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A mitad de la vida para dar inicio a la lectura
Sobre los poemas de Sergio Pizarro Roberts

Ismael Gavilán Muñoz



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I. Proemio

Variados son los motivos o razones por los que un poeta decide, llegado a cierta edad, hacer una edición recopilatoria de sus poemas escritos hasta ese instante. Por lo general, son las antologías las que trazan ese mapa de escrutinio personal para efectuar una selección pertinente de lo que la retina lectora permite dejar o no al ojo público. Otras veces, como la presente, el poeta sin aspavientos y en un gesto de generosidad desmesurada, decide poner ante nosotros, si no la totalidad, sí buena parte de lo escrito en una trayectoria de más de 25 años. Menos que unas “Poesías completas” y bastante más que una mera recopilación selectiva, los poemas acá reunidos de Sergio Pizarro Roberts muestran un itinerario amplio y complejo, ya sea en sus aristas vitales como en sus indagaciones poéticas. Mi intención no es desentrañar su sentido. De modo mucho más humilde, me propongo fijarme en algunos hitos, en algunos instantes y, a fin de cuentas, en algunas indicaciones nacidas de los poemas mismos que me parecen significativas para señalar al eventual lector puntos de referencia que creo sugestivos, interesantes o llamativos para circunnavegar esta escritura.

II. Érase en la década de los 90

Tal vez obedeciendo a un azar cultural, producto del decaimiento del cariz épico que tuvieron los años 80, o porque de vuelta de las elecciones de 1988 y 1989, las fuerzas configuradoras que articularon la transición desde la dictadura se desentendieron del así llamado “discurso cultural” o, simplemente, porque pasados los estados de emergencia más perentorios, la poesía en nuestros lares se encontró respecto de sí misma en una especie de callejón sin salida, el asunto es que a inicios de los años 90, en Valparaíso, la escena poética se estaba reconfigurando, una vez más. Durante toda esa década final del siglo XX, asistimos a un variopinto escenario que para el menos avezado no constituía, necesariamente, una continuidad con los hallazgos, hábitos o maneras establecidas en la sociabilidad literaria porteña precedente. Los 90, poéticamente hablando, en Valparaíso, fueron testigos de un pulso algo espasmódico de situaciones, actores y gestos. No un continunn evidente. Sólo por otorgar alguna noticia para establecer unas mínimas coordenadas, es posible referirse a una serie de eventos y cosas. Entre las más visibles, la muerte en 1993 de Juan Luis Martínez y por, añadidura, el despliegue de su aura hacia vastos rincones. Esa década es el retorno definitivo de Juan Cameron desde un exilio de años, colaborando en diversas iniciativas culturales y emergiendo como uno de los poetas referenciales de la zona. Es también la década donde surge la obra poética de Rubén Jacob convirtiéndose casi de inmediato en un santo y seña para conocedores exigentes a semejanza de una luz subterránea que titila tenuemente. Es la década que no sabe qué hacer con esos poetas y escritores del pasado y sus obras y las relega al silencio que hasta hoy padecen como cruel ostracismo: Hugo Zambelli, Carlos León, Patricia Tejeda. Es también la década que confirma la dispersión final de esa “generación heroica” de los 80 y que, desde ese instante hasta ahora, hace de sus protagonistas, figuras errantes por el mundo o presencias enclaustradas en el silencio biográfico: Sergio Holas, Alejandro Pérez, Andrés Fischer, Luis Andrés Figueroa, Eduardo Correa, Catalina Lafert, Carolina Lorca. Es la década que ve aparecer efímeras revistas que, como luces de bengala, iluminan el descampado, llevando en su vientre ilusiones, poemas, esperanzas y perplejidad: Botella al mar, Maniobra, Valpoesía, Ámbito, Libertad 250. Es la década en que el poeta Ennio Moltedo, silente, circunspecto, preside la Sociedad de Escritores y edita los Breviarios de las Ediciones Universitarias de Valparaíso, junto con escribir y publicar lo que será lo cúlmine de su obra poética: La noche. Es la década que las lecturas nocturnas de “peñas” y “vino navegado” son desplazadas por lecturas en bares, cerveza y rock. Es la década en que iniciativas editoriales como las del Gobierno Regional de Valparaíso inundan con tirajes inverosímiles, las calles, las librerías, los kioskos y actividad que fuera con sus reconocibles libros de tapa delgada y papel bond 24. Es la década en que se inaugura el Centro Cultural La Sebastiana y da inicio su Taller de Poesía y el sinnúmero de actividades literarias que hasta hoy es posible admirar. Es la década en que Ediciones Altazor, contra viento y marea, publica y publica, haciendo mutis al rictus idiotizante de la época. Es la década donde una golondrina sí hizo verano y se llamó Valija Cultural, creando un oasis en El Mercurio de Valparaíso y permitiendo que Marcelo Novoa, Luis Riffo, Marcelo Pellegrini, entre otros, estrenaran y foguearan sus habilidades críticas. Una década con altos y bajos, con una desidia enorme y un desengaño político más grande aún. Una década con apariciones entre tímidas y avezadas de un puñado de poetas jóvenes, no tan jóvenes y hasta jovencísimos: Juan Antonio Huesbe, Sergio Madrid, Enoc Muñoz, Karen Toro, Juan José Daneri, Marcelo Pellegrini, Giglio Brigdarnello, Sergio Muñoz Arriagada, Liliana García, Alejandro Banda, Ximena Rivera. Es en este contexto variado y difuso en que hay que comprender la aparición del poeta Sergio Pizarro Roberts.

