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Las fronteras de la violencia en la novela El lenguaje del juego,
de Daniel Sada
SERGIO PIZARRO
Universidad de Playa Ancha
Publicado en Isla Flotante, N°7, 2017
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Resumen
El presente trabajo analiza la novela El lenguaje del juego, del autor mexicano Daniel Sada, y sugiere leerla desde la actual polisemia del concepto frontera, que amplía los márgenes restrictivos de su acepción tradicional, netamente territorial. Dicha acepción semántica sintetiza situaciones de vulnerabilidad y precariedad en un pueblo mexicano sometido a la violencia de las mafias del narcotráfico que redundan, finalmente, en la construcción de subjetividades alteradas con respecto a su original configuración identitaria.
Palabras claves: El lenguaje del juego, frontera, violencia, subjetividad.
Abstract
This paper analyzes the novel called El lenguaje del juego, written by the Mexican author Daniel Sada, and suggests reading it from the current polysemy of the frontier concept, which broadens the restrictive margins of its traditional, purely territorial meaning. This semantic meaning synthesizes situations of vulnerability and precariousness in a Mexican people subjected to the violence of the drug trafficking mafias that result, finally, in the construction of altered subjectivities regarding their original identity configuration.
Keywords: El lenguaje del juego, border, violence, subjectivity.
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“La violencia no tenía por qué resultar inverosímil,
llegaría con sorpresa como llegan las lluvias”
El lenguaje del juego, DANIEL SADA
La novela El lenguaje del juego (2012), del premiado escritor mexicano Daniel Sada (1953- 2011), fue publicada póstumamente el año 2012. En síntesis, narra la historia de una familia mexicana en la que el padre ha cruzado 18 veces la frontera con Estados Unidos en forma ilegal y se ha hecho de un capital que le permite abrir una pizzería en el imaginario pueblo de San Gregorio, cercano al real Tijuana (ciudad fronteriza con la norteamericana San Diego). Una vez establecido, su familia y el pueblo de San Gregorio comienzan a sufrir una escalada de violencia como consecuencia de la instalación de redes de narcotráfico que invaden el quehacer cotidiano de los pacíficos habitantes.
No es por azar que el autor haya situado su relato en un pueblo imaginario cercano al fronterizo Tijuana. A través de la novela, y del estudio de la literatura fronteriza a la que adhiere, se puede comprobar la ampliación que ha sufrido la tradicional connotación semántica de la frontera, pasando de su original acepción espacial (o territorial) a una elaboración retórica en la que se articulan construcciones de subjetividades y configuraciones identitarias.
El Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos señala que “[L]as fronteras separan, unen, delimitan, marcan la diferencia y la similitud, pero también producen espacios intersticiales, nuevos espacios que inauguran relaciones” (2009: 106). Dicho concepto amplía y complejiza la tradicional acepción del Diccionario de la Real Academia que consigna la simple demarcación territorial de un Estado. Esta evolución conceptual acusa una interesante polisemia que habilita una hipótesis de lectura de la novela en comento, sugiriendo que la frontera sintetiza situaciones de vulnerabilidad y precariedad que son, inicialmente, el germen de incipientes focos de violencia. A su vez, estos focos de violencia se van ampliando y proliferando como consecuencia de un pueblo sometido a las mafias del narcotráfico que redunda, finalmente, en la representación de subjetividades que se ven transformadas y alteradas.
Esta ampliación semántica de la frontera habilita a la profesora Tatiana Calderón para sostener que:
La aporía de la frontera radica en su hermetismo y permeabilidad. En su holgura semántica abarca el límite, el margen, el confín, la línea, la franja, el borde. Concepto polisémico, la frontera, en esta reflexión, atañe primero al territorio y sus problemáticas históricas, sociales y políticas, para luego alcanzar un nivel simbólico ligado a la configuración de las identidades culturales (2015: 21).
Desde el inicio de la novela, el personaje Valente Montaño refiere sus hazañas en cada uno de los 18 cruces que realiza hacia Estados Unidos. Siempre consideró esos cruces de “ida y vuelta” ya que no tenía la intención de radicarse en dicho país sino acumular el capital suficiente para instalar una pizzería en su pueblo natal. Cada ocasión de cruce conllevaba su propia situación de riesgo. Como migrante ilegal debió sortear una serie de inconvenientes que, al principio, en cuanto novato, pagó caro y que después supo diligenciar mejor. Cada uno de los cruces supuso el aprendizaje de una nueva treta hasta terminar con el traspaso del capital gracias a la injerencia de miembros de la religión mormona que, a cambio de profesar su creencia, facilitaban las transferencias bancarias desde Estados Unidos a México.
