seres con los cuales habita y convive.

En suma, vemos en la poesía de Parra la vida de individuos como él, que vivieron los años 80 en complicidad, pero con la llegada de la transición eso se pierde. Entonces, la ciudad se convierte en el lugar de los perdedores, sujetos contaminados por la angustia del terror laboral, el consumismo, individualismo, indiferencia y miedo. Sujetos representados en este hablante, en ocasiones, interpelándose a través del , a manera de sustancializar al yo que habla a un tú, mediante este acto reflexivo que designa al enunciador, quien habla de sí como si fuese otro.

Los sentimientos no deberían torcerse
Aunque tampoco logras tener muy en claro
Qué es lo que dejas tras de ti
Ya bien sabes que nada sigue siendo natural
Si algo tuvo sentido alguna vez
Todo ha quedado a la intemperie
Ninguno de los dos piensa en el verano siguiente
Las cosas son más duras
Y no deseas darle más vuelta al cuento
De modo que cuando pasas frente al dormitorio te detienes
Miras a tu chica recostada sobre la cama
Esa imagen se te pega en la cabeza
Hasta que sales del jardín
Por largos minutos te quedas mirando
Las matas de rosas
Lo que logras pensar     ya está hecho
Cuando te subes el cierre del pantalón
Ya nada te sorprende
Menos aún las mejores rosas de la temporada (108).


 

 

 

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