III. Impulso vital

Entre 1993 y 1999, Sergio Pizarro escribe y publica los poemas contenidos en tres entregas específicas: los textos de Poemas Diesel (1993), los poemas que salen a la luz en la revista Libertad 250 (1995) y los reunidos en Luces que no deben prenderse (1999). Inscrito aún, cronológicamente en la juventud, vemos acá a un poeta que convierte a la escritura tanto exploración biográfica como exploración formal. Hay en muchos de estos poemas un gesto impulsivo, vital, que se condice con una búsqueda escritural que hace del descalabro uno de sus elementos fundantes. Un descalabro que evoca o hace guiños a cierto Parra, a cierto Maquieira en la indagación alrededor de una necesidad de aprehender los fragmentos de realidad que pueda mentar la experiencia. En poemas como “Flavia bay” o “El último baile del sol”, por ejemplo, la búsqueda se centra no tanto en los eventuales estados de ánimo de un hablante que luce con intensidad su existencia de cariz dionisíaca, sino más bien, lo que implica intentar un gesto comunicativo de inmediatez, haciendo del exceso, de lo festivo y aún de lo carnavalesco, su propia fuerza y motivación:

“(…) por amante de lo limítrofe
me embutí unos recipientes de contenido “FULL”.
Me salieron lenguajes y frases de encanto y manjar
Me apropié de una potencia matutina
y de un salto de zancudo
me incrusté en la noche
Qué tanta trompeta y augurio !!”

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “Flavia Bay”

(…) Siento que la cabeza se me abre como una flor ante el sol
y mi cuello gira sin retorno
para quedar frente al coloso amarillo.
Una lengua de fuego susurra a mil distancias (...)

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “El último baile del sol”

Es una poesía que pretende asumir una inmediatez que se confunde con la intensidad. Una poesía que no medita sus límites y aún sus propias fronteras, sino que pretende expandirse hacia sus propios horizontes. Así, el tanteo de Pizarro en estos poemas, menos que la perfección de una dicción poética acabada fundada en el ritmo, busca sin duda plasmar una experiencia casi como gesto mimético de lo inasible que se escapa entre las vetas de la temporalidad: el entusiasmo, el asombro ante lo que significa el existir y que implica un desafío que no sólo lleva a una asunción de las fuerzas primigenias de las que se sustenta este hablante, sino en la aceptación de su propia mortalidad. Un gesto para nada ingenuo, mucho menos naif. Uno de los poemas iniciales que me parece significativo es el titulado “Estatuto de guerra”, texto que leo como una especie de declaración de principios en un tono entre nietszcheano y avasallador: el conflicto, la pelea, el estruendo vital, pueden, al parecer, sólo ser interpretados como lucha, guerra. Irónicamente, y a diferencia de tanta poesía experimental que ha hecho suya una idea de técnica para dar cuenta de su vigor transgresor, acá vemos una apuesta por hacernos ver el desarrollo de una subjetividad en ciernes en tanto se interprete como parte integrante de una fuerza que hace de la naturaleza su propia energeia:

Me uno a un ejército de grullas y patos salvajes
que en picada vuelan al sur del océano
durante el error de la noche.
Miro con los ojos de una paloma en vuelo
las incendiarias islas de Cartamuga y Manazca
(un estornudo de trópico)
satisfechas de tierra y hambrientas de hombres.
Elegí mi arma: una campana de madera
para disparar tañidos llenos de temblor.