Esta representación ficcional que nos confiere El lenguaje del juego amerita ser considerada dentro de un contexto histórico-económico mexicano. El año 1994 entra en vigor el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, esto es, un mecanismo neoliberal de flujo de capitales que dio pie para habilitar un corredor fronterizo de empresas con capital norteamericano y canadiense que utiliza mano de obra barata (con operarios y operarias mexicanas). Famoso es el caso de ciudad Juárez y el homicidio masivo de maquiladoras que al año 2012 (fecha de publicación de la novela) ascendía a las 700 víctimas.
Junto con este corredor fronterizo en el territorio mexicano existen una serie de empresas de distintos giros comerciales en el territorio norteamericano que también utiliza mano de obra barata a través del migrante ilegal que cruza la frontera transitoriamente (industriales, agrícolas, etc.). Este es el caso del personaje principal de la novela: Valente Montaño. Todo un mecanismo macroeconómico que tiene por objeto engrosar el capital a través del abusivo abaratamiento de la mano de obra.
Vale la pena recordar, además, que el año 2012 corona los años más conflictivos en la lucha de México contra el narcotráfico. Hasta ese momento se había producido un fenómeno en que el crimen organizado asume posiciones de injerencia tales que la soberanía del Estado se ve permanentemente mermada con jefes de carteles que superan al poder oficial, municipal, provincial y regional, y que obliga a una intervención federal. Si a lo anterior se le agrega la introducción del neoliberalismo como directiva general de gobierno durante la década de 1980 que remata con el tratado de libre comercio antes aludido, se constata que el maridaje del crimen organizado y las políticas económicas aztecas alteran profundamente la seguridad del país.
Oswaldo Zavala nos informa que:
Durante las dos presidencias del PAN, esa ausencia de poder se agravó. En el gobierno de Vicente Fox (2000-2006), el narcotráfico creció libre del poder federal pero al amparo de los poderes locales en distintos estados de la República por medio de pactos horizontales entre gobernadores, policías, empresarios y traficantes. La llamada “guerra” contra el narco declarada por el presidente Felipe Calderón (2006-2012) debe entenderse como el intento por reconstituir la soberanía sobre el crimen organizado que el PRI mantuvo durante décadas (Zavala en Calderón, 2015: 56).
En estas circunstancias, las zonas fronterizas (como es el caso del imaginario pueblo de San Gregorio), se ven transformadas o derivadas en “intersticios” de caos y violencia. Valente Montaño realiza un gigantesco esfuerzo, una especie de odisea posmoderna, en la que nunca decae el deseo del personaje de regresar a su hogar (a su Itaca), de proyectar el retorno como una vuelta idílica a un lugar deseable. Esta proyección queda radicada en la novela como una ficción que se enreda laberínticamente una vez asentado en su pueblo e impide la consecución de los ideales originalmente trazados a través de una violencia que, en ocasiones, da a la narración ribetes propios de un relato kafkiano. Regresar a San Gregorio, en definitiva, es someterse al intersticio de ferocidad y crueldad que es capaz de alterar la estabilidad de cualquier subjetividad.
La inestabilidad subjetiva se nos trasmite incluso en los recursos retóricos utilizados en el discurso del narrador. El lenguaje del juego, sin duda, continúa una tradición literaria neo-barroca latinoamericana que transparenta su horror vacui, con un estilo narrativo que rescata la oralidad y la dicción popular, un lenguaje coloquial cercano al corrido mexicano. En esta transferencia de lo oral a lo escrito el narrador deja entrever sus titubeos, una primera manifestación de la inestabilidad que acusa la construcción de subjetividades en la novela. La profusa confusión entre la redacción en primera y tercera persona alterna con recursos onomatopéyicos (“mmm”), con interjecciones y puntos suspensivos que denotan una incertidumbre en el narrador, y que va tornándose en inseguridad durante el transcurso de la obra. Se percibe, asimismo, que el narrador no entrega toda la información; se guarda algo. Ofrece retazos parciales de una totalidad; hay algo que esconde o que teme comunicar. Estamos ante un narrador que no quiere dar muchas explicaciones; que no quiere explayarse más de la cuenta. El espacio intersticial de la frontera decanta como un lugar de enunciación sometido a procesos de negociación y transformación que desafía toda estabilidad:
Y…
Pues ahora sin más habrá que referirse a lo que importa ya concretamente: la utilidad de todo: el dinero ganado.
