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Sobre “Piedras a la oscuridad” de Sergio Pizarro Roberts.
Ediciones Altazor 2015
Por Luis Riffo Escalona
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Ediciones Altazor ha sumado este año un nuevo título a su interesante catálogo de poesía. Esta vez se trata de Piedras a la oscuridad, de Sergio Pizarro Roberts (1964), poeta nacido en Santiago y que actualmente reside en Viña del Mar. Anteriormente ha publicado Poemas Diesel (1993), Luces que no deben prenderse (1999), Moví un día (2001) y Apocatástasis asténica (2003). Además, ha publicado poemas en la revista Libertad 250, fue antologado en Dieciséis poetas de Viña del Mar (1995) y su trabajo crítico ha aparecido en las páginas de Bagubra, revista de literatura y pensamiento desde Valparaíso (2015), de la Universidad Católica porteña.
Es un libro de tapas negras, en cuya portada se ve la imagen digital de unas piedras que parecen suspendidas en el aire y a contraluz, como si vinieran volando desde una zona de gran claridad en dirección a los ojos del lector. Un diseño atractivo y pertinente que establece una correspondencia coherente con el texto, al instalarnos en un cuadrante binario en el que la luz y la sombra dialogan e intercambian sus símbolos para reflexionar poéticamente sobre la escritura y su relación problemática con la vida.
Esas piedras a las que alude el título pueden comprenderse como el arma para enfrentar el misterio que acecha desde esa realidad paralela que se construye a partir de la palabra escrita, ese mundo enrarecido que puede transformar su aspecto a medida que pasa de una subjetividad a otra. Apedrear la oscuridad contiene el gesto del temor a lo desconocido como también del repudio a lo que ofrece una apariencia incomprensible (¿la poesía de gafas oscuras, por ejemplo?).
En cualquier caso, el texto intenta disolver el abismo que media entre la escritura y la experiencia vital confundiendo de manera deliberada los soportes. “Al libro interior no se llega leyendo”, dice la primera frase del preámbulo. La imagen de la vida interior, cualquiera sea el significado de ello (tal vez esa amalgama imprecisa y dinámica de pensamiento, emoción, deseo e imaginación que se agita en o con nuestro cuerpo), convertida en un objeto fijo, en un libro, es un recurso que expresa con gran claridad la aspiración de que nuestra subjetividad tenga un asidero legible, aunque su lectura se enfrente a veces con serias dificultades: “el libro interior se opaca en la edad en que nos toca descubrir las sentencias inaudibles de lo efímero y la precaria perpetuidad de la esperanza”.
Esa simbiosis de texto y experiencia es precisamente el asunto de los poemas, y en su despliegue el hablante lírico comparte escenario con diversos personajes que asisten a los eventos de una vida que se abre paso y de un acto de escribir que se ejecuta ante nuestra mirada. Léase, por ejemplo, el poema “la escritura en el suelo” (pág. 14):
es verano
un mar profundo se agita frente a las costas de Chile
una niña le escribe a otra algo en la arena y todo se calma
una ola borra este poema
La poesía chilena posee una veta nutritiva e inagotable que es, por así decir, el síndrome de la mano de Escher, la escritura que habla de sí misma, la metapoesía. Lihn y Millán tal vez sean los principales exponentes de esa expresión poética y quienes mayor influjo han tenido sobre las recientes generaciones. Tal vez por el hecho de que la poesía es cada día más prescindible en nuestro mercantilizado reino, el gesto de duda, de reflexión extrema en torno a un oficio casi autista se vuelve inevitable, tal vez necesario. Aquí lo encontramos a lo largo de todo el volumen con diversos matices. Por ejemplo, en estos versos del poema “el truquista” (pág. 36), que logra reunir el juego metapoético con la ya mencionada relación entre vida y literatura:
pero ante una señal de este verso olvidable
el truquista confunde y mezcla verdad con mentira
la luz con la sombra la vida y la muerte
sigo?
Quien sigue es el lector, que se ve enfrentado a un libro que habla de otros libros en los que parece estar atrapada una vida que espera ser escrita o descifrada.