En estos poemas y en otros, aledaños temporalmente, Pizarro más que logros de obra que convenzan por su redondez conceptual, tantea los recovecos del lenguaje: no teme ser tremendista, sentimental, violento o desmesurado. Como asimismo tampoco teme plantearse el poema como un espacio de juego y aún como espacio dramático donde no rehúye el diálogo, la frase hecha, el ritmo tomado del habla natural, el parafraseo a citas o fragmentos del cotidiano, lugares comunes y alusiones a diversos ámbitos de experiencia habitual. Pero avanzando la década de los 90 y bajo estos mismos supuestos, reconvertidos en el aprendizaje retórico que va adquiriendo paso a paso, la poesía de Pizarro muestra su paulatina consolidación del dominio verbal respecto de sus materiales de trabajo. En ese sentido es posible advertir que buena parte de los poemas reunidos en Luces que no deben prenderse (1999) son una modulación mucho más serena de los recursos explorados con anterioridad y con ello, se abren nuevas perspectivas de significado: la experiencia amorosa y aún erótica marca a estos textos, pero también la contención formal: poemas articulados en estrofas mucho más regulares, pero sin abandonar su antiguo ímpetu que ha decantado en algo que va in crescendo en esta poesía: una subjetividad que se vuelve cada vez más reflexiva y que, por lo mismo, deviene hacia la comprensión metapoética de su impulso. Pienso al redactar esto en el hermoso poema que empieza con el verso “No acepto que te escribas así” y que presenta un doble juego sugestivo: por un lado la loa amorosa ante un otro que se escancia de temporalidad –“ya estás hecha de siempre/y yo del aún”– como por otro, la búsqueda de singularidad filial que el hablante establece para ser sí mismo: “porque me haces tu hijo imposible/ y no quiero decirte angustia” y que abre la posibilidad de autoconocimiento que se ofrece como instancia de reconocimiento: “no es la manera de decirnos adioses entre estos nosotros”. Así, doblando el siglo, Pizarro consuma una poética que se despliega hacia exploraciones que entreven cierto hermetismo como también una revisión del vitalismo inicial en aras de logros de obra que se plantean como una deriva que aún no concluye.


IV. Última oscuridad.

Con el inicio del nuevo siglo, Sergio Pizarro concentra su escritura, a mi parecer, en dos polos que todavía, en su desarrollo vital y poético, no se han cerrado y que, creo, pugnan por una necesaria y futura síntesis. Por un lado, en 2003, publica un breve volumen titulado Apocatástasis Asténica y que viene a ser sin duda uno de sus textos más complejos y opacos. Y esto por varias razones. La mayoría son poemas breves de no más de 10 o 15 versos, con una estructura estrófica irregular, pero con versos escuetos, a veces sentenciosos y en otras ocasiones bastante elusivos. Un lenguaje cada vez más abstracto, lejos de los impulsos heterogéneos y vitales de su primera poesía y con un control bastante mayor de sus materiales expresivos. Y si bien es cierto, hay lugares donde se muestran ciertas sombras tonales del fraseo del habla, sobre todo cuando algún pasaje asume un tono entre imprecatorio o interrogativo –“No te doy una instrucción/ u orden señalada/pero que nunca entres en razón/ ni el sentido del sentimiento”– la tendencia preponderante en buena parte de estos poemas asume una peculiaridad discursiva que hace de la reflexividad su impronta. Una reflexividad que se pregunta por los límites de la expresión, del lugar desde dónde se plasma el silencio y su desgarradura y que conlleva develar la frontera evanescente que implica la experiencia. Hay un poema singular que sintetiza todo esto con especial maestría, aquel que empieza con el verso “Por qué te puedo decir?” y que aquí cito por entero:

Por qué te puedo decir?
Si dormir es un verbo derrotado
para el cansancio
como distribuir un silencio
a través de cuyos ecos
se van distanciando
Incendio
la altura ni a su hermana la sombra.
Sé fuego
La escritura desobviada
se presenta desde la nada que vacía
Fuerza de raíz:
la de la sombra interrumpida debajo
Soslayo,
. .repercuto
pero no fijo
Se podría decir que te vuelvo
a llamar la palabra