Bueno (ejem), vamos por partes. Unos cinco mil pesos sería una cifra ideal para empezar la cosa: a diario: ¿por qué no?: profusa pretensión, sobre todo a sabiendas de que las pizzas serían la novedad traída de la urbe a un pueblo tan maicero como era San Gregorio (2012: 17, 18).
Esta novela barroca, a su vez, pertenece al género de la llamada narco-novela. Dicho género tiene como precedente la narco-ficción colombiana que surge en la década de 1980 y tiene su máximo esplendor en la década de 1990 con obras cumbres como la novela La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo. La narco-novela mexicana es consecuencia y heredera de la colombiana y ha consolidado, dentro del campo literario de México, un canon de escritores exponentes de esta corriente literaria, entre los que destacan Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra y Víctor Hugo Rascón Banda.[1]
El sustento básico de toda narco-ficción es, evidentemente, la violencia que representa. Las condiciones de violencia a las que se encuentra sometida una determinada comunidad o zona geográfica lleva a la crítica Susana Rotker a preguntar: “¿Cómo contar el miedo en las grandes ciudades de América Latina?”. Dicha pregunta aporta un elemento indispensable en la formulación de la hipótesis de lectura que se propone en este estudio: el miedo. La violencia engendra miedo y ello repercute en modificaciones conductuales que conllevan que el sujeto se adapte o acomode a las circunstancias de riesgo, esquivando o sorteando las situaciones de peligro a través de actitudes que, en principio superficiales, cambian, a la larga, su fisonomía más profunda. Sostiene Rotker que “[A]nte la violencia, los órdenes físicos y los órdenes de significados se entremezclan” (2000: 11).
Ante la violencia social (que es el tipo de violencia que desarrolla Daniel Sada en su obra), Rotker aconseja acercarse al espacio de las ciudades y tratar de leer el miedo como un texto. A pesar de que Rotker alude a la violencia en las ciudades no hay inconveniente para adaptar su criterio de lectura para el tratamiento de un pueblo que, si bien está lejos de las magnitudes de una ciudad, permite la adaptación del molde teórico para el enfoque del miedo en cuanto factor paralizador y alienante como resultado de su experiencia cotidiana.
Señala Rotker que “[L]a violencia produce crisis en todos los órdenes, también en el del discurso” (2000: 10), tal como se pudo constatar en los recursos retóricos que Daniel Sada aplica en su relato. Esta crisis en todos los órdenes deviene en lo que dicha autora llama las “ciudadanías del miedo” que se articulan a partir de un flujo continuo y constante de prácticas de inseguridad. Este tipo de ciudadanía traduce (en el sentido de este estudio) la construcción de un tipo de subjetividad, la del sujeto encadenado al miedo, a la violencia y a la indefensión. En definitiva, El lenguaje del juego acusa la construcción de una subjetividad, la del narrador y personajes, que permite calificarlos como ciudadanos del miedo.
Estas víctimas-en-potencia, como las llama Rotker, se ven expuestas desde el inicio del relato en Sada:
Candelario sabía de la inseguridad que ya se perfilaba en San Gregorio. De vez en cuando allí circulaban vehículos extraños. No había pasado nada, pero ¡ojo! La tacha estaba en los alrededores, según se rumoraba de puro refilón de muertes por doquier, no tantas, pero sí. Y unas aparatosas. Personas mutiladas y colgadas de los árboles en lugares adonde la gente podía verlas con loco desconcierto. (…) De cualquier forma apenas eran brotes de lo que había empezado a suceder: la ufana delincuencia incontrolable (2012: 18, 19).
La escenificación de estas víctimas en potencia en El lenguaje del juego estructura lo que el investigador Christian Sperling califica como “anomia” en su estudio acerca de la obra de Daniel Sada. Se trata de un término acuñado por el sociólogo Émile Durkheim entendido como el “estado donde se suspende la vigencia de la ley, prima la violencia extrema y se desintegra el tejido social” (Forero Quintero en Sperling, 2017: 127). La narrativa que incluye ese tipo de representaciones, dentro de la cual puede incorporarse la novela en estudio, admite ser clasificada como realismo traumático, según la citada investigación, y “se asume como mediación entre experiencia límite y la (im-) posibilidad de asimilarla, es decir, como presuposición sobre una normalidad en la que irrumpe la violencia” (2017: 127).
Insisto en la “escenificación” de las víctimas porque todo el horror que describe ese tipo de relato, al contener paradójicamente un lenguaje lúdico que altera o distorsiona el orden simbólico, refleja, en definitiva, la imposibilidad de asimilarlo, como nos sugiere Sperling o, tal vez, revela una manera distorsionada de asimilación, más bien alienante. Todo lo cual nos permite afirmar que Sada está empecinado en la creación o construcción de subjetividades que reflejan su sometimiento irreversible al imperio de la violencia; a la anomia de la cual son víctimas involuntarias. Cito a Sada:
Y fue un espectáculo para la gente del pueblo ver cómo se enterraba al rosario de ensangrentados así, nada más, sin caja, tal como un pastel de cuerpos: pura carne endurecida. Espectáculo, porque nunca antes. Espectáculo, porque todos eran arrojados como bultos de harina. ¡Qué trabajal de principio a fin! (2012: 86, 87, el énfasis es mío).
Usar la metáfora macabra del pastel de cuerpos o repetir tres la veces la palabra “espectáculo” ante una situación de horror no es azaroso, sino que subyace la intención del autor de invocar un lenguaje lúdico que se contrapone al espanto de lo narrado, creando la sensación de que los habitantes de San Gregorio han iniciado un proceso gradual de asimilación del horror que se aleja de su recepción normal (el “porque nunca antes” resaltado es decidor al respecto). En definitiva, un acercamiento a lo abyecto que modifica o relativiza la relevancia social, jurídica y religiosa de los cadáveres espectacularizados.
Las particulares condiciones de la frontera norte de México y la violencia ejercida por los agentes del narcotráfico en la ciudad de San Gregorio transforman las costumbres de sus habitantes y, en definitiva, dan cuenta de una reestructuración identitaria y la configuración de sujetos en conflicto que dan el tono posmoderno de la novela de Sada. Si en la primera página de El lenguaje del juego se describe la tranquilidad de un padre de familia que prepara los festejos para la celebración de su casa nueva y la instalación de un negocio familiar, ello refleja la construcción inicial de un personaje que reúne las características de un sujeto moderno, es decir “unívoco y certero, de límites (aparentemente) decibles y verificables” según la descripción que arroja el Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos en el desarrollo del concepto de “subjetividades” (2009: 260).
Esa tranquilidad de Valente Montaño se verá alterada radicalmente y los límites de su subjetividad ya no serán decibles ni verificables en el transcurso de la novela. El autor ofrece (no sin cierta ironía) una breve e idílica introducción, en las descripciones que hace en las primeras páginas, respecto de la instalación de un negocio familiar en la que participan Yolanda, la esposa de Valente, y sus dos hijos, Candelario y Martina. Paulatinamente, este pequeño negocio será testigo y partícipe de la violencia que irán desatando los distintos grupos de narcotraficantes que se sucederán en el pueblo de San Gregorio.
Los primeros indicios de la desintegración de la unidad subjetiva descrita al inicio se dan cuando Candelario decide abandonar el negocio familiar para integrarse a una de las bandas criminales y, al poco tiempo, convertirse en jefe zonal. Por su parte, Martina también deja el referido negocio para convivir con un narcotraficante y sicario quien, finalmente, termina matándola. La familia se desintegra estrepitosamente. No se trata de la independencia y autonomización propia de los hijos respecto de sus padres sino de la desarticulación desarmónica de un grupo familiar. Los padres quedan abandonados a su suerte y “el peregrinaje inconcluso del hijo perdido culmina simbólicamente en la imposibilidad de afirmar la identidad individual y familiar en la clausura del relato” (Sperling, 2017: 130).