En poemas como éste, Sergio Pizarro establece su propia frontera: la sugerencia, la oblicuidad del sentido, lo abstracto y elusivo del fraseo verbal, la contención formal del verso. Pareciera que los poemas de intensidad vital se encontraran lejos, en otro ámbito temporal. Pero lo que sucede es más simple, pero no menos difícil, creo yo: Pizarro es un poeta que ha ido escandiendo para su arte verbal, la economía del lenguaje como medio expresivo. Es un poeta que se ha dado cuenta que el decir por más que invoque a las fuerzas de la vida o de la naturaleza, será siempre mudo a las exigencias rotas de la pérdida del sentido. Hasta ahora Pizarro fue un poeta que confió en el lenguaje. A partir de este momento de su biografía poética, esto ya no es posible y buena parte de los poemas de Apocatástasis Asténica son su non plus ultra, su más alta exigencia estilística.

En 2016, Sergio Pizarro publica Piedras a la oscuridad su, hasta ahora, último libro de poemas. En más de diez años de silencio, con esta publicación, el poeta reúne textos diversos que muestran un decantamiento de su trayectoria. Hay poemas breves, de verso seco y severo, hay poemas en prosa, verdaderos micro-relatos donde se condensa una anécdota o una reflexión, hay poemas con un versículo extenso, de ritmos ondulados que evocan su primera poesía. Pero a pesar de la heterogénea factura formal de los textos, es posible advertir un permanente estado de conciencia que se vuelve autorreflexivo para constatar distintos estados emocionales y/o mentales del sujeto. Poemas como “Albedrío”, “Si el universo desaparece”, “El otro libro” son la muestra fehaciente de felices logros expresivos que se sitúan entre la inmediatez de sus referentes vitales y la profunda introspección en torno a las posibilidades del lenguaje, la palabra y el libro, asumidos como soportes de significado para explorar y plasmar una experiencia que ha devenido, finalmente, contemplativa. En los poemas hasta ahora últimos de Pizarro, la alusión permanente al libro, tanto como objeto como, a su vez, portavoz de experiencias específicas –la memoria, la condensación de la biografía como símbolo, el correlato necesario respecto de aquello que llamamos “vida”– se vuelve más y más recurrente. Las así llamadas “piedras” que se muestran como señas ante la “oscuridad”, son esos objetos frágiles y simultáneamente, poderosos, que son los libros. Pero acá, Pizarro, creo que asume después de un recorrido más que escabroso por los caminos de la existencia, al poema como síntesis de la vida y la lectura, acaso el poema como un libro que es, asimismo, imagen del mundo y correlato de la imaginación y del lenguaje. Hay un breve poema que me parece ejemplificador de todo esto. Aquel que se titula “Libre de su propio sonido”. Dice así:

un ladrido a lo lejos
un martilleo distante en alguna construcción perdida
una rama que rompe la ventana del viento en otra ciudad
una colisión incomprensible de sonidos remotos
una explosión que no destruye nada y se aleja

¿Qué es lo que “martillea”?, ¿cuál es esa “rama”?, ¿qué es esa “colisión incomprensible”?, ¿cuál la “explosión”? En el poema, las alusiones del lenguaje respecto a acciones que implican cierto grado de violencia y desajuste, se transmutan como verdaderas indicaciones de sentido respecto al entendimiento que hagamos de la lectura y del “libro”.


V. Coda.

Sergio Pizarro Roberts es un poeta al que no le ha sido fácil ir encontrando su tono verbal. Su recorrido imaginativo ha ido de la mano de su propia biografía, no tanto o exclusivamente en lo referido a plasmar en sus poemas fragmentos reales o ficticios de sus propia existencia y sus circunstancias, sino porque ha hecho de la poesía un verdadero y sentido aprendizaje vital y verbal para adquirir esa prestancia única que adquieren sus poemas más significativos. Hay un tono, un ritmo, una adecuación lingüística en los mejores versos de Pizarro que los hace merecedores de una lectura reiterada y más atenta. Una lectura que pide de nosotros fidelidad y atención y que es analogable a la que él, como ser humano y poeta, ha efectuado de esas palabras que ha invocado una y otra vez con desesperación, asombro, burla, pero también con sosiego, reflexión y sabiduría.

Quilpué, otoño de 2019



 

 

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