Previo al desencadenamiento de la violencia, se perciben los primeros atisbos de una modificación en la configuración identitaria como consecuencia de un habitar en la frontera. Una vez terminado el periplo de Valente Montaño (su anti odisea hacia y desde los Estados Unidos), y como consecuencia precisamente de su experiencia en dicho país como aprendiz en una pizzería, decide instalar un negocio del mismo rubro y no un local que expenda comida mexicana: “Por supuesto el turismo estaría vuelto loco: el extranjero, ¡claro!, tras probar las delicias de las combinaciones de esa comida que era entre italiana y gringa” (Sada, 2012: 178). Se trata de una hibridez que da cuenta de la porosidad de las fronteras en los procesos globales, y en términos del antropólogo García Canclini, “se refiere a las transformaciones y negociaciones de las culturas locales, ya sea populares o de élite, en contacto con las tecnologías de la industria cultural dentro de un mercado global” (García Canclini en el Diccionario…, 2009: 136).
Una vez instalada la violencia en el pueblo de San Gregorio se producen alteraciones que perturban incluso la espiritualidad de sus habitantes. Una transformación cultural, por ende, que modifica las intersubjetividades del pueblo. Es un hecho conocido el fervor con el que el pueblo mexicano se avoca al culto de su credo cristiano y la disminución en la continuidad de sus ritos no es algo menor. Sin embargo, ese cambio es asumido sumisamente desde que las ceremonias pasan por la autorización inaudita de los capos zonales del crimen organizado y el clero lo admite pasivamente. Cito a Sada:
Con la aceptación de Flavio Benavides (un capo del narcotráfico) para que se dijera en San Gregorio por lo menos una misa dominguera, el sacerdote Prudencio Gómez llegó con un par de monaguillos y un auxiliar canoso a, bueno, se batalló para encontrar la llavezota del templo (2012: 138).
Tampoco nos sorprende la manera en que el narcotráfico puede alterar las relaciones cívicas de un pueblo. La escalada al poder de ciertas asociaciones ilícitas conlleva la corrupción en la administración y gobierno de algunos países que sufren el flagelo del narcotráfico como es el caso paradigmático de Colombia y México, en cuanto país productor y de tránsito, respectivamente. Los flujos de dinero ilícito son de tal magnitud en relación a los productos internos de dichos países y respecto de los ingresos de los funcionarios estatales que su influencia es decisiva, generando cadenas de responsabilidad cómplice desde el más bajo al más alto nivel de la administración pública. Es por ello que el narrador omnisciente en El lenguaje del juego, en ocasiones muy escasas, toma posiciones como el caso de un párrafo aparte en el que se escucha el eco de un reclamo desesperado del autor: “¿Legalizar la droga? Más bien, desarmar al país. Esa sería la mejor manera de atenuar la violencia en Mágico. Pero oh utopía” (2012: 141).
La novela representa situaciones en la que los jefes de las distintas mafias revelan su incidencia en el quehacer político del país como es el caso de Mónico Zorrilla (el hijo del capo que contrata a Candelario Montaño) cuando afirma: “a toda mi familia el gobierno le hace los mandados” (2012: 31).
Por otra parte, la novela también refleja la incidencia que tienen los bandos criminales en las candidaturas municipales cuyos partidos políticos son satíricamente ficcionalizados. Se habla del partido Populachero para aludir a partidos con tendencias de izquierda, del partido Hegemónico para mencionar a los de tendencia de centro y del partido de la Decencia Conservadora para señalar los que detentan tendencias de derecha. Hay algo decidor cuando en el relato las bandas criminales optan por apadrinar a los candidatos del partido de la Decencia Conservadora. Con ello se abre una interesante perspectiva de análisis para debatir en torno a las ventajas y desventajas que un sistema neoliberal, como el que nos impera globalmente, puede tener para las actividades del narcotráfico.[2]
Desde mi hipótesis de lectura no es temerario sostener, entonces, que la injerencia de la violencia, a través de los respectivos artífices narco-criminales, provoca un desplazamiento en la valorización del ejercicio cívico-democrático de los habitantes de San Gregorio, tal como se desprende de la construcción de subjetividades que ofrece la novela:
Digamos que la lucha por el poder local era un teatro sobradamente mentiroso. Digamos que, pasara lo que pasara, ganaría de calle el sistema ya conocido, el conservador, pues, y digamos que la retorcida democracia era un juego de apariencias que servía de desahogo a las multitudes, pero cuya eficacia jamás sería la total transparencia deseada por quién sabe quiénes (2012: 151).
De esta manera se representa a una sociedad cuya realidad ha sido profundamente modificada desde que los discursos del orden provenientes de dispositivos tales como la Iglesia y el Estado, y que antes fueron relevantes, hoy han perdido esa calidad.
Otro indicio en la obra de Sada que aporta alteraciones estructurales de las subjetividades se da en el tratamiento de las relaciones familiares. Como señalé en su momento, El lenguaje del juego comienza sus páginas con una idílica escena familiar que representa un bienestar económico y una aparente armonía en los sentimientos de sus integrantes. Digo aparente porque no existe realmente una cohesión profunda que mantiene unida a la familia. La carencia y precariedad es lo que los mantiene unidos. Candelario no tendrá ningún reparo, por ende, en abandonar el negocio familiar, y sin previo aviso, para trabajar al amparo del narcotraficante Virgilio Zorrilla. Por su parte Martina también viene planificando las alternativas de abandonar el hogar, fantaseando con el amor de cualquier hombre que la saque de ese entorno.
Es dable pensar que en las circunstancias fronterizas en que se desenvuelve el relato, los personajes podrían haber desarrollado lazos más vinculantes. Es decir, que dados los 18 cruces de la frontera por parte del padre se hubiese afianzado una cierta lealtad como consecuencia de ese sacrificio; que ante la adversidad el núcleo familiar se hubiese adherido más sólidamente, pero ocurre todo lo contrario: la precariedad producto de la adversidad no hace sino disolver los nexos emocionales. El intersticio fronterizo que se representa en el pueblo de San Gregorio es el fiel reflejo de la adaptabilidad que experimentan las costumbres de un grupo familiar en un contexto globalizado: una hibridez cultural que replantea la construcción de los sujetos y que transa sus valores originales. El padre proyecta a sus hijos más como peones que como colaboradores en el negocio común y los hijos, por su parte, ven a su padre como un empleador abusivo.
Si las solas circunstancias fronterizas resquebrajan las fisonomías familiares, el insumo de la violencia viene a desbaratar irreversiblemente su estructura. El terror genera una actitud en la que, indefectiblemente, los sujetos negocian sus valores como una manera de sobrevivir. Por ejemplo, en el momento en que Candelario desaparece se representa a Valente en un proceso de búsqueda no muy afanoso, como podría ser la reacción normal de un padre angustiado. Incluso a las dos semanas desiste de su intento con un pensamiento que remata su dócil resignación: “el ir a lo loco por las calles vociferando lo gacho de esa ausencia. ¡No!, ¿verdad?, y había que pararle al desate ese” (2012: 53). Aún más paradigmático de las transformaciones valóricas del personaje se da en el siguiente pensamiento: “[P]aradoja: se había perdido alguien, pero se ganó algo significativo: el dineral consecuente” (2012: 53).
Yolanda, la madre, no está exenta de reacciones inauditas cuando afirma: “[D]esde que desapareció Candelario, nos está yendo muy bien en el negocio…No sé a qué se deba” (2012: 54), o cuando sostiene: “[Y]o me pregunto si todavía con todo lo que nos ha pasado, nos seguirá yendo bien en el negocio” (2012: 57).
Candelario también experimenta cambios definitivos una vez que se desiste de rescatar a sus padres y al final de la obra se concluye que: “El plan de Candelario se estaba frustrando. En un momento dado pensó mejor en él. En su futuro en Mazapán. Su suerte estaba allá, su poder. Ahora qué le importaba que sus padres sobrevivieran. La vida era tajante. A cada quien su arbitrio” (198).
Ya se ha comprobado que El lenguaje del juego es una narco-novela de fronteras. De fronteras que separan y dividen generando nuevas subjetividades a ambos lados del límite. Sada también nos propone una escena en el lado norteamericano del borde fronterizo. Los personajes Virgilio Zorrilla y su hijo Mónico se reencuentran en Los Acólitos, Califina, (con el acostumbrado juego de nombres del autor) ya que el negocio en San Gregorio había sido cooptado por una banda competidora. Si México es el país del transporte de la droga, Estados Unidos es el país donde se la consume. En esas circunstancias Mónico Zorrilla le formula la siguiente pregunta a Virgilio: “Ahora que ya estás calmado y feliz y que ya no andarás de peleonero matando gente, ¿por qué no te haces drogadicto, papá?” (2012: 129). Este segundo núcleo familiar del pueblo de San Gregorio también ve modificados sus hábitos en el cruce de frontera. Si la familia Montaño vive en la precariedad, los Zorrilla, por su parte, también pertenecen a una sociedad regida por la violencia; ambas familias, víctimas y victimarios, respectivamente, de un sangriento círculo vicioso que gira en la frontera norte de México. En Estados Unidos los Zorrilla abandonan el estado de riesgo y se ganan la tranquilidad para consumir estupefacientes a su antojo, hasta el hartazgo que les provoca la muerte por sobredosis.
“Pobre Mágico, pobre país sumergido en un inexorable hoyo negro” (Sada, 2012: 85): se trata de otro párrafo aparte consignado en esta frase en formato de sentencia irreversible. La lúcida radiografía que nos ofrece la metáfora de Daniel Sada y su narco-novela barroca deja un sabor mucre a mis conjeturas.
En conclusión, un país fronterizo que sucumbe ante los registros más inhumanos de la violencia trastorna profundamente las fisonomías subjetivas de los habitantes que (sobre) viven dentro de sus límites. Toda frontera supone una línea demarcatoria que se registra en una herramienta de orden y medición: el mapa, ¿y cuáles son las fronteras de la violencia? El narrador de la novela piensa al respecto que:
Si hubiera un mapa que ilustrara el reparto habido en el país de los territorios de capos, con tal perfección de líneas demarcadoras y hasta con colores que indicaran dónde se localizaban las zonas más peligrosas, otro presente y otro futuro habría a nivel nacional: quizá mayormente plácido y restrictivo (Sada, 2012: 139, 140).
El mapa es una medida a la que se le puede atribuir valor simbólico como lo confirma el crítico Ángel Rama en su célebre ensayo La ciudad letrada. Los mapas ordenan, clasifican, marcan los límites entre la identidad y la alteridad, y en el caso de El lenguaje del juego se constata una cartografía del miedo que revela el nacimiento de un sujeto descentrado, precario, impreciso e imprevisible. “Ojalá que algún día alguien se tomara la molestia de dibujar esos trazos acorde a una exactitud derivada de otras muchas anteriores” (2012: 140), nos confidencia el narrador. Y ojalá que los trazos de ese individuo no adquieran una calificación esencialista o inmanente que sirva de categoría estable, y que las conclusiones de este trabajo, al fin, no obtengan la condición de permanentes.
* * *
Notas
[1] Este canon de autores lo ofrece el estudio del año 2016 “La narconovela mexicana, desarrollo, posicionamiento y consolidación en el campo literario nacional”, del investigador mexicano Gerardo Castillo Carrillo.
[2] En una entrevista concedida por el escritor mexicano Yuri Herrera señala: “Sí creo que las grandes corporaciones, cada vez más, están sobrepasando las soberanías nacionales. Me refiero tanto a las legalmente establecidas como a las criminales. (…) Los grandes cárteles del narcotráfico no son bandas de delincuentes escondidos en una cueva que ponen su dinero debajo del colchón, son capitalistas que simplemente han dado un paso delante de lo que los otros capitalistas están haciendo desde hace tiempo, es decir, saltarse las leyes, hacer lo posible para quitar las que ataquen sus propios intereses” (Herrera en Calderón, 2015: 205).
Bibliografía
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http://ir.lib.uwo.ca/cgi/viewcontent.cgi?article=1134&context=entrehojas
- Herrera, Yuri (2015). “La frontera portátil.” Entr. Christopher Uribe y Montserrat Madariaga. Afpunmapu, fronteras, borderlands. Poéticas de los confines: Chile-México. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso. Colección Dársena estudios, 203-220.
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Rotker, Susana (2000). “Ciudades escritas por la violencia (A modo de introducción)”. Ciudadanías del miedo. Caracas: Nueva Sociedad, 7-22.
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Sperling, Christian (2017). “El lenguaje del juego, de Daniel Sada: ¿un lugar para observar la violencia?”. Literatura mexicana, XXVIII-2, 125-148.
Edición electrónica:
https://revistas-filologicas.unam.mx/literatura-mexicana/index.php/lm/article/view/937
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Zavala, Oswaldo (2015). “Líneas imaginarias del poder: política y mitología en la literatura sobre Ciudad Juárez”, en Calderón y Mora ed. Afpunmapu, fronteras, borderlands. Poéticas de los confines: Chile-México. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso. Colección Dársena estudios, 45